LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
Partidos políticos: detestables pero necesarios
La democracia sigue necesitando agentes que agreguen los asuntos sociales y económicos en paquetes ideológicos. Quizá el instrumento clásico para realizar esa función está en horas bajas, pero no hemos inventado un sustitutivo que dure en el tiempo
Ignacio Sánchez-Cuenca 11/06/2017
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La crisis de los partidos políticos es tan vieja como la del Estado-nación o la de la novela. Llevamos décadas hablando de ello. Y, sin embargo, seguimos leyendo novelas, seguimos identificándonos con nuestros Estados-nación… y seguimos votando a los partidos, por mucha rabia que nos produzcan.
El crédito de los partidos está por los suelos. Sólo la banca provoca mayor desconfianza entre la ciudadanía. Sin embargo, no acabamos de dar con una fórmula para sustituirlos. Surgen plataformas, movimientos, líderes, pero al final, si tienen voluntad de perdurar, acaban convertidos en partidos, más o menos abiertos, más o menos personalistas, pero partidos al fin y al cabo.
¿Qué son los partidos políticos? Ante todo, “agregadores ideológicos”. En las sociedades modernas, el Gobierno se hace cargo de los asuntos más diversos, desde los libros de texto que estudian los niños en los colegios hasta la ayuda a África, desde el impuesto a la gasolina hasta las pensiones no contributivas. En una democracia representativa, los partidos tienen la función indispensable de “poner orden”: en función de unos principios ideológicos amplios, ofrecen packs completos y singulares de políticas (los programas electorales). Su orientación ideológica da un perfil propio a cada partido, lo que en principio permite a los ciudadanos elegir a aquel que está más próximo a sus ideas.
Los partidos, pues, median entre la sociedad y el Gobierno. Cuando un partido llega al Gobierno, los ciudadanos esperan que su gestión esté inspirada por los principios ideológicos con los que el partido se presentó ante el electorado.
El poder político se encuentra tan dividido e interferido que muchas veces los políticos no pueden llevar a cabo sus ampulosas promesas
Los problemas empiezan aquí. El poder político se encuentra tan dividido e interferido que muchas veces los políticos no pueden llevar a cabo sus ampulosas promesas. Dividido entre el nivel local, el regional, el central y el supranacional: cualquier cambio requiere un esfuerzo enorme de coordinación entre instituciones que no siempre coinciden en su ideología. E interferido además por los poderes económicos, por los acreedores, por los flujos financieros internacionales, por los medios de comunicación, etcétera, etcétera, etcétera.
Cuando llegó la gran crisis de 2008, se hizo muy visible un “síndrome de impotencia democrática”: los partidos, de cualquier signo, llegaban al Gobierno, se veían obligados a hacer políticas impopulares y perdían las siguientes elecciones. Con el paso del tiempo se ha podido comprobar que la pérdida consiguiente de credibilidad no ha afectado a todos los partidos por igual, siendo considerablemente más profunda en los partidos de izquierda, en concreto en la socialdemocracia.
Cuando en estos momentos hablamos de la crisis de los partidos tradicionales, no está claro entonces si nos referimos a todos los partidos o a los partidos socialdemócratas. Si miramos a los partidos de derechas, el diagnóstico no es tan sombrío: están en buena forma en Gran Bretaña, en Alemania, en España (en fin) y en otros muchos países. Los partidos que parecen más descompuestos son los socialdemócratas. Su apoyo electoral ha caído brutalmente y en algunos países sufren procesos de ruptura interna muy traumática. En Francia han competido desde plataformas enfrentadas dos exministros socialistas (Macron y Mélenchon), dejando al propio candidato del PSF sin espacio propio.
¿Por qué una crisis que nace de excesos neoliberales termina produciendo un castigo severo a los partidos socialdemócratas? A mi juicio, la respuesta no es excesivamente complicada: son estos partidos los que se quedan sin margen de acción y dejan de funcionar como “agregadores ideológicos”. Las recetas socialdemócratas se vuelven irrealizables o no producen los resultados buscados. Ante la concentración de poder financiero, las políticas redistributivas clásicas no consiguen apenas generar igualdad. La carga de los ajustes económicos se reparte de forma tan injusta y asimétrica que los jóvenes desertan en masa de la socialdemocracia y, en aquellos lugares en los que el sistema electoral no facilita la formación de nuevos partidos, optan por candidatos radicales o rupturistas como Corbyn y Sanders.
Nada de esto afecta demasiado a los partidos liberales y conservadores, que no critican las reglas de juego del capitalismo financiero global. Sus propuestas tienen que ver más bien con la gestión del statu quo, en todo caso con mejoras en la eficiencia, sin prestar demasiada atención a la distribución de recursos y oportunidades.
La democracia representativa sigue necesitando agentes o instancias que agreguen los asuntos políticos en paquetes ideológicos. Quizá el instrumento clásico para realizar esa función, los partidos políticos, esté en horas bajas, pero no hemos inventado todavía un sustitutivo que dure en el tiempo. Con otras palabras, se cuestiona a los partidos, pero no tanto su función representativa.
Todos quisiéramos tener partidos más abiertos, permeables, con procesos vibrantes de deliberación interna, etc. Bienvenidas sean todas las reformas organizativas que nos acerquen a ese ideal. Pero no nos engañemos: por mucho que nos disgusten los partidos, van a continuar con nosotros mientras no inventemos un sistema mejor que el de la democracia representativa.
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Autor >
Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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