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Hace ¿20? Años entrevisté a un político. Era un tipo divertido. Recuerdo el clímax de la entrevista. Me habló de la incapacidad de hacer política en la política. Situaba, así, en la imposibilidad, cualquier cambio en el -no lo llamábamos así entonces- Régimen del 78. El único cambio posible lo veía a través de un concepto. La identidad. De hecho, dijo: "algún día vendrán a nosotros" -nosotros era un partido, entonces, pequeño; hoy, no- "en busca de identidad". Periódicamente recuerdo aquella frase, y miro de contrastarla con la realidad. Y, en efecto, en cualquier sociedad en crisis, la ciudadanía, periódicamente, parece necesitar de identidad. Y parece necesitarla tanto que la vota. Pero periódicamente, también, sucede lo contrario. La ciudadanía que ha votado identidad, vuelve a mirarla con desconfianza, de manera que la vota menos. No tengo datos contrastados, pero creo que esos ciclos suelen durar menos de 10 años. Por lo general, se ordenan, lo que es curioso -o, peor, bíblico- en ciclos de 7 años. La frase del político -brutal, buena, brillante, inquietante- parece, por tanto, no ajustarse a lo que está pasando. No ha habido una ola identitaria sostenible, total, abrumadora, en ninguna parte del mundo en la que ha existido la oportunidad de cambiar de opinión cada 7 o 10 años. Sí, la identidad colectiva es importante. Pero soportable. Cada día, por ejemplo, yo soporto dos. ¿El político, por tanto, no tenía razón? Con el paso tiendo a pensar que sí. La tenía. Pero en una dirección no prevista por el político. La demanda de identidad ha crecido. Ha crecido de manera apabullante, hasta ser sostenible, total, abrumadora. Determinante. Pero no -o no sólo- en la dirección en la que se esperaba. Ha crecido, en fin, hacia dentro. La identidad hoy no es solo la bandera y la lengua, esos clásicos que tienen sólo algo más de 100 años. La identidad hoy son más objetos que, como también la bandera, eran anecdóticos hace muy poco. Como la comida. O el cuerpo. O el sexo. O el lenguaje. Como la bandera o la lengua, suponen campos de agresión, sobre los que se desarrollan conflictos, que algún día conducirán a la liberación absoluta, a un mundo perfecto. Es decir, aplazan la libertad a algún día futuro. Quizás, los nacionalismos no sólo no han cedido, sino que ha dado pie a micro-nacionalismos, a nacionalismos individuales, a una identidad personal y en conflicto continuo. El nosotros, en fin, ha crecido, pero también los yo. Son tan grandes que, en fin, resulta imposible no pisarlos. Supongo que, ahora mismo, lo estoy haciendo. Pido disculpas por ello. Son disculpas que no serán aceptadas, pues la identidad vive de la agresión, de los pisotones que recibe constantemente, no de las disculpas, no de las caricias.
No puedo argumentarlo aún, pero creo que la identidad es la gran enemiga de la libertad. Creo que tanto yo es la muerte del tú. Creo, en general, que ninguno de nosotros es demasiado importante. Por lo que no creo que lo sea nuestra bandera y nuestro idioma, pero tampoco nuestros alimentos, nuestros cuerpos, nuestro sexo, nuestras opciones, nuestro lenguaje. No lo son cuando sólo son identidad. La identidad empieza a ser lo contrario a ser. Si somos algo, lo somos debajo de todo eso. Debajo de todo eso somos una fragilidad inaudita. Debajo de la identidad seguimos en verdad tan pisoteados como antes de la invención de la identidad.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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