Paseos por el Prado
Iluminar los monstruos de Goya
El Prado acoge una videoinstalación de la artista iraní Farideh Lashai, confrontando de manera póstuma su propio horror con el del autor de Los desastres de la guerra
Miguel Ángel Ortega Lucas 14/06/2017
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Se ha dicho muchas veces que todas las guerras son la misma. Cambian los verdugos y las víctimas, los puñales y el grito; espejos, unos de otros, de la atrocidad y el dolor que anida en el corazón humano, su enfermizo impulso de (auto)destrucción. Cambian la geografía, los rostros, las maneras de matar o de morir (cambia hasta el significado de la palabra guerra: un ejército arrasando a una población que huye, por ejemplo); el aullido es siempre el mismo: este guiñapo de carne y miedo y lágrimas vencido ante el horror, o derrotándose a sí mismo al participar de ese horror multiplicándolo.
El aullido es siempre el mismo, de Troya a la batalla del Ebro. También, seguramente, el horror de los testigos que no entienden.
Entre la España de Francisco de Goya (Zaragoza, 1746 – Burdeos, 1828) y el Irán, el mundo ya globalizado que vio Farideh Lashai (Rasht, 1944 – Teherán, 2013), median dos siglos. Les hermana sin embargo una muerte paralela justo a las puertas de un siglo prometiendo sangre –como todos los siglos–. Uno fue pintor de cámara, primero, y luego de guerra; la otra, pintora y también poeta en su juventud, está considerada una de las creadoras más importantes de Oriente Medio (donde presenció, entre otras cosas, la revolución de Jomeini -1979- y la guerra entre su país e Irak –1980-88–; donde conoció la cárcel, el ostracismo y el exilio). Les emparenta a ambos, a través del río de sangre de los siglos, una obsesión equiparable por el sufrimiento humano, por la capacidad de sufrir y de hacer sufrir del aparato humano.
Tras su muerte, puede que Lashai dialogue ya, cara a cara, con su maestro Goya, al otro lado de la laguna Estigia que vislumbró Patinir. Por eso cobra mayor sentido que sea ahora cuando el Museo del Prado recoja su instalación, su diálogo imposible, en esta orilla, con el aragonés (la muerte siempre sella y da sentido a lo disperso).
Procedente del British Museum y como participación del Prado en la presente edición de PhotoEspaña, se trata de un trabajo extraño, hipnótico, ubicado justo antes de llegar a las pinturas negras (en la sala 66), bajo un título igualmente extraño (fuera de su contexto natural) procedente de T. S. Eliot: “Cuando cuento estás sólo tú... pero cuando miro solo hay una sombra”. La artista iraní vació, por medio de escáner, las figuras de los grabados de Los desastres de la guerra, reelaborándolas y añadiendo imágenes previamente animadas por un foco de luz que va moviéndose de una a otra estampa, lentamente al subir, más violentamente al descender, llevando al espectador en una duermevela que acompaña Chopin, desde los altavoces, en un artificio de luces y sombras. Lashai articula con sencillez un relato fragmentario, en una muestra de cómo con los recursos más elementales puede levantarse una perspectiva nueva de un paisaje sobradamente conocido. Es un trabajo humilde, postrero, arrodillado casi; y quizá por eso tenga alma: glosar a un maestro, apostrofar, digamos, la obra de un gigante de cualquier disciplina artística, sólo puede hacerse con la lucidez y la humildad de quien apenas se sabe en disposición de abrir o cerrar un telón por el que actúe con otros coturnos (otras luces) el protagonista verdadero de la obra.
Lashai articula un relato fragmentario, en una muestra de cómo con los recursos más elementales puede levantarse una perspectiva nueva de un paisaje sobradamente conocido
Es un trabajo sabio, por tanto, que no intenta más que un homenaje y un recuerdo de algo que no terminó nunca, que no terminará de suceder en realidad. Pero posee también, claro, un valor per se, una creación propia y legítima, por encima de otras ponderaciones –para este espectador, al menos–: es el tiempo. Un cuadro es un instante suspendido en el que todo sucede también (como la guerra, como el sufrimiento que produce la guerra) sin tregua. Pero la mirada queda presa generalmente en el espacio; el tiempo transcurre y no transcurre; quedan los ojos enjaulados en una alucinación que sólo a veces se mueve. La astucia –no sabemos si con tal objetivo– de la artista iraní consigue dotar, mediante algo tan sencillo como un charco de luz redondo deambulando sobre las escenas, y el movimiento mismo, casi imperceptible, de las figuras animadas (soldados que asesinan y violan, hombres que mueren, mujeres que se resisten a ser violadas), la ilusión de un drama (la Guerra de Independencia entre el ejército francés y el pueblo español) sucediendo simultáneamente en muchos lugares a la vez; de España o de Persia, de aquel siglo o de éste.
La sencillez –que no simpleza– del trabajo de Lashai consigue dotar de temporalidad a los grabados de Goya como una suerte de película muda, en blanco y negro (los personajes tan lejanos que el espectador tiene que hacer un esfuerzo para saber qué sucede, y quizás ahí haya un pero); como un retablo de horrores superpuestos acusados por el foco tenaz de la luna, o un teatro de marionetas jugando continuamente al mismo juego macabro. Esa luz, de farol mortecino o luna llena, insufla vida a cada situación, centrándose en ella, dejando al resto a oscuras: y se diría que hay ahí un mensaje oculto, callado, según el cual sólo sucede lo que ve la conciencia del espectador, del testigo del desastre; el resto de estampas siguen mientras tanto sumidas en una oscuridad que uno puede continuar oyendo, sin embargo, llena de gritos, de disparos, de chillidos de mujer que se defiende. Como un collage sonámbulo de la desesperación.
La sencillez del trabajo de Lashai consigue dotar de temporalidad a los grabados de Goya como una suerte de película muda, en blanco y negro
Decir que hay en Lashai una intención onírica quizás sea una obviedad o un recurso fácil, pero quizás no lo sea si tenemos en cuenta el contexto. El contexto –una de sus perspectivas inagotables, al menos– es un hombre, un hombre viejo ya cuando pinta esos grabados (“un fue y un será y un es cansado”, dijo Quevedo, otro derrotado glorioso), sumido en la depresión, la sordera y una cohorte de fantasmas muy anteriores a cualquier guerra, y que nosotros no podemos (nadie podría) intuir desde aquí.
A un paso de la vídeoinstalación de Lashai se muestran algunas de las más célebres pinturas negras de Goya. Necesario para el espectador, para entender tanto Los desastres... como la intención de la artista, asomarse a esos cuadros, a esas horrendas radiografías del miedo. ¿Qué son las pinturas negras; de dónde emana esa pesadilla? Los rostros de los personajes transfigurados, desfigurados por el sufrimiento: no son ya rostros humanos; son la máscara cuajada del sufrimiento. Son gente que sufre miserablemente y que no entiende por qué sufre (como todos nosotros, tantas veces). El sufrimiento es así el más cruel, el que no se entiende, el que no parece tener sentido ni propósito ni causa. El dolor transforma y hace ver antes o después la luz; el sufrimiento ciega, sólo presenta el páramo carbonizado, en llamas, del propio infierno. La romería de San Isidro es en realidad una romería de almas en pena en el infierno: los personajes en primer término miran, horrorizados de pavor, algo más allá que se escapa a la realidad del cuadro y que pertenece ya a la realidad del espectador, hacia este borde del grito: ¿qué es lo que miran; qué es lo que están viendo; de dónde ese grito sordo pavoroso que desfigura no los rostros: el cuadro entero? (Confesó una vez Marilyn Monroe: “Conozco muy bien a ese hombre [Goya]; tenemos los mismos sueños, llevo desde pequeña teniendo esos sueños [negros]”. Los ángeles suelen soñar con el abismo; como si lo hubieran conocido antes, o lo intuyeran para luego.)
El grito es sordo en esas pinturas como en los grabados de Los desastres de la guerra, como el propio Goya, que parecía pintar ya haciendo oído sólo a los infiernos. (El maestro Luis Eduardo Aute escribía en su Tríptico de luces y sombras: “Velázquez reveló la fotografía; / Goya la violó.”) Se sabe que Farideh Lashai entró ya en una profunda depresión en 1989, quince años antes de morir. Quizás trataba de encender de nuevo, muy poco antes de irse, el teatrillo del horror que vivía en Goya y vive en la guerra y vivió en ella, también, no sabemos desde cuándo, desde dónde, por qué.
T. S. Eliot, en La tierra baldía, el poema del que procede el título de la instalación (la traducción es nuestra):
...¿Quién es ese tercero que camina siempre a tu lado?
Cuando cuento, sólo estamos tú y yo, juntos,
pero cuando miro sobre el camino blanco
siempre hay otro andando junto a ti,
deslizándose en una capa marrón, encapuchado.
No sé si es un hombre o una mujer.
–¿Pero quién es ése que camina a tu lado?
Siempre hay una sombra, siempre hay una tercera sombra con nosotros, acechándonos (“No, no estoy sola”, decía Alejandra Pizarnik: “Hay alguien aquí que tiembla”). Eso que nos acompaña, eso que tiembla, eso que camina siempre a nuestro lado, quizá para susurrarnos un cuento de terror necesario para saber quiénes somos, es lo que debió de escuchar, irreparablemente ya en sus años finales, Francisco de Goya, en su país desangrándose y en el frío del exilio; lo que también debió de escuchar Farideh Lashai en sus horas más oscuras de la prisión o el destierro. Pero siempre estuvo (está, estará) el arte para hacer respirable ese infierno; el sueño de la razón que produce monstruos. Porque esos monstruos son nuestros: habitan, antes que en cualquier guerra, antes que en cualquier crimen, dentro de nosotros; esos monstruos somos nosotros mismos.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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