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—Mira, los mensajeros del infierno—El Figa se rebusca un bolsillo y no saca nada.
—¿Quiénes?
—Yonquis, nano, yonquis.
Vamos subiendo por la calle Embajadores. Técnicamente no podemos verlos, ellos se colocan más arriba, en la esquina de la boca del metro, para esperar a las cundas, o sea, a los taxis de la heroína. Pero ‘El Figa’ no se refiere a ellos. Me obliga a detener la marcha: “Míralos”, indica con la barbilla. Bajan tres chavales engominados, con carpetas en las manos: son comerciales picapuertas de las eléctricas. “Son precarios eufóricos, adictos a la adrenalina publicitaria, a las técnicas de manipulación; están enganchados a ese subidón que les da ver viejas confusas rellenando un formulario, y bueno, a la farlopa también”, resume. Los vemos cruzarse con nosotros, engominados, las caras suavizadas con el after-shave de sus padres, bamboleando los hombros como pandilleros con traje, apartándose tajantemente los cigarros de las bocas (de las varias bocas que tiene cada uno) y con sonrisas de burla. “Van haciendo recuento de víctimas”, asume mi amigo.
En la glorieta que da paso a Lavapiés encontramos a los yonquis que entendemos como yonquis y que, en realidad, pertenecen al siglo pasado. Se diferencian de los otros porque éstos, en esencia, solo se destrozan a sí mismos. Uno de ellos nos mira: tiene un ojo hinchado y el otro que parece eructar un último reflujo de opio. Se pone a bailar: le pica la camisa. A El Figa le da pena, pero sus penas duran lo que un plato de degustación. Será la última vez que muestre compasión hoy.
“¿Lavapiés?, va, va…”, el colega se frotó las manos cuando le propuse el nuevo destino. Se le afilaron los dientes tanto como cuando fuimos al barrio de Salamanca: cosas del centrismo. Como buen votante socialista (cosa que no le gusta reconocer), cree que ser rojo (rojo con complementos de rojo y comportamiento de rojo) dejó de tener sentido a final de los setenta. Para él, sólo se puede ser rojo en la nostalgia, mirando hacia atrás. El Figa es de los que regatea a los lateros de Lavapiés. Ha ocurrido muchas noches. Se acerca el hombre con su carrito de mercadillo, haciendo sonar las latas (“cerveza, señor, cerveza”), y él intenta reducir el precio, aunque sea veinte céntimos: le va la dignidad en ello. “Hay otro que las cobra a un euro”, se lo inventa para negociar. Luego el señor vuelve cuatro veces, porque los vendedores fingen que no se acuerdan de tu cara y confían tanto en el sonido de las latas que hacen chasquear sin pausa como Pavlov confiaba en su campanita (que en realidad era un metrónomo). El Figa regatea y, cuando le recuerdo que se gastó ciento y pico euros en un reloj inteligente, responde: “Ya, pero es que este”, levanta la muñeca, “me mide las pulsaciones y me dice si duermo bien y eso”. Y, claro, te deja sin argumentos.
Para él, sólo se puede ser rojo en la nostalgia, mirando hacia atrás. El Figa es de los que regatea a los lateros de Lavapiés
Callejeamos antes de meternos en política, es decir, de sentarnos en alguna terraza a espiar conversaciones. Por varias calles se levantan muros resquebrajados de viejas construcciones como el edificio de la tabacalera, y por ellos trepan pinturas murales casi frescas. La piedra antigua no se ha demolido ni pulido sino que se ha parcheado con arte; ante ese solapamiento entre lo nuevo y lo leproso, resulta imposible creer que tu tiempo es más crucial que otros: desaparece esa soberbia histórica que sufrimos todas las generaciones.
—A mí, Lavapiés me recuerda a un pueblo—va diseccionando El Figa, medio admirado—. Aquí la gente anda como por los pasillos de su casa. Los negros, los indios, los punkis no se sientan en los bancos, fíjate, se recuestan. Parece que te has colado en la casa de alguien; una casa a la que, por otro lado, podrían pasarle una bayeta de vez en cuando.
Subimos hacia la recién bautizada plaza de Arturo Barea, antes conocida como la de Agustín Lara o la de Escuelas Pías, y encontramos, en un pequeño parque, un par de neveras, sillas, un sofá, una mesa. Están en desorden y nadie las vigila. Es cierto, Lavapiés suena a pueblo, y a ese aura contribuye que algunas calles huelen como a beber agua de una manguera de goma. En la plaza se amontona la gente a la sombra, bajo un techado. Son inmigrantes africanos, aunque también suele merodear una pequeña muestra de españoles: chicas con media cabeza rapada y chicos barbados y con dilataciones en las orejas y años de gas de litrona sedimentados en la garganta. Siempre hay alguna guitarra que suena floja y sin brillo como si en vez de con madera, la hubieran construido con cartones de leche. La escena recuerda a esas imágenes en que los pingüinos se esparcen por la costa esperando que alguna señal del clima -algo que no pueden controlar pero de lo que son rehenes- les indique que es el momento de moverse y buscar algo mejor. Pero aquí, en Madrí, la señal nunca llega.
Es cierto, Lavapiés suena a pueblo, y a ese aura contribuye que algunas calles huelen como a beber agua de una manguera de goma
—Vamos a dejarnos de ñoñerías y vamos a los indios—se impacienta el Sancho Panza hípster—. Ahí está el mayor desafío de Lavapiés, un desafío de resistencia deportiva y moral. Y escríbelo así, no me jodas. Que luego te inventas la mitad de lo digo—y me golpea la libreta con el dedo.
—Que sí, que sí…—le aparto la mano y tomo nota.
Como El Figa ordena y manda, subimos para enfilar del tirón la calle Lavapiés, que es la que baja hasta desembocar en la plaza principal. La idea es despeñarnos por esa cuesta como hacen los ingleses de Brockworth persiguiendo un queso, solo que aquí perseguimos nuestra supervivencia y nuestra perseverancia: en resumidas cuentas, se trata de no acabar sentado en ninguno de los restaurantes indios que atestan la calle.
—Si pasas alicaído o bajo de moral por aquí, antes de que te des cuenta estás sentado en una mesa y con un camarero al lado que te ha puesto babero y te está metiendo arroz en la boca y panes con salsa, y salsa con arroz, y pan, y salsa. No te puedes quedar parado, ni escucharlos mucho: eso para ellos es un contrato verbal, bueno, gestual más bien—me prepara.
Bajamos a lo bruto, sin calentar. Nos acercamos al punto clave: aguardan con las cartas en la mano unos nueve o diez camareros que parecen cientos. “¿Para comer? ¿Menú? ¿Comida, joven?”. Primero decimos que no, luego callamos, al final intentamos esquivarlos hacia un lado y nos acechan más por el otro flanco: “¿Para comer? ¿Menú? ¿Comida, joven?”. Te siguen un par de metros, insisten. Voces con dedos, cartas con boca: “¿Para comer? ¿Menú? ¿Comida, joven? ¿Menú?”. Camisetas, polos color de salsa. Desde las mesas, nos miran clientes con cara de no saber cómo han llegado allí. Como si pudiéramos pararnos a explicárselo.
Conseguimos escaparnos: al llegar abajo, a la esquina de la plaza, nos detenemos para respirar. Pienso en preguntarle a El Figa qué dice su reloj inteligente de todo esto. Pero, entonces, se nos acerca un joven trapichero de los que se pasan allí la vida (el ayuntamiento debería ponerlos en nómina) para preguntarnos si queremos droga. Entre jadeo y jadeo, decimos que no. De pronto, el chaval, que había ofrecido sustancias ilegales con naturalidad, se tensa, mira hacia los lados y nos propone lo inimaginable: “¿Comida india?”.
Huimos, huimos sin mirar atrás, y eso que nos encanta el pollo tikka masala… Entramos en Argumosa, la calle de las terrazas y los árboles siempre amarilleados por la tarde -aunque sea de mañana o de noche-. Bares ancestrales con barras de cinc y azulejos pringosos de croquetas fritas allá por los 70. Restaurantes senegaleses que huelen a campo abierto. Tabernas asturianas. Frecuentemente, estas mesas las pueblan cervezas y conversaciones políticas. Aquí se nota el activismo por la vestimenta, y eso a El Figa lo pone muy sarcástico. Dice que no entiende esa necesidad de privilegiarse intelectualmente; que ese tipo de gente tiene la ideología tan tumefacta que ya no les cabe en el cerebro y, por pura física, acaba rebosando en forma de estética, de gestos.
—¿Y tus pintas qué son?—le pincho.
—No es lo mismo… Yo soy postmoderno.
—¿Y eso qué es?
—¿Que eso qué es?—El Figa da una calada al cigarro, pone los ojos en blanco, suelta el humo y repite—Que eso qué es, dice…
Ahí queda la explicación. Y lo más sorprendente de todo es que El Figa no fuma. Para que esta escena sea creíble tendría que haber ido a un estanco, comprar tabaco, abrir el paquete y encendérselo. Pero no sucede nada de eso, el cigarro se materializa en su mano y parece de repente que lleva veinte años tragando nicotina con el único fin de hacerme aquí, hoy, este gesto de desprecio. En parasicología a esta movida la llaman ‘aporte’ y, como aquí, el autor es un fantasma.
Nos sentamos en una terraza al lado de un treintañero con camiseta verde militar, boina sobre calva, aro de plata en la oreja y barba crespa como de hámster secado con aire caliente y difusor. Habla con una chica: no tenemos ángulo de visión como para describirla. Pedimos café.
Nos decidimos a espiar la conversación de al lado cuando una de las muchas personas que atraviesan Argumosa pidiendo monedas se detiene ante ellos. Cuando el mendigo ha terminado su explicación, el chaval le regala un largo razonamiento de por qué no va a darle dinero. Al limosnero le cabrea aquello y, de hecho, le enfurece más que la negativa seca que El Figa le da a continuación: mi compañero no le deja ni siquiera terminar su alocución. “La mente humana, se dedique a lo que se dedique, acaba midiéndolo todo en términos mercantiles y de intercambio. Y eso es así, te pongas como te pongas. Ellos valoran los gastos y los ingresos, y entienden que si oyes todo el discurso ya se ha producido parte de la transacción y tienen derecho a la parte que les corresponde. Si no vas a darle nada, ser brusco es lo más piadoso y solidario”, pontifica mi colega, muy solchaguista.
Los dos amigos se están midiendo en la precariedad. No sabemos si en Lavapiés se liga así. “Yo lo único que tengo es un coche y un garaje”, dice ella. “Pues yo una furgoneta”, apuesta él. Empiezan a hablar de alquileres y de forma impredecible el chico acaba soltando una pulla de alto voltaje político: “Es que los constitucionalistas demócratas sois muy así”. La chica se ofende. “A ver, qué quieres decir con eso porque a mí mucha gente me llama radical”.
—Te lo llamarán los fachas. Los fachas llaman radical a lo que no es. Si miras la RAE, no significa lo que ellos dicen, y tampoco es que yo sea fanático de la RAE, pero…—a cada instante, él cree conveniente aclarar de lo que no es fanático y matizar bien qué le hace sentir cómodo y qué no… Necesita definirse continuamente, acotarse.
La chica –de la que seguimos conociendo solo la espalda- cuenta que tiene una amiga que vota al PP por tradición familiar, pero que no es de derechas, que si la escuchas, demuestra que su ideología no coincide con la derecha. “Si vota al PP es de derechas”, cataloga él, clavando el dedo índice en la mesa con vehemencia como si la mesa tuviera una opinión al respecto. Ella argumenta con calma que no tiene por qué y explica que su amiga a veces se ve atacada y cuestionada por muchos amigos y se siente mal. “Es que yo me sentiría atacado por ella, porque ella vote al PP luego está el país como está”, sentencia con la boina.
El Figa no puede hablar. Estamos demasiado cerca, nos oirían. Intenta comunicarse con los ojos y la boca, pero no hay forma, y empieza a echarle humo la cabeza. El Figa sin poder teorizar a lo loco se evaporaría. Nervioso, al borde de la inexistencia, agarra su móvil y me escribe: “Le atribuye consecuencias colectivas a actos individuales, descuidados y casi inconscientes. Esa chica vota al PP por inercia, pero él retuerce la cosa para poder culparla de algo más grande que ella, y así consigue separar el mundo entre justos e injustos y duerme tranquilo. La clave del activismo es catalogar al enemigo”.
Seguimos escuchando. El chaval en ningún momento almibara la temperatura de la charla. Es ella la encargada de relativizar, bromear en momentos clave, oxigenar y, sobre todo, no opinar con rotundidad: pone siempre un ‘creo’ delante, o formula sus ideas en forma de pregunta, de incitación al debate. “Patriarcado conversacional”, define El Figa cuando nos marchamos.
—Eso te ha quedado de lo más errejonista.
—¿Errejón?—se subleva y se pone cani—. Errejón me come a mí…
—Déjalo, Figa, es igual.
Abandonamos Lavapiés en silencio. Hay algo que me lleva mosqueando un rato. Finalmente, me decido a preguntar. Me cuido mucho de fingir normalidad.
—Tío, invítame a un cigarro.
—¿Qué dices? Si yo no fumo.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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