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Detrás del escaparate, Barcelona

La ciudad debiera seguir alentando la batalla por el sentido común, atajando la deriva neoliberal del occidente ilustrado, jugando la carta de la alternativa y haciendo frente a la ocupación de lo público y lo comunicativo

Eloi Mallafré / David Lizoain 7/06/2017

<p>Imagen de la ciudad de Barcelona. </p>

Imagen de la ciudad de Barcelona. 

Maciek Lulko

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A la edad de 20 años, el caballero François-Jean Lefebvre de la Barre fue torturado. Le cortaron la lengua, decapitaron y arrojaron su cuerpo a una pira en llamas por blasfemo. Se dice también que una copia del Diccionario filosófico de Voltaire fue confinada junto a su cuerpo, a su lado, después de haber requisado un ejemplar entre sus pertenencias. Entre los crímenes imputados a De la Barre estaría el hecho de no haberse quitado el sombrero al paso de una procesión religiosa y ser prolífico en los llamados cantos impíos. Nada se pudo demostrar de la acusación primera, relacionada con los desperfectos causados a la estatua de Cristo que se elevaba mayestática sobre el Puente Nuevo de Abbeville en 1765.

Algo más de dos siglos más tarde un tribunal español condena a una joven de 21 años por unos tuits ofensivos hacia la figura del almirante Carrero Blanco. La condena, amparada en el derecho al honor a las víctimas, remite históricamente a la sentencia de la Barre, por cuanto tiene de ataque a los ideales de la Ilustración, y a la que quizás sea su verdad más insoslayable: la libertad de expresión. Y por cuanto posee de diatriba tenaz de lo que hoy conocemos como sentido común, a saber, en su versión más homogénea, uniforme, alienante si se quiere. Cierto es que, en apariencia, nada tienen en común la invectiva religiosa contra el ideal racional y el enaltecimiento de la sinrazón que es el asesinato. Pero también lo es que ni Carrero Blanco fue un ciudadano al uso –con sus derechos y sus deberes–, ni el franquismo fue una versión ilustrada de los sistemas políticos de la Razón.

Si algo ha venido a demostrar el caso de Cassandra es la perversión, en términos de deriva autoritaria, de los consensos sociales y culturales de la Ilustración

De hecho, no es baladí la posición social desde la que se formulan las opiniones. No lo era para el común de los mortales hace 250 años, alejados como estaban de las simpatías de la Corte, y no lo es para Cassandra hoy día. Tanto es así que si algo ha venido a demostrar su caso es la perversión, en términos de deriva autoritaria, de los consensos sociales y culturales de la Ilustración. La sentencia, sin ir más lejos, tiene la dudosa virtud de invertir el orden de los significados, convirtiendo al verdugo en víctima. En lo que sin duda constituye un ejercicio sublime de cinismo, más si cabe aun en el ciclo actual de un capitalismo desbocado en su proceso de acumulación por desposesión en el terreno de las libertades (ley mordaza), derechos (reforma laboral) y oportunidades (austeridad).

No está de más recordar que el sentido común no deja de ser una construcción, cultural, de conflictos llevados a cabo, las más de las veces, en oposición a la estandarización de la vida y sus significantes. Cultural, decimos, porque actúa como dispositivo para nuevos, y no tan nuevos, imaginarios e identidades de los perdedores en el juego de suma cero de unas sociedades cada vez más polarizadas, con unos niveles de desigualdad socioeconómica cada vez más alarmantes, y cada vez más similares a los distópicos registros de los años 30. Sí, los del repliegue nacional y el comunitarismo racial.

La dinámica de la rebeldía es la que abre camino a las conquistas sociales y, por tanto, la que señala cuándo el sentido común ha dejado de ser precisamente eso: común. Es decir, lo que en un primer momento es considerado poco menos que un derecho natural, llamémosle escolástica, propiedad o patriarcado, pasa a ser refutado por segmentos cada vez más heterogéneos (y amplios) de la sociedad, dando lugar a un nuevo sujeto histórico, una nueva ingeniería social. Al fin y al cabo, la batalla de la ideas no deja de ser la historia de la subversión del sentido común, que termina por transformar lo anteriormente subversivo en dispositivo para un nuevo contrato social.

Solo así podemos llegar a entender cómo el otrora terrorista Nelson Mandela pasó a ser un referente del llamado Mundo Libre, incluso para el posthatcherismo más rancio. Y en un ejemplo más cercano, cómo se zarandeó a los descendientes ideológicos de los verdugos de De la Barre, y los Carrero Blanco de la historia más negra de España, cuando les dio por sacar a pasear su autobús tránsfobo por las calles Madrid y Barcelona. Lo que se considera discriminatorio termina siendo reinterpretado como un acto de sentido común. Y lo que era considerado sentido común pasa a ser un acto discriminatorio y de adoctrinamiento.

Siguiendo la lógica, por tanto, no queda otra que seguir atizando el conflicto de la razón. Y qué mejor que situar Barcelona como campo de batalla. La Barcelona que hace poco se levantó contra la dictadura del sentido común neoliberal. Pero también la Barcelona que no hace tanto asistió semiimpasible a las invectivas de los que prefieren respuestas simples al cuestionamiento matizado de la historia y su memoria, con la decapitación de una retrospectiva sobre el franquismo en el Born CC. O la que, sin ir más lejos, se plegó a la retirada de una muestra de arte urbano en el Fossar de les Moreres bajo acusación de profanación del más sagrado templo levantado en honor a los caídos por la patria. (Templo donde, por cierto, se suelen hacer performances de todo tipo y donde se vienen celebrando actos políticos sin crítica alguna hasta la fecha).

Frente al tempo del capitalismo financiarizado, Barcelona debiera seguir alentando la batalla por el sentido común

Así pues, y frente al tempo del capitalismo financiarizado, Barcelona debiera seguir alentando la batalla por el sentido común. Sin duda, atajando la deriva neoliberal del occidente ilustrado y jugando la carta de la alternativa. Y para ello, qué mejor manera que haciendo frente a la ocupación de lo público, lo comunicativo y, en definitiva, lo común de este todo omnipresente (y apabullante) que es la publicidad privada.

Redefinir el rol publicitario no es un combate más, no es una batalla cultural cualquiera. Prohibir su omnipresencia abriría la puerta a un mayor cuestionamiento de su capacidad, sutil y subliminal, como poderosísima maquinaria de transmisión de valores, capaz de enaltecer hasta la saciedad la perversa lógica, hoy más si cabe, del consumo, luego existo. Una lógica que no entiende de banderas, cánticos y colores. Que no atiende a fronteras y naciones. Que centrifuga a quienes no tienen el poder adquisitivo para recrearse en la ciudad global. Y que en definitiva es el síntoma de la polarización espacial que vivimos, construyendo hegemonía en cada rótulo, escaparate y recoveco de una ciudad tomada por el turismo y las grandes marcas.

No todo es economía, cierto, pero los conflictos culturales no nos pueden hacer olvidar que lo que sufrimos es básicamente un conflicto económico. Y ahí es donde retirar la publicidad privada debiera tener su papel, siguiendo el ejemplo de la metrópoli global de Sao Paulo que con la Lei Cidade Limpa de 2006, y la retirada de 15.000 carteles y 300.000 aparadores de grandes dimensiones, dio el pistoletazo de salida a un movimiento que ya cuenta con ciudades como Chennai, Grenoble o el Vermont de Bernie Sanders.

En primer lugar, porque al discutir el dominio que ejerce lo privado en lo público, y lo que es de todos, se pondría un dique de contención, necesario, a esa definición por arriba de lo social, y hacia esa contaminación visual cosificadora de lo realmente existente. En segundo lugar, porque permitiría un mayor ejercicio del derecho a la ciudad por parte de lo público y lo común, poniendo en valor lo que nos une, más que lo que nos separa. Y en tercer lugar, porque serviría como escaparate de lujo para ese magma de fondo que sin duda alguna constituye la fuerza de choque de lo subversivo (y lo racional). Quitar la chapa publicitaria de la ciudad, para entregársela a la expresión de lo urbano, lo mundano y lo popular, haría aflorar la realidad social, aquello que Barcelona realmente es, y escapar así del patio de recreo del consumo. El verdadero monstruo que devora Barcelona.

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Eloi Mallafré (@EloiMallafre) es profesor de Historia.

David Lizoain Bennett (@lizoain) es economista. 

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Eloi Mallafré

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David Lizoain

Es economista, licenciado en Harvad University y Master en Development Studies por la London School of Economics.

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1 comentario(s)

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  1. pepa

    Pues sí, estoy completamente de acuerdo con poner límites a los repetidos y enormes mensajes que nos bombardean -directa e indirectamente- cada día, a cada paso, sobre cómo conseguir el bienestar, la felicidad, la belleza, la perfección... siguiendo el modelo que nos ofrecen. Para mas inri el conflicto que producen las sensaciones contradictorias, ya que el "ruido" de tanta propaganda molesta.

    Hace 7 años 1 mes

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