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“Los pijos son de otra especie y puedo demostrártelo”. Habla mi amigo El Figa. Le he propuesto acompañarme en las rutas que emprenderemos a lo largo de esta sección de verano sobre calles y barrios de Madrid. O de Madrí, como dice él, y decimos en Levante. Puso una condición: elegir el primer lugar.
— El barrio Salamanca está muy sobado ya—protesté yo.
—Cállate la boca… cállate la boca—respondió.
Y allí que vamos. El Figa es alicantino de extrarradio como el que escribe. Lleva un año en Madrí. En su adolescencia era un cani homologado con la nuca rapada al uno, casco en el cogote, cordón de oro y llaverito de Aprilia. Un cani puro: usaba riñonera cuando ya había pasado de moda entre la tribu (la llevaba colgando del hombro, por supuesto). Mientras avanzamos por el Paseo del Prado (verde árbol, azul de furgones policiales), compruebo el vuelco que ha dado su imagen en los últimos años. Ahora es hipster: ha ido a peor. En verdad, no resulta tan extraordinario el cambio. El cani posee una estridencia y una sobreactuación cuyo núcleo y razón de ser y de prestigio es una virilidad caballuna. La hormonación del hipster se enfoca al intelecto: ver las películas estipuladas, oír los grupos estipulados, leer a medias los libros estipulados; es como ‘ciclarse’ el cerebro con esteroides, lo fundamental es la apariencia y poco importa que por dentro tengas el organismo medio muerto. En ambos casos, se sienten parte de la tribu elegida.
—Fíjate cómo por aquí empieza ya todo a verse más arregladito. ¿Ves o no? Madrí está hecha a conciencia, se va adecentando todo paulatinamente para que cuando lleguemos el lujo parezca hasta natural. En metro no pasa. Te metes por un agujero y sales por otro, ahí sí te das la hostia. Madrí se entiende mejor en metro—explica esto con su camisa abrochada hasta el último botón y su barba espesa, parece un diácono que dedica los domingos a cortar leña.
Nunca he tenido claro si le dio por leer a Erich Fromm y a Pierre Bourdieu antes o después de su hipsterización. El Figa es un tío raro, a veces no responde a las preguntas durante minutos y tienes la impresión de estar hablando solo. También cambia de trinchera dependiendo de cómo se despierte. Hoy parece haber soñado con Gramsci. Pero por lo que sea, todos los domingos electorales se ha levantado siempre con el mismo pie: vota PSOE
El Figa es un tío raro, a veces no responde a las preguntas durante minutos y tienes la impresión de estar hablando solo. También cambia de trinchera dependiendo de cómo se despierte
Abandonamos Paseo del Prado y subimos por las calles interiores para llegar a la Puerta de Alcalá. Las casas empiezan a rizar ribetes en la piedra limpia y nos topamos con el primer Range Rover (el coche favorito de la Gürtel) todavía un poco polvoriento. Las terrazas de la rotonda de la Puerta de Alcalá empiezan a ajardinarse y a bruñirse. Campan hordas de japoneses, pletóricas, bajo efectos de ese ácido llamado turismo a destajo.
—Joder, las terrazas—se queja El Figas, enervándose demasiado pronto.
—¿Cómo?
—Mira—señala a la pastelería Mallorca, que es lo primero que se encuentra uno en la calle Serrano.
Explica que un poeta que ahora no recuerda escribió que los bares daban la medida de un lugar. Yo creo que se lo inventa, que ningún poeta ha dicho eso y que lo hace para barnizar sus ocurrencias. Acordaos de que es hípster. Umbral lo hacía también: “como dijo aquel”, soltaba para cerrar algunas piruetas (aunque en su caso, se comenta, era una estrategia para maquillar la elevada cifra de hurtos literarios que se regalaba). El Figa se cree, en definitiva, que sus ideas merecen que un poeta las hubiera escrito. Señalando a la terraza del Mallorca apunta que una de las dos hileras de mesas tiene dispuestas las sillas de manera que los clientes miran de frente a la calle, solo de frente, como si estuvieran en un palco y fueran espectadores de quienes discurren por la acera y la carretera: “Ese es el espíritu del barrio, te lo avisan nada más entrar”, sentencia El Figa, conspiranoico. En una de esas mesas, una joven de muñecas vagas fuma de una cajetilla extraña, parece algún tipo de tabaco Light, que es el que consumen quienes se piden los cubatas con Aquarius. Quizás no lo dijo un poeta, pero los bares hablan. Recorremos las calles aledañas a Serrano. Localizamos la pintura verde de los aparcamientos para residentes, ahí es donde se ven las tripas de los barrios de Madrí. Muchas terrazas del barrio pijo construyen su propia realidad, sigue analizando El Figa. Se montan sobre tarimas, por lo que hay que ascender para tomarse un café, un peldaño solo, sí, pero es suficiente para separarse de la baldosas llenas de colillas y chicles remachados que son, lástima, como casi todas las de la ciudad; esos espacios se acotan con paredes de cristal. A mi amigo le sudan los párpados. Le suplico que se desabroche el último botón del cuello de la camisa. Tuerce el morro. No lo hace.
Muchas terrazas del barrio pijo construyen su propia realidad, sigue analizando El Figa. Se montan sobre tarimas, por lo que hay que ascender para tomarse un café, un peldaño solo, sí, pero es suficiente
Cotilleamos por las ventanas de otros locales. Las sillas de los restaurantes están mayoritariamente acolchadas. Algunos funcionarios del capital almuerzan con el mismo despliegue de calma que los funcionarios del Estado. El traje y la gomina efecto mojado sugieren acción, intrepidez, business, pero es mentira. Solo aquí se almuerza con servilletas de tela. También preparan junto a cada plato un paquetito en el que la servilleta envuelve los cubiertos y se cierra con una fajita con el nombre del restaurante que recuerda a las vitolas de los puros. En otro local, este de comidas, llamado La Máquina, cada mesa dispone de un cubo bruñidísimo para enfriar botellas (estarán en algún botellero: ordenaditas unas sobre otras como en una foto de graduación). Son cubos siempre preparados para celebrar algo. Hay una evocación de asueto en todos los instrumentos de estos establecimientos.
Durante los meses activos, ahora ya estamos en pleno verano, en estas calles hay un mayor número de coches de lujo. Aun así, vemos Jaguars, más Range Rovers, Audis… Tienen la chapa tan pulida que no les afecta de igual manera la cascaruja que cae de los árboles. Quizás, al ser árboles urbanos y no de bosque, sueltan la broza con cierto clasismo; algo parecido ocurría durante la guerra, los aviones franquistas solían olvidarse del barrio de Salamanca a la hora de bombardear, y algunos sindicatos y organizaciones de izquierdas se resguardaban aquí. Ver a un sindicalista de entonces caminando por aquí causaría un efecto semejante a ver un Seat Panda entre dos Chevrolets.
Bajamos a Serrano. Vemos a un chaval de veintitantos años probándose unas gafas de sol en una tienda que se llama Sunglass Hut. Se coloca la montura y revuelve la cabeza mirándose al espejo, se agita el pelo como fingiendo brisa de proa. Mi amigo destaca el pantalón cortísimo y el pelo de pecho que le asoma por el cuello de la camisa algo desabotonada. “Me juego el cuello a que se echa mascarillas ahí también”, suelta. Luego me expone otra teoría según la cual en las parejas ricachonas hay siempre una descompensación de bellezas: “No se emparejan por atracción natural; siguen la lógica de las subastas, se hacen Opas”.
Seguimos. El Figa va con la nariz levantada, husmeando. De algunas de las tiendas de lujo sale un olor tropical a coco químico y luz halógena, de otras una mezcla de cuero y colonia fresca. Son aromas sintéticos, falsos como activos financieros.
Unos minutos después, El Figa acelera el paso: “Vamos al cajero”.
—¿Tienes que sacar dinero?
—No, qué va, yo aquí no saco. Una vez lo intenté y me salió en la pantalla que no disponía de billetes inferiores a 500 euros, ¿sabes o qué? Cuando probé en otro, la tarjeta se había desimantado del susto.
Me río y él me mira serio, extraviado, rescatando de pronto aquellos ojos suyos de parking de discoteca. En el cajero hay cola, me agarra del brazo; nos colocamos en la fila. “Otra especie, macho, otra especie”, repite, entusiasta, como quien da con un hallazgo. Delante hay dos ejemplares de ricachones: hembra y macho. Hay que decir que esta mañana cuesta encontrar pijos puros: para algo han destrozado las costas del Mediterráneo. Me dice por señas que huela.
Nos despegamos y me expone su teoría, o su ocurrencia de la mañana, sobre el olor pijo. Explica que su motor de vida es la distinción, el sofisticarse y alejarse del resto de mortales. Y que cuando a todo el mundo le dio por ducharse a diario, ellos empezaron a restregarse con más rabia y a untarse en barro y a frotarse con “microcristales y movidas”; todo con desesperación, empujados por “un pánico burgués que no recordaban desde la Revolución Rusa”.
—Y así pasa, se han jodido la piel, se quedaron sin Ph o algo, y eso mezclado con los perfumes dulzones que se echan… No huelen como nosotros. A mí me marea un poco, ¿a ti no?—se le nota agitado.
No sé qué decir. Lo cierto es que los tipos del cajero exudaban un olor cansino como a esencia de mazapán; pero hay otra cosa que me lleva preocupando mucho toda la mañana.
—Oye, ¿es que los hipsters no tenéis ropa de verano?—El Figa se calla de nuevo.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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