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Los cuentos jasídicos –buenos, bonitos, caros–, son la pera. En la edición de Martin Buber hay uno que brilla con luz propia. Éste. El discípulo pregunta al rabino cómo se puede estar seguro de que el Mesías no ha venido ya. El rabino responde al discípulo que se asome a la ventana. Punto pelota. Esto es la mínima expresión de la narrativa. Es como un chiste –otro tipo de construcciones breves y certeras e inapelables–, pero que no hace reír, sino que abruma. Por lo que sea, no me he podido sacar este cuento de encima. Supongo que mi interpretación inicial es que las cosas importantes, en fin, se ven desde cualquier ventana. Lo que sigue siendo, me temo, cierto. Con el tiempo, como todo lo importante, el cuento, no obstante, ha ido adquiriendo más significados. Ahora sé, por ejemplo, que el discípulo, al mirar por la ventana, siempre vería confirmada su respuesta. O, de lo contrario, quebraría 4.000 años de historia sobre sus espaldas, compartiría, de repente, zas, una cultura de sólo 2.000 años –1.800, en el momento de la redacción del cuento– y, después de mirar la ventana, se dirigiría a la puerta. Sé, por ejemplo, que el discípulo no se levantó y se acercó a la ventana. Y que, en ningún caso, no miró a través de la ventana. Simplemente se imaginó la ventana y, con ella, la respuesta a su pregunta. Ni la pregunta del discípulo, ni la respuesta del rabino –brillante–, implican, entonces, una pregunta y una respuesta. Posiblemente implican que tanto uno como otro comparten una tradición poderosa, una ventana más importante que la ventana que da a la calle, a la que no es preciso, por tanto, mirar para confirmar nada.

Creo que eso es lo que está pasando, ahora mismo, en todo el mundo.