Tribuna
Ballenas o gallinas. Atrapados con Puigdemont entre dos juegos
Las dinámicas en curso dejan escaso espacio de maniobra para una salida que no debamos lamentar. Esto debería impulsar a la ciudadanía consciente a presionar a favor de medidas de desescalada de la tensión
Martín Alonso Zarza 16/08/2017

Carles Puigdemont.
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Debo empezar por dos precisiones cautelares. La primera para dejar constancia de mi respeto a la institución del Gobierno de Cataluña, que no se debe confundir con el análisis que se llevará a cabo del desempeño de quien ahora la ocupa; Puigdemont no es Cataluña. Es su desempeño, en cuanto que supone el ejercicio de una función pública, el que es objeto de este artículo; de modo que las referencias al titular lo son solo en esa medida, no en ninguna forma de lo que podría conceptualizarse como argumentos ad hominem. No hay nada personal en lo que sigue, no interesa más que la dimensión pública de su rol. La segunda observación es para expresar que el firmante desearía estar rotundamente equivocado en las previsiones que se desprenden de su análisis, porque no son precisamente halagüeñas.
Se trata de ofrecer aquí un dibujo del momento actual del proceso y, sobre todo, de los riesgos que prometen las estrategias de los actores. Se aprovecha de manera laxa la perspectiva de la teoría de los juegos para dar cuenta de las constricciones que determinadas situaciones imponen al espacio de decisión de los protagonistas. Para ello, un primer apartado se aproxima al concepto de liderazgo mesiánico, el segundo rastrea las afinidades electivas entre esta figura y el perfil psicológico de Carles Puigdemont, tal y como ha sido mostrado tras su nombramiento. Se destacan dos aspectos de la fórmula cualitativa de su identidad personal: catalanidad y catolicidad. Se analiza en tercer lugar el papel de los medios de comunicación en el embellecimiento de la figura del líder patrio –el tercer ‘cat’ de su definición: la “catodicidad”–. Por último, se exploran las características de las estrategias de los jugadores con vistas a anticipar las consecuencias esperadas de la combinación de las lógicas perversas que dibujan los guiones de dos juegos conocidos, el de la ballena azul y el del gallina. La conclusión señala que las dinámicas en curso dejan escaso espacio de maniobra para una salida que no debamos lamentar. Lo que debería impulsar a la ciudadanía consciente a presionar a favor de medidas de desescalada de la tensión, especialmente, claro, en quienes tienen la principal responsabilidad en la escalada.
La masa mítica del líder
Las anécdotas son una vía privilegiada para acercarse a realidades no directamente observables. He aquí una doble contada por dos de sus biógrafos:
«A vegades Carles Puigdemont pot portar el seu catalanisme a l’extrem, fins al punt que descol·loca als seus companys. Abans quan feia servir l’autopista sempre passava sota els rètols que posava “peatge”, mai sota els de “peaje”, “per si ens compten”, deia. Una cosa similar feia quan ha hagut d’anar a Madrid en avió. En lloc d’agafar el Pont Aeri, sempre aprofitava vols internacionals, encara que fossin més cars (per exemple un Barcelona-Brussel·les-Madrid); així entrava per la porta de vols internacionals i en lloc del DNI havia d’ensenyar el passaport».[1]
La anécdota no tendría más recorrido si el protagonista fuera alguien corriente o, si aun siendo importante, la rareza expresada fuera irrelevante para la función que desempeña. Como no es el caso y como los perfiles psicológicos de los líderes tienen consecuencias políticas la anécdota es algo más. Sobre todo si el rasgo que revela viene reforzado por otras expresiones. Parece que es el caso. Así, con motivo de la presentación de la reedición de su libro Cata… què, con prólogo de Artur Mas, recordó que harto de que le preguntaran Cat… what en las recepciones de los hoteles optó por registrarse por la noche, porque a tales horas «había personal de servicio que era gente inmigrante, acabada de llegar, con un nivel de inglés o francés peor que el mío y podía colar el carnet de nacionalidad catalana que llevaba en el bolsillo y así nadie discutía mi nacionalidad». Hasta la fecha no tenemos noticia del carnet en cuestión. Esta tercera anécdota apuntala la hipótesis de la fijación, todavía más si no fuera del todo verdadera. Pero la cuestión de la posverdad no es el tema de este escrito, sino el de la importancia social de los rasgos de la identidad psicológica del president.
Los guiones mesiánicos son prescriptivos, conforman un universo determinista en el que los actores no tienen derecho a decidir porque la necesidad histórica les marca constrictivamente el camino
Unos rasgos que, de confirmarse, vendrían a sumarse a una apretada estantería de figuras históricas que ha definido con afilado bisturí el músico balcánico Goran Bregovic: «políticos pequeños que creyeron interpretar personajes históricos» (El País, 16/03/2009). De otra manera, personas que se creían personajes, porque, como escriben Marx y Engels en el «Prólogo» a la Ideología alemana, los frutos de su cabeza acabaron por imponerse a su cabeza. ¿Cuál es la figura más poderosa para un personaje político? La del mesías. Quienes la interiorizan comparten la convicción cuasi mística de estar investidos para ejecutar una misión trascendente y no tienen dificultad para encontrar indicios premonitorios de esta elección por la providencia. Para el caso que nos ocupa, así lo presenta Marta Suárez en una entrevista al president (Vanity Fair, 01/11/2016): «Al president ni el caso Pujol ni los cobros del 3% ni el caso Palau le parecen corrupción en su partido. Él vive persuadido de que tiene que cumplir una misión histórica. Su objetivo es celebrar un referéndum sí o sí». Es el margen de libertad que le deja su papel. Tan convencido está de su misión que su muy buen amigo y correligionario nacionalista –director de El Punt Avui del que el president fue redactor jefe– Xevi Xirgo no duda en sentenciar: «Él seguirá hasta el final». Los guiones mesiánicos son prescriptivos, conforman un universo determinista en el que los actores no tienen derecho a decidir porque la necesidad histórica les marca constrictivamente el camino. Aquí nos encontramos con una paradoja propia de la retórica constituyente: el relato que el protagonista ha fabricado para manufacturar una realidad a la medida –la independencia como causa nacional– se impone como un mandato que él debe cumplir so pena de quedar desautorizado por la historia por haber traicionado a su misión. (Hay otra paradoja: el relato debe construir la identidad coyuntural –el independentismo mayoritario y transversal– pero a la vez debe aceptarla como realidad preexistente e impulsora del proceso del momento presentado como una recuperación de una existencia arrebatada: fuimos, somos, seremos). «Estoy dispuesto a ir a la cárcel», explica en Vanity Fair, en un apéndice del mesianismo que enlaza con otra figura de prestigio, la del mártir. El guion establece que el héroe debe estar dispuesto a pagar un alto precio para traer la salvación –la independencia– a su oprimido pueblo.
Naturalmente la persona designada para tal misión no puede ser un cualquiera sino que debe tratarse de alguien a la altura de la tarea. «Soy el presidente 130 de la Generalitat», aduce para mostrar que hay una legitimidad superior a la de la Constitución Española –la pátina de antigüedad es un potente artefacto persuasivo–. Esta investidura metapolítica es perceptible cuando declara que no obedecerá al Tribunal Constitucional si este desautoriza el referéndum (La Vanguardia, 25/07/2017). Metahistórico y metapolítico es igualmente el cometido del líder. No sabemos casi nada de la Ítaca añorada hacia la que se zarpó ni, sobre todo, de los enormes costes de la supuesta singladura. Pero se le supone su virtud de remedio universal (panacea mesiánica): resolverá de una vez por todas las insatisfacciones seculares de los catalanes. Aquí el mesianismo se trasmuta en taumaturgia: La tierra prometida es el milagro que traerá el líder: «mi obsesión no ha de ser ver la independencia, sino hacerla posible algún día» (L’Avenç, n.º 433, abril 2017).
Y en escatología: la religión política nacionalista es un mesianismo que anuncia un final de plenitud, en Ítaca o Jauja. El mesías será Moisés aunque tenga que pasar por la tercera m, la del mártir. También será la tercera reencarnación de Moisés desde la Transición, tras Pujol, que representó su papel en la misma Tierra Santa por mor del realismo y Mas que se contentó con copiar el cartel de una película de éxito para invocar «la voluntad de un pueblo» en las elecciones que debían ser decisivas pero le restaron 12 escaños. El mesianismo replica la paradoja de la retórica constituyente, crea al pueblo a cuya voluntad dice representar; como el marketing produce la necesidad que promete satisfacer –un Estado propio, en vez de, por ejemplo, una sanidad pública digna que el proveedor autoproclamado puede ofrecer en exclusiva–. O para decirlo en un lenguaje de otra escudería: el órgano crea la función.
El líder mesiánico está imbuido del pathos de su misión providencial. Cree en ella con la fe del carbonero y del iluminado. Hay muchos ejemplos en la historia de estas figuras, aquí traeré el de Hitler, que puede ser considerado desde esta óptica haciendo abstracción de las consecuencias de sus particulares convicciones como Führer de un Reich milenario y representante homologado de la voluntad de un pueblo (Volk). Como escribe Ian Kershaw tratando de buscar una explicación a la seducción del nazismo, fue determinante la creencia del autor de Mein Kampf en su propio mito. «Recorro con la seguridad de un sonámbulo el camino que trazó para mí la providencia», se desnudó ante un gentío en Múnich el 14 de marzo de 1936. «Pocos tuvieron entonces [concluye Kershaw] la capacidad de previsión suficiente para darse cuenta de que el camino trazado por la providencia llevaba al abismo».[2] El modelo ha sido replicado hasta la saciedad, también desde el mesianismo de despacho, como ilustra el padre de la patria serbia, Dobrica Cosic, fallecido hace tres años y tan responsable como Milosevic de la destrucción de Yugoslavia.
Perfil psicológico: cat-1
¿Cuáles son los rasgos distintivos del perfil psicológico de los personajes imbuidos de espíritu mesiánico? Hay numerosos estudios sobre ello pero todos coinciden en un denominador común: una abultada autoestima. En realidad en muchos casos cabría conjeturar que la superioridad étnica atribuida al propio colectivo no es más que una exudación de la superioridad personal percibida. Por eso una de las variables de estudio obligado en los episodios de convulsión social es la personalidad de los líderes y la relación entre esta personalidad y la construcción simbólica de su personaje.
A menudo el análisis de las circunstancias concretas revela la distancia sideral entre la épica construida y la prosa realista. Baste recordar para el caso que nos ocupa que el protagonismo de Puigdemont es consecuencia del hundimiento de Mas –que se lo saca de la chistera con el pulgar, en un procedimiento nada heroico– y del subsiguiente matrimonio de conveniencia entre dos actores enfrentados, la alianza JxS y la CUP. Puigdemont es el fruto de un trueque de radicalidad por identidad, con el resultado de un pacto que puso a JxS al diapasón de la radicalidad de la CUP y colocó a la CUP en la pista de patinaje etnoidentitaria.
La manera más directa de aproximarse al perfil psicológico de un líder es a través de las autodescripciones que de sí mismo hace. En las piezas que he leído la biografía del personaje se articula en los tres momentos clásicos del discurso dramático, aunque desde luego él mismo no lo formule de esta manera: el planteamiento con la propuesta de unas condiciones favorables de partida, las dificultades que se cruzan en su camino y el happy end resultado de la voluntad disciplinada del héroe. Voy a seleccionar como material principal para este análisis una pieza de una revista cultural prestigiosa, la entrevista de 12 páginas largas en L’Avenç (n.º 433, abril 2017). Que sea una revista prestigiosa y que el entrevistador sea el mismo director es un dato en absoluto irrelevante porque muestra el grado de susceptibilidad al carisma del personaje.[3]
En esta entrevista Puigdemont muestra al lector una imagen sólida: «Me considero con ánimo y con fortaleza interior para afrontar los retos. Nunca me han asustado». Recuerda la dureza de su infancia en la que proyecta retrospectivamente una suerte de predestinación providencial: «Seguro que en la aceptación de aquellas condiciones y sabiendo lo que me esperaba de la responsabilidad como presidente había en aquel niño de Collell [el internado de sus estudios] aquel carácter que le va a convertir en superviviente». Allí, en el muchacho de Collell, está ya prefigurada la imagen del héroe destinado a salvar a la patria en trance. La idea de sí mismo como superviviente [sic] se repite: «una vez más el muchacho de Collell sobrevive, porque cuando viajas por el mundo a veces te has de enfrentar a tareas complicadas». Sin comentarios: era el viaje por Europa en un año sabático. Pero esta idea de superviviente es la que traslada como diagnóstico a la situación en la que es designado a la más alta magistratura. Cuando el presidente que le propone lo hace con estas premisas –en sus palabras–: «esto está a punto de naufragar y si vamos a elecciones no sé qué pasará». El designado (se) responde: «No puedes decir que no». No nos preguntamos si era Cataluña o eran sectores particulares los amenazados por el naufragio; tampoco cómo quien se dice radicalmente demócrata y ha hecho el evangelio de la urna acepta el cargo porque teme el resultado de unas elecciones y sin que medie ninguna votación. ¿Quién tiene miedo a las urnas? ¿Es entonces fiable su convicción de la pasión mayoritaria por la independencia que repite insistentemente en la entrevista? Pero sigamos con el perfil. Se siente un hombre al que lo fácil le aburre y le llama lo difícil. «No me espantan los retos difíciles [valga el pleonasmo]; tenía un perfil con mucho arrojo (coratge) para asumir un reto difícil».[4] Como dice en otra entrevista ya citada (Vanity Fair, 01/11/2016), porque ya había forjado ese carácter en la niñez: «afronté a una edad muy temprana la dureza de la vida». Son méritos propios: «Soy una persona que me he cultivado a mí mismo». Aunque estaba en CDC desde 1983 –veremos luego si esta afiliación puede tener que ver con su carrera profesional, aunque sobre esto ni palabra en la entrevista– y venía de una familia que tenía una pastelería y no debió pasar especiales apuros económicos ni políticos. Parece en todo caso que, a diferencia de muchos españoles, no tuvo que emigrar para buscar un sueldo.
He hablado antes de la proyección de las afecciones psicológicas a la sensibilidad colectiva aplicada a esa comunidad percibida que es la patria: Puigdemont se refiere en la entrevista a la autoestima de Cataluña en una finta típica de los organicistas románticos instalados en la Volksgemeinschaft. En realidad para nuestro personaje no hay solución de continuidad entre su alma y la de la patria (Volksgeist). Cuando le pregunta Marta Suárez (ibídem) «qué es ser nacionalista», tiene la respuesta lista: «Si es [la pregunta] a un catalán, es un demócrata que quiere lo mejor para su nación, Cataluña y defiende sus valores». (Naturalmente no vale lo mismo para otros nacionalistas, en un ejemplo palmario de significado no flotante sino oportunista). Cuando Josep M. Muñoz le pregunta en L’Avenç por su sensibilidad, Puigdemont se explaya: «He sido siempre progresista. […] Soy un antidogmático total. Tengo alergia a la ortodoxia. […] No soy una persona de las que la ideología se sobrepone a la razón. […] El sectarismo me crea urticaria.[…] Soy independentista, progresista y demócrata, con un profundo compromiso social y público. […] No soy un conservador, eso es seguro».
Pero lo que sobresale en su autodescripción es la tinta heroica. Los héroes advienen solo cuando el mundo está a la altura de su bravura. «Cuando todo estaba en contra, sí que me interesaba hacer política». Así, dice, se incorpora a la lucha en CDC en 2007 porque entonces está desarbolada; hace lo propio para presentarse a la alcaldía de Girona y acepta el reto de Mas para salvar del naufragio a CDC (apenas separable de Cataluña, por ese poder de la lógica patrimonializadora que convierte a una minoría autoproclamada en titular de la nación, imperante en los nacionalismos).
El héroe necesita un desastre productivo que sirve de trampolín para su epifanía. Con esto pasamos al nudo de la trama expositiva. El personaje se enfrenta a acontecimientos cruciales que marcan su biografía. En las crónicas de Puigdemont nunca falta el episodio del accidente del Seat Panda –sin dudar de su veracidad no estaría de más alguna fuente externa–[5] al que atribuye un papel decisivo: explica por qué no terminó la carrera de filología catalana –«el vínculo que me lleva al catalanismo, al nacionalismo, al independentismo y da sentido a mi acción política y profesional», para afirmar el primer ingrediente ‘cat’–, le obligó a doblar los turnos de trabajo en El Punt para pagarse otro coche, le permitió escaquearse de la mili y, sobre todo, para este enfoque del personaje-mito es la ocasión de una suerte de revelación –un elemento característico de estos guiones–: «Me di cuenta de que la vida puede durar muy poco. Allí mismo decidí hacer las cosas cuando tocan» (Vanity Fair, 01/11/2016). La última frase tiene el aliento misterioso de las sentencias oraculares. Sin embargo Puigdemont no cuenta que una semana después, el 1 de febrero de 1983, (el accidente ocurrió «la noche del 25 de enero de 1983», según refiere a Vanity Fair, subrayando un cierto carácter fetichista en la fecha), ingresó en CDC, según el periodista que le pregunta en L’Avenç; lo cual tiene un doble significado, que el accidente no debió ser muy grave si estaba en condiciones de estar haciendo gestiones una semana después, y que esa afiliación puede haber tenido algún papel en su carrera, no en la política lo que es lógico, sino en la profesional, habida cuenta de las afinidades electivas entre esa sensibilidad política catalanista y el medio donde trabajaba. El papel providencial de este dato se prolonga en otros recuerdos asociados que ensarta en el relato de la colisión de su Panda con un tráiler que atravesaba la carretera y que se dio a la fuga: ganaba diecisiete mil pesetas y con el siniestro «em veig arruinat!».
Perfil psicológico: cat-2
El mesianismo puigdemontiano se sustenta pues en la dimensión nacionalista del catalanismo. El este el primer ‘cat’ de su fórmula cualitativa. El segundo ‘cat’ es menos visible pero no menos importante, el de la catolicidad. En su casa, declara a J. Muñoz: «eran católicos, gente de orden, catalanistas pero de derechas». Lástima que el periodista no le haya obligado a precisar algo más sobre los avatares ideológicos de su familia, en la que hay un abuelo materno republicano desaparecido en Francia –al que dedicó Puigdemont con efusión su voto el 9-N–, pero en cambio habla menos del abuelo paterno fundador de la pastelería familiar y que tras huir por negarse a combatir en la batalla del Ebro del lado republicano acompañó a otros catalanes en Burgos, aunque sirviendo comida a los presos rojos. No faltaron en la casa los atuendos falangistas, aunque Puigdemont es independentista desde sus años jóvenes y con 17 ya asistió a un mitin de Pujol acompañando a un tío de CDC, que era alcalde del pueblo y su padrino de bautismo, religioso y parece que también político.[6]
Puigdemont pasó en el internado de Collell, una institución dependiente del obispado, cinco años: 1972-1977. Pero no fue su única socialización religiosa: realizó estancias de quince días durante tres o cuatro años el Monasterio de Poblet. Cuando el periodista le inquiere por este asunto el president se explaya sobre el peso de la religión: «La religiosidad ha estado siempre presente en mi casa, de una manera muy profunda. […] a la hora de compartir con la sociedad una serie de valores, las raíces cristianas de Cataluña son imprescindibles». Esta visión, tan ilustrativa de la Cataluña profunda en la que vive y por lo que reconoce haber detestado el cosmopolitismo de Barcelona, es un rasgo característico: Torras i Bages, obispo que fuera de Vic donde nacería la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI) –que Puigdemont presidía cuando fue designado por Mas– había escrito: «A Cataluña la hizo Dios, no la hicieron los hombres» y «Cataluña será cristiana o no será», una frase esta última que decora la fachada de Montserrat.[7]
Puigdemont, que se empeña en definirse como moderno y caracteriza su catolicismo como de valores –qué tic tan “pujoliano”–, cultiva en Poblet la meditación ignaciana: «quién eres, de dónde vienes, hacia dónde quieres ir». Allí aprendí «qué soy y qué no soy», unas preguntas existenciales tan fácilmente traducibles al código nacionalista que la lectura de ciertos libros de historia, que reconoce entre sus preferencias jóvenes, no dejará de alentar. Aquí cuaja su vocación de periodista, en la que entiende como esencial la lengua, pero no tanto como vehículo de comunicación sino como vehículo de socialización nacional, como se ha señalado.
Insiste ante el periodista en que en la familia «hemos sido gente humilde y sencilla», y antes ha mencionado su preocupación social; sin embargo, la cuestión de clase brilla por su ausencia en su discurso: no están los problemas sociales, no está la privatización ni los recortes superlativamente austericidas de Mas, ni la corrupción, ni la desigualdad…, nada que suene a progresista. Y es que la combinación de los dos ‘cat’ señalados deja poco espacio para estas cuestiones mientras que franquea el camino a un lenguaje caracterizado por otros tonos, que resumiré aquí en una fórmula acertada de Klemperer: «la maldición del superlativo». El superlativo es el ecosistema modal de los caudillos mesiánicos, hasta el punto de que el nazismo prohibió su uso en los anuncios comerciales para reservarse el privilegio. Klemperer observa que, además de los superlativos numéricos (toda la literatura del tricentenario) y las palabras similares a números (9-N, 1-O, para nuestro caso), cabe distinguir tres tipos de superlativo: las formas del adjetivo en ese grado, las expresiones individuales que llevan implícito ese valor y las frases enteras impregnadas de un carácter superlativo.[8] Los tres tipos están presentes en el habla del inquilino de la Generalitat. En su entrevista en L’Avenç Puigdemont coloca dos en una sola línea: «per a mi la victòria del sí és claríssima. N’estic convençudíssim». El entrevistador no le pide que aclare de qué datos empíricos o demoscópicos extrae tal convencimiento. En otra ocasión, en relación a la consecución de las urnas para el 1-O, dijo que estaban «conjuradísimos» para tenerlas (La Vanguardia, 14/07/2017). Como prueba de que el superlativo es el ático lingüístico del independentismo, la secretaria de Junts pel Sí, Marta Rovira afirma a propósito del referéndum que está «garantizadísimo» (El País, 29/07/2017) y Anna Gabriel dice que el cartel electoral de la CUP es de «rabiosísima actualidad» . La segunda categoría se aprecia en la querencia por términos de alto voltaje semántico: decisivo, histórico, trascendente, crucial, sin precedentes, unilateral, exprés, urgente, emergencia nacional, ruptura, etc. También en expresiones de carácter aporético preferiblemente en forma de dilemas o falsos dilemas: o referéndum o referéndum; modernidad o decadencia, etc.; o en otras de ilimitado triunfalismo. La tercera categoría la reconocemos en expresiones como «nos jugamos la supervivencia como pueblo» o «el mundo está pendiente de Cataluña». En relación con esta última, el libro de Puigdemont, Cata… què?, era la reacción del autor, según sus propias palabras, al hecho de que el mundo –los recepcionistas de los hoteles, para ser precisos– no sabía de la existencia de Cataluña.[9]
El discurso de Puigdemont está destilado en el alambique del superlativo y la inflación denotativa consiguiente obliga a una escalada en la exageración, a un abuso de la hipérbole
El discurso de Puigdemont está destilado en el alambique del superlativo y la inflación denotativa consiguiente obliga a una escalada en la exageración, a un abuso de la hipérbole. Un abuso que se sustenta en la premisa apuntada por Klemperer: resulta sumamente fácil criar este plus peuple qu’ailleurs; y las personas cultas no son menos vulnerables a la demagogia de la verdad orgánica y de la prelación étnica que las demás.
Un indicador de la extensión de la maldición del superlativo es la densidad lingüística del gentilicio. Ya se ha señalado la dolorida sensibilidad compartida por los presidentes Pujol y Puigdemont ante la ignorancia mundial del ser y el existir catalán. Y es que el gentilicio es la palabra mágica que transforma el valor de las frases: si algo lleva ese epíteto no puede por menos de ser excelente. Conviene insistir: tales prácticas distan de ser exclusivas del catalanismo, son rasgos compartidos de todos los discursos identitarios, peninsulares y continentales.[10]
Junto con el gentilicio, el término más repetido, hasta el extremo de equivaler a un sinónimo suyo, es demócrata o democracia. Y naturalmente el término urna está investido del mismo aura. Sorprende, es un decir, que el radar independentista y Diplocat, tan habitualmente preocupados por lo que en el mundo puede servir de espejo no hayan captado un artículo de The Economist («How Brexit damaged Britain’s democracy», 30/03/2017) habida cuenta de que el Brexit es un experimento realista en carne ajena de lo que podría ocurrir, corregido y aumentado, en Cataluña. En ese artículo de inequívoco título se recogen dos apreciaciones de interés. Una, la reacción histérica de los tabloides calificando de antipatriotas a quienes expresan críticas sobre el incierto rumbo que ha tomado el país. La otra, que viene a cuento de esta identidad entre votar y democracia, dice literalmente que «denominar al referéndum británico sobre el Brexit un gran acto de democracia es tanto describirlo como degradar el significado de la palabra “democracia”». En la misma línea, Joseph H. H. Weiler, experto en derecho internacional y comunitario de la Universidad de Nueva York, señala los efectos negativos del Brexit y los parecidos con el procés, para concluir: «¿Por qué habría de resultar de interés incluir en la Unión a una comunidad política como sería una Catalunya independiente, basada en un ethos nacionalista tan regresivo y pasado de moda que aparentemente no puede con la disciplina de la lealtad y solidaridad que uno esperaría tuviera hacia sus conciudadanos de España» (eldiario.es, 31/07/2017).
El discurso de Puigdemont está impregnado de esta atmósfera arrebatada en la que se sincopan el caudillismo del protagonista y el diagnóstico de los males de la patria. Él se dibuja a sí mismo como insobornable mientras que define la catalanidad como no transicionable (L’Avenç, n.º 433, abril 2017). Esto último le lleva a criticar el Pacto del Majestic –también el pacto de Mas con Zapatero sobre el Estatut (Diari de Girona)– pese a reconocer que es el que más réditos ha dado a Cataluña. ¿Cómo rima su anterior reivindicación del antidogmatismo con la intransigencia en la negociación? Precisamente esta intransigencia viene, por un lado, de un rasgo de su personalidad, y por otro, del esencialismo místico de la causa. Lo último coloca al contencioso en el callejón sin salida que han teorizado las ciencias sociales: los conflictos indivisibles, en la terminología de Albert Otto Hirschman; los horizontales o identitarios en la de Ralf Dahrendorf; los que tienen que ver con la pertenencia en vez de con la redistribución en una formulación más generalizable. Importa señalar la afinidad electiva entre la intransigencia del líder y la innegociabilidad del problema que le sirve de bandera. Porque la intransigencia no es un efecto colateral o secundario sino una consecuencia directa del mandato mesiánico que el líder no puede sino obedecer; cueste lo que cueste, sí o sí. A la vez, el líder debe ser obedecido. Como escribió Weber: «El carisma conoce solamente determinaciones internas y límites propios. El portador del carisma abraza el cometido que le ha sido asignado y exige obediencia y adhesión en virtud de su misión».[11] Es la posesión de la persona por un extraño, como en el juego de la ballena azul, aunque en este caso el extraño sea el personaje desdoblado.
Esa seguridad le lleva a colocarse por encima de las instituciones y de la legalidad, aunque se envuelva en la bandera de la voluntad de los ciudadanos o en la superioridad de las mayorías coyunturales sobre las leyes, como muestra en varias ocasiones en las entrevistas citadas. El exabrupto «Però, què s’han cregut!» (L’Avenç) explica bien esa conciencia de superioridad. Que no se limita al exabrupto, como muestra esta otra pieza ilustrativa igualmente del modo superlativo: «En ningún caso renunciaremos al referéndum. Nuestro compromiso con el pueblo y el Parlamento es claro: debemos resolver nuestras reivindicaciones en las urnas. Ninguna suspensión, ninguna amenaza impedirá que los catalanes resuelvan democráticamente su futuro», asegura el president. Preguntado si ignorará la suspensión de la ley, responde taxativo: «Por supuesto, y si el Constitucional me suspende de mis funciones, no lo aceptaré. […] No existe un poder capaz de clausurar ese inmenso colegio electoral que será Catalunya el 1 de octubre» (La Vanguardia, 25/07/2017).
Esta conciencia de estar por encima del bien y del mal, la negativa a reconocer ningún contrapeso al imperio de su voluntad explica la opción por el fait accompli, sin respetar ni la propia legalidad ni las recomendaciones del Consell de Garanties Estatutàries, la Junta de Letrados del Parlament o el Letrado Mayor. Es la arrogancia del líder supremo que no debe obediencia sino a los alter ego de sí mismo. Y la conciencia de una superioridad también física: «Les damos miedo y más miedo les daremos» (El País, 01/07/2017). Este es un punto nodal, porque remite al grado cero de la retórica constituyente: la clave de la gramática del mesianismo no es la denotación sino la detonación. No estamos entonces en el oasis del pactismo sino en el ring de la testosterona, en el del juego del gallina, como veremos. ¿Es creíble con estas premisas el president cuando afirma que «el Gobierno catalán… observará una escrupulosa neutralidad» y que «el Govern no hará campaña a favor de la independencia»? Y sin embargo, este es el discurso: ¿mesianismo, cinismo, impostura, demagogia…? ¿Cómo cuadra esta posición, y la depuración reciente del gobierno para eliminar a los tibios en credenciales independentistas, con su autodefinición como progresista, demócrata y devoto del pluralismo? No hay discurso identitario que no cultive intensivamente el divorcio referencial que exime a las palabras de conformarse con el sentido que les asigna el diccionario, como bien observó George Orwell. Añadiéndole –aquí viene la cuestión determinante porque estamos en el ámbito de la credibilidad no en el del conocimiento– la convicción sobre la certeza de la propia posición; un aspecto sobre el que volveré al final.
Y este extremo nos lleva al último eslabón del discurso mesiánico: el fundamentalismo, o en términos epistemológicos, un cuerpo de creencias configurado como un sistema cerrado, inexpugnable. Quien lo critica es desautorizado bien con la falacia ad hominem (atribución de intenciones aviesas), bien utilizando el mismo marco conceptual objeto de crítica. Como en el fanatismo religioso, que considera pecador o fundamentalista laico a quien discute la existencia de Dios, el crítico del nacionalismo X se ve tachado de agente del nacionalismo Y, en una suerte de probatio diabolica. Las prácticas responden al mismo esquema circular: si usted se niega a votar es un unionista, es decir, no es un catalán; quod erat demonstrandum. Porque los catalanes estamos por el derecho a decidir, por la independencia y somos demócratas en grado superlativo. No hay escape discursivo. La pertenencia determina la creencia, la verdad depende de la ubicación. No hay espacio para el pluralismo, la cacareada transversalidad es homogeneización identitaria. El pueblo expresa una única voz, la que el líder declara que define al ser catalán por siempre jamás: «és un poble que ha fet clic i ja està. I això no canviarà» (L’Avenç). La identidad se resuelve en tautología circular. La ingeniería lingüística es la encargada de enmascarar esta circularidad falaz, esta epistemología averiada.
El líder en el obrador sociológico: cat-3
He trazado el perímetro de los dos veneros sobre los que se levanta el liderazgo mesiánico de Puigdemont, la catalanidad y la catolicidad. Nos falta la tercera pata de la fórmula del mito, que es también ‘cat’, la catodicidad, que es la que da sustento a las anteriores en las actuales sociedades mediáticas.
No hay líder sin resonancia en el entorno. Este entorno se compone de círculos concéntricos de amplitud y alcance creciente. Desde luego juegan un papel fundamental los cercanos estratégicos: personas de confianza del líder con acceso a micrófonos que operan como avalistas. Así ocurre con Xevi Xirgo, «director de El Punt Avui y uno de sus mejores amigos desde que coincidieron con 20 años en sus inicios periodísticos», en la entrevista de Marta Suárez (Vanity Fair): «Él seguirá por su camino hasta el final». Otro amigo y también correligionario, Salvador Clarà, le define como un visionario, nada menos.[12] Aunque no aparece en estas entrevistas como president, recién elegido alcalde mencionó a una figura clave en la cocina mediática del procés, Vicent Partal (vilaweb), que es quien le introduce en el mundo de internet. Pero obviamente, la batalla decisiva se libra en las ondas, porque, como afirmó el asesor de varios líderes políticos, Thierry Saussez, «la democracia ya no es representativa, es catódica».[13]
¿Cuánto tarda un líder accidental –literalmente– en acceder al estatus de figura providencial; de pasar de objeto de designación digital forzada a bala trazadora del Sonderweg catalanista? Depende de la infraestructura de resonancia disponible. Sabemos que esta ha sido una baza decisiva desde los tiempos de Banca Catalana, un caso que Pujol utilizó para mostrar la malevolencia hispánica evidenciada, cuando «hem conegut la voluntat de ser esborrats políticament del mapa».[14] Hay indicios de que un sector importante de los medios respondió a la invitación a colaborar en el realzado del simbólico del líder por convicción o por oportunismo. Tres meses después se reeditaba el libro de Puigdemont con prólogo de Artur Mas y al mes siguiente ya había cuatro biografías en las librerías. Mayormente hagiográfícas, hay que precisar, lo que hace pensar que en algún caso pudo mediar otro interés que el profesional. Este dato muestra el trabajo de apuntalamiento simbólico requerido para el pulido de la figura del líder.[15] Una vez conseguido tal status se impone el tratamiento deferencial con sus variantes, de los «discos solicitados» al culto a la personalidad. El ejemplo más elocuente de ello es la entrevista citada de L’Avenç, a cargo de su director. Que un medio con pedigrí de excelencia cultural se preste a brindar sus páginas para escaparate del ego del líder, que permita que el entrevistado haga caso omiso de las escasas preguntas comprometidas, como la de las subvenciones a los medios puestos en marcha por él –la Agencia Catalana de Noticias (ACN), de la que el propio Puigdemont dice en la entrevista que «era i és una estructura d’Estat»,[16] y Catalonia Today– que ni la corrupción ni el 3 % sean motivo de interés y que se despache el asunto de los Pujol como una cuestión familiar, a la vez que se habla de una guerra sucia contra él y se concluye que es demasiado pronto «para tener una mirada aséptica de un mandato que transformó Cataluña», cuando a la vez se reivindica una urgencia medida en meses para las propias medidas… no es precisamente un timbre de gloria para el periodismo, la profesión del president que es también miembro del Col.legi de Periodistes y un adelantado en el uso de las redes sociales.[17]
Por eso resulta de interés la idea que tiene el hijo y nieto de pasteleros, una profesión no menos digna que ninguna otra, sobre la profesión de periodista. Explicando el origen de sus proyectos editoriales se observa una tendencia tan peligrosa como ignorada: la identificación de público y nacionalista. Como cuando señala sobre la Agencia que «és un projecte seriós, consolidat, anticipat en el temps i que la història demostra la seva utilitat pública». Esta confusión entre público y nacionalista, como entre social y nacionalista en cierta izquierda, no solo la CUP, tiene un notable alcance.[18] Habría sido interesante aquí, también respecto a Catalunya Today, algún detalle sobre las subvenciones. Nada de nada, y el entrevistador condescendiente.
La particular concepción del papel del periodismo se observa en otros detalles. Por ejemplo, cuando declara que considera preferible la formación filológica que la de ciencias de la información porque ve que para el periodismo lo fundamental es la lengua. Bien entendido que no es la lengua como canal de comunicación sino la lengua étnica, la que asegura la comunión con el alma del pueblo, a lo que se refiere. No termina la carrera, lo que parece que tampoco importa. Ya he señalado que la culpa es del Seat Panda: en la vida de Puigdemont parece que no hay segundas oportunidades. O acaso la carrera no era para él un reto difícil, y por eso no la terminó. Solo la gente normal se preocupa de esas nimiedades.
El hombre que se queja de la dureza de sus años jóvenes es jefe de área a los 23 años y sin una titulación universitaria. No es moco de pavo. Que sea en El Punt no es accidental
El hombre que se queja de la dureza de sus años jóvenes es jefe de área a los 23 años y sin una titulación universitaria. No es moco de pavo. Que sea en El Punt no es accidental. La vinculación de este medio con CDC no exige más detalle. Y Puigdemont era miembro del partido desde hacía tres años (febrero 1983). ¿Ninguna relación? El entrevistado tiene la respuesta: «jo vaig separar perfectament les dues coses. […] com que jo sabia com feia les coses i perquè les feia, no em va despistar mai ni un mil.límetre de la meva feina de periodista». Ni un milímetro, el superlativo. Pero luego deja la pista en el lugar del crimen sobre la atmósfera en su periódico: «a la redacció hi havia gent que tenia molta més dependència ideològica sense ser militant de cap partit». Lo primero es una confesión imprevista sobre la atmósfera del medio; lo segundo un aval todavía más valioso sobre el efecto de la lluvia fina pujolista, que había conseguido aclimatar la idea de que ser nacionalista catalán es la manera normal de ser. Y que escribir un editorial conjunto sobre la dignidad de Cataluña como medida preventiva a una sentencia judicial es normalidad avanzada. Si hubiera estudiado Ciencias de la Información habría tenido la oportunidad de recalar en estos vericuetos de la politología elemental. Y ver que CDC se había convertido con Pujol de partido en movimiento nacional. Tampoco aquí fue interpelado por su acomodaticio entrevistador. Pero también deja una brizna para la lectura por el lado del narcisismo, una afección de todos los mesianismos: se fue del periódico porque contaba con ser subdirector y le mandaron a internacional. Con todo no quemó las naves: prepararía unos reportajes. Para ello, innovador también en esto, se tomó un año sabático –en 1993, no cuenta a cargo de quién– y se dedicó recorrer Europa para conocer esa realidad tan especial que acababa de nacer por la vía performativa de la retórica constituyente: las naciones sin estado. ¿Periodismo o fijación? ¿Público o privado?
Como en lo referente a la propia autodefinición, su visión del periodismo es tan exquisita como alejada de su práctica. Vale la pena rescatar esta condensada declaración de principios, siguiendo con la entrevista en L’Avenç: «Jo vaig voler ser honest amb mi mateix. El compromis polític el tinc des que em començo a fer persona. Per tant, em considero un ésser polititzat, i no vull renunciar-hi: crec que un ha de tenir compromís polític i una idea política noble, al marge que militi o no. Aixó vol dir que ha d’estar compromès amb valors democràtics, i en concret amb la llibertat i la independencia dels mitjans de comunicación». Repárese en este perfil de ochomiles: honestidad, sentido de misión, autoestima superlativa, precocidad, nobleza, defensa incondicional de la democracia y de la independencia de los medios… Y el entrevistador lo deja correr. Y los demás medios lo replican. En particular los que componen la megafonía del procés.[19] Y como decía la Alicia de la ficción antes que Goebbels «lo que yo digo tres veces es verdad». Aunque sea posverdad.[20]
Parecerá acaso superfluo detenerse en estas minucias recientes. Como he señalado más arriba aludiendo a otros escenarios, no es el caso habida cuenta de la capacidad de influencia en la vida pública que tiene el protagonista. Tal es la influencia que está ahora monopolizando la atención y consumiendo no pocos recursos del Estado en detrimento de otros asuntos. (Incluidas las vacaciones de unos cuantos).
Jugando al desastre, esprintando en el impasse
Una manera de entender la lógica de las situaciones complejas en la que intervienen varios actores con objetivos propios es mediante la teoría de juegos, un enfoque que trata de iluminar las estrategias de unos actores en relación con la conducta esperada de los demás. Aquí haré un uso laxo y no formalizado para llegar a la conclusión de que en la tesitura en que nos encontramos no hay ningún actor en condiciones de controlar el desenlace de manera que este sea indoloro por lo que puede decirse que en el esquema actual la situación está a punto de quedar fuera de control, o fuera del alcance de los mecanismos convencionales para resolver contenciosos minimizando los costes.
La percepción de la incontrolabilidad procede de la combinación de dos componentes: la lógica que inspira la conducta del principal protagonista y la que resulta de la competencia entre los demás actores en juego. La lógica que dirige la acción de Puigdemont deriva directamente de cómo él percibe su rol, es decir, del guion del mesianismo, como se ha señalado. No hay aquí propiamente dos actores sino un desdoblamiento entre el doble idealizado (el personaje) y el líder de carne y hueso. Lo que se observa en estos guiones es que la persona se convierte en rehén de su personaje. No tiene capacidad real de decisión porque cumple una suerte de mandato prescrito por la imagen que se ha construido de sí mismo. Es como el juego de la ballena azul, con la salvedad de que es el doble idealizado quien da las órdenes. Recuérdese que en este juego el joven debe atender a retos progresivamente más exigentes en una secuencia de cincuenta días que culmina con el suicidio. La fuerza del juego reside en que el jugador trata de mostrar que está a la altura y es capaz de cumplir lo que se le exige. El lector recordará frases anteriores que suenan familiares. Y también la explicación de Kershaw de acuerdo con la cual Hitler se veía como un sonámbulo siguiendo un camino trazado por un personaje construido con los mimbres de la fantasmagoría germánica. Estaba atrapado en su propia red y compelido a seguir inexorablemente el camino marcado. Esa radicalidad necesitaba de una contraparte con la que se libraba un juego de todo o nada: el judío. El todo o nada de Puigdemont tiene una contraparte bien conocida –y no equiparable más que en la lógica del juego con el líder nazi–. Lo mismo ha pasado con el Brexit, a la vez una campaña contra la UE y contra la inmigración, que ha desembocado, de acuerdo con el guion del juego, con el suicidio político de sus promotores. La talla del héroe es subsidiaria y directamente proporcional a la maldad del enemigo; porque el discurso mesiánico es siempre adversarial, no puede avanzar sin la ayuda del antagonista. Es la España decadente, poco democrática –acusación sorprendente de un presidente que no ha ganado ninguna elección y de una coalición que ha obtenido su mayoría parlamentaria gracias a una desigualitaria ley electoral española, que nunca han querido cambiar–, reaccionaria y corrupta como el PP –aquí el embudo y la sinécdoque funcionan al revés que en el supuesto de la autodesignación del nosotros señalada–, la que ampara la fuga hacia delante y las medidas tomadas en una situación caracterizad como de excepción o emergencia nacional. Este maximalismo intransigente es el corolario obligado de la construcción mítica del personaje. Por eso critica en Pujol el pacto con Aznar (paradigma identitario) pero no tiene nada que decir de su corrupción (paradigma de la redistribución). Y cuando se le pregunta por ella en el partido contesta como Rajoy: «No conozco al detalle los procesos en los que está involucrada gente de mi formación», pero no se priva de asegurar que el enriquecimiento de los Pujol no tiene nada que ver con el partido (Vanity Fair). Como se ve, la corrupción del PP es indivisible porque se acomoda en la balanza étnica, pero la de Pujol no pesa lo mismo porque se coloca en otra balanza. Por más que CDC no tenga mucho que envidiar al PP en este extremo.
Pero la dependencia de Puigdemont de su personaje deriva también de cómo le influyen las opciones de los otros actores, algunos de ellos determinantes en la construcción de la figura carismática. Así, Puigdemont no se enfrenta al Estado como si fuera un duelo a dos, sino que lo hace representando a un actor colectivo de cuya titularidad se reclaman otros actores que compiten con él por la hegemonía del propio campo. Es sabido que las lógicas identitarias abonan dinámicas de envite en las que descuellan los perfiles más radicales, los halcones, mientras que las palomas son eliminadas. Se establece así una competición progresivamente más radicalizada en la que quien se quede atrás es tachado de gallina.
De aquí viene el nombre del segundo juego. El bloque del independentismo se compone de varios actores incentivados hacia posiciones maximalistas. Ninguno de ellos es entonces autónomo en sus decisiones, sino que establece sus prioridades en función de lo que hacen los demás con la finalidad de no quedarse atrás. Sin olvidar el papel de la alargada sombra de su padre político Artur Mas. Hay así una competición dentro de los dos partidos que componen JxS (PDeCAT y ERC) y de sus socios estratégicos (CUP). Siendo este el actor más radical es el que marca el ritmo; realmente el que dispone de mayor margen de libertad porque controla el gobierno sin estar en él. Naturalmente esta ventaja es relativa y es el precio de una transacción podrida: el intercambio de etnicidad (catalanismo, independentismo, que definen las prioridades del gobierno) por radicalidad social. De este modo Puigdemont es rehén de su personaje, pero este debe a su vez medirse por el fundamentalismo tonal de la CUP; esta es, por su parte, rehén de la primacía, si no exclusividad, de la etnicidad en su programa radical. Con lo cual se cumple una regla universal en este tipo de juegos: la agenda social es deglutida por los ácidos étnicos y la izquierda queda reducida a la irrelevancia en la sopa orgánica de la unión sagrada. En la CUP los patristas (Catalonia first) se han impuesto a los estructuralistas (anticapitalistas), el paradigma de la pertenencia ha fagocitado al de la redistribución. La patria es transversal. Y lo que importa es maximizar el ser no el tener. Por eso los partidos de la izquierda formalmente no nacionalistas (Comunes, CSQEP) se ven a su vez abducidos por esta atmósfera etnogravitacional, de manera que no quieren arrostrar el coste de aparecer como botiflers, unionistas o antipatriotas… Por tanto no denunciarán el extremismo identitario de los jugadores del bloque ni la presurización que imponen a sus agendas. Están en esto muy lejos de la asertividad antinacionalista de la gauche divine. Para el bloque de referencia el freno es un tabú, los que mandan son los que más revolucionado llevan el motor y los no conformes con pisar el acelerador son desembarcados de los puestos de mando. No creo que sea necesario ilustrarlo, tan cercanos están los ejemplos. Pero como a la vez hay que mantener el trampantojo de la transversalidad, se recurrirá al eufemismo: los que se retiran dan un paso al lado, los que les reemplazan se comprometen a marchar al frente a toda máquina. No hay sitio para el paso atrás. No hay sitio para los gallinas en el timón de los apóstoles del secesionismo.
Importa detallar este punto con una muestra de desafíos cruzados invocando la retórica glandular –una expresión de Caro Baroja–. Anna Gabriel (CUP) avisa al presidente de la Generalitat de que «no les temblarán las piernas» para hacer valer sus principios (Europa Press, 10/02/2016). Mientras que el interpelado pregunta a la CUP si «le temblarán las piernas ante los apriorismos ideológicos» (El Mon, 03/06/2016). La expresión «tremolaran les cames» [temblarán las piernas] + Puigdemont da 678 resultados en Google (29/07/17). «No em tremolaran les cames, m’hi deixaré la pell, sóc fal.lible peró insubornable», contesta a su entrevistador en L’Avenç. La frase parece un plato precocinado. La última cláusula, «sóc fal.lible però insubornable», muestra 320 resultados en Google, todos atribuidos a Puigdemont, aunque él dice haberla tomado de Gaziel. Probablemente le atrajo de ella la radicalidad del superlativo ontológico.
Estas proclamas y soflamas son típicas de los juegos de anti-coordinación en la que los actores deben estar pendientes de las decisiones de los contrincantes para jugar a la contra, pero todos están impulsados hacia las posiciones ultras del órdago (brinkmanship). Por eso la estrategia más penalizada es la defección, porque se entiende como una cesión, una concesión al rival o un paso hacia la negociación. Una lacra o delito de lesa patria, en suma. Un tabú colocado en sentido contrario.
las consecuencias no afectan solo a los jugadores sino que alcanzan a toda la geografía española empezando por el gobierno, que se ve obligado a jugar a la contra
La lógica del juego crea una dinámica propia y esta establece su propia realidad. Lo particular y grave del caso es que las consecuencias no afectan solo a los jugadores sino que alcanzan a toda la geografía española empezando por el gobierno, que se ve obligado a jugar a la contra; encontrándose en la dificultad de hallar la medida adecuada para responder a la escalada de retos que despliega el guion del cetáceo metafórico. Un riesgo añadido es que algunos observadores están convencidos de que no es más que un juego. Por eso la amenaza del desastre no funciona como tabú limitador. Se trata de una percepción frívola: pasado un momento los actores no son dueños sino esclavos de su destino. No es puro teatro; ni siquiera circo. Puigdemont no experimenta con gaseosa en el fregadero de su casa, juega con fuego en la sala de máquinas del Estado y lo hace estrechamente vigilado por compañeros rivales. Pero el juego pronto desborda la capacidad de control de los jugadores, incapaces de observar su propia insensatez.
Las peleas características del juego del gallina terminan entre la épica, el ridículo o la catástrofe. Cómo mínimo en frustración. Lo que no es gratis. Pero no hay que olvidar la otra rama de la horquilla, la de «la arrogancia abrumadora que corteja el desastre».[21] Si prosigue esta lógica, contar con un desenlace incruento será una ensoñación. También porque surgirán otros actores dispuestos a enarbolar un credo antitético desde el nacionalismo español. Pero sobre todo porque cuando el juego se sale de madre nadie puede predecir comportamientos aislados en una atmósfera galvanizada. Los juegos los carga el diablo cuando se crean lógicas situacionales que imponen una dinámica destructiva. El fatum del mandato mesiánico y la hybris del gallo de pelea conforman un cóctel explosivo. Antes de los juegos de rol los modelos venían a menudo de la Biblia. Allí está la figura de Saúl. Y la de Sansón, que ha dado nombre a un complejo psicológico. Y en el mundo de la cinematografía hay muchos otros modelos, como el Kack Ripper en «Dr. Strangelove» de Stanley Kubrick. Esa película dejó patente que cualquier loco podía desencadenar el apocalipsis en unos momentos de obcecación.
En su entrevista en L’Avenç declara Puigdemont que la incapacidad de ver la solidez de la opción independentista que sostienen los partidarios del procés «les llevará a un error gravísimo de consecuencias catastróficas para ellos, porque uno no puede relacionarse bien con la realidad si no la acepta». Viene a cuento para el president la expresión latina De te fabula narratur, en traducción libre, aplícate el cuento. La incapacidad de leer la realidad es una de las consecuencias de la interiorización ciega del mandato de su personaje. También la incapacidad de analizar sus propias contradicciones: cuando se afirma antidogmático, pluralista, contrario a las purgas –ha destituido a nueve altos cargos en julio–, partidario de la libertad de prensa e independencia de los medios. Y de sostener que PDeCAT es un partido que sigue en la centralidad a la vez que presume de que se ha movido sin complejos y sin miedo –una frase típica del juego del gallina– y que sigue representando la excelencia democrática. Su fanatismo llega al extremo de atribuirse el título de constitucionalista y tildar de nacionalistas a los antiindependentistas. El divorcio referencial es absoluto, como ocurre a los líderes encerrados en la burbuja cognitiva que prescribe el fundamentalismo étnico. Como escribió Orwell, la indiferencia a la realidad es un rasgo característico del funcionamiento mental del nacionalista.
La distorsión perceptual se produce porque está activado un marco mental que determina lo que se puede ver y, sobre todo, lo que no se puede ver. Cuenta Ramón y Cajal que un vecino que observaba su actividad desde una ventana al otro lado de la calle acabó acercándose a él y después de ser informado le pidió que le dejase mirar por el microscopio. El neurólogo prepara un corte de riñón donde se veían «además de elegantes surtidores vasculares, soberbios pelotones glomerulares». Después de mirar un rato el vecino retiró el ojo y exclamó: «¡Vaya un bonito dibujo para un corte de chaleco!». Magnifico observador, concluye Cajal: «Con esta comparación mi visitante se clasificó exactísimamente. En efecto, según rezaba su tarjeta, tratábase de un sastre…».[22] El sastre no puede ver más que telas ni el independentista otra cosa que esteladas. Siendo precisos no es que mientan, es que sus convicciones funcionan como lentes troqueladoras.
Pero llama la atención que no haya voces representativas del nutrido universo intelectual catalán que hayan llamado la atención sobre los riesgos de estas peligrosas anomalías. Llama la atención en particular el silencio de los especialistas en resolución de conflictos. Hay muchos recursos humanos ocupados en diseñar el próximo reto en la escalada de la siniestra ballena pero son escasos o inexistentes donde más falta hacen, en la confección de medidas de desescalada.[23] Probablemente esta dimisión, así como la falta de presión social en esta dirección, tiene que ver con la incapacidad o la resistencia a percibir el riesgo. Y la asimetría de los recursos dedicados a ambas tareas será decisiva para el desenlace. Como en aquellos tiempos en que unos sonámbulos desencadenaron la guerra hace 100 años, según el sugerente y preciso título de Christopher Clark.[24] Por eso el mensaje principal de estas páginas va en esa dirección, en la de buscar los medios de bajar las revoluciones, los decibelios y la retórica incendiaria, porque cuando los contenciosos se dirimen a alta temperatura lo que impone su jurisdicción es el calor no el motivo particular en disputa. En las situaciones históricas en las que a la vuelta de la catástrofe acecha la pregunta ineludible –«¿cómo pudo ocurrirnos?» – no faltan unas figuras que se atribuyeron una misión providencial, que fueron jaleadas y acompañadas por una cohorte de seguidores embrujados por el aura mágica, que les cautivaba con la receta narcisista de pertenecer a un plus peuple qu’ailleurs.[25] Aquí está el cada vez más reducido espacio para la pedagogía. Por eso, no encuentro mejor forma para terminar este oscuro excurso que las palabras de un eximio intelectual catalán ya citado y poco frecuente en el santoral independentista, Ferrater Mora:[26]
«Pero hay una forma de lucha civil –o repito, incivil– que no parece remediar ninguno de los males que aquejan a un país, o a una sociedad: es la que consiste en olvidar, o en hacer como quien olvida, un versículo del Evangelio de San Mateo, que reza así: “Todo reino dividido contra sí mismo será devastado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir”. Si esto no es claro, ya se me dirá lo que es».
Los Corrales de Buelna, Cantabria, 3 de agosto de 2017.
[1] Jordi Grau i Andreu Mas, Puigdemont, el president, @KRLS, Barcelona, Pòrtic, 2016.
[2] Ian Kershaw, Hitler 1889-1936, Barcelona, Círculo de lectores, 1999, capítulo 13.
[3] Completo estos datos con otras dos piezas. La primera, titulada «L’alcalde que volia ser astronauta», un reportaje firmado por Alfons Petit y con fotografía de Marc Martí, la publicó el Dominical del Diari de Girona el 12 de junio de 2011 (pp. 1-5) con motivo de su acceso a la alcaldía de esa ciudad tras décadas de alcaldes socialistas. Tiene el interés de ser una suerte de presentación pública. La segunda, una entrevista realizada por Marta Suárez y con fotografía de Sofía Moro, la publicó Vanity Fair (n.º 99, noviembre 2016, pp. 80-85) con el título «Desconexión total» y ricamente ilustrada con fotos y en castellano.
[4] Es el leitmotiv. En El Diari lo expresa con otra anécdota potente: «De sempre he sentit una fascinació brutal per la modernitat, per l’avantguarda, pel futur. Sempre he estat així i l’astronauta era per a mi el màxim, i em sorprenia que fos l’únic que volgués ser-ne. Una cosa tan ben parida com aquesta, poder anar a la Lluna, i ningú més no ho volia fer? No ho entenia».
[5] Hay versiones distintas en dos de las tres fuentes que uso. En L’Avenç y Diari de Girona leemos que el apuro económico se debía a que tenía que pagar a la vez la reparación y el crédito que solicitó para comprarlo. En Vanity Fair, que se vio obligado a comprar un coche nuevo mientras seguía pagando el siniestrado. Aunque en este caso la afirmación es de la periodista, que pudo haber malinterpretado al protagonista.
[6] http://www.elmundo.es/cronica/2016/01/17/569a21d0e2704eff308b4659.html.
[7] La tradició catalana, Barcelona, Foment de Pietat Catalana, 1924, p. 24.
[8] Victor Klemperer, LTI. La lengua del Tercer Reich, Barcelona, Minúscula, 2001, capítulo XXX.
[9] Tampoco en esto el president es original. Quien le precedía tres puestos en el escalafón ya sufría por esta ingratitud mundial que revela el desconocimiento de Cataluña. Carlos Nieto especialista en el asunto y que le conoció personalmente, me trasmite una anécdota que contaba el principal filósofo español después de Ortega, José Ferrater Mora (que reproduce en lo sustancial Fernando Savater: Perdonen las molestias, Madrid, El País, 2001, p. 175). En una ocasión en que con motivo de la concesión de la Creu de Sant Jordi (1984), fue invitado a comer por el honorable presidente Pujol, este quiso aprovechar el hecho de que Ferrater había sido durante décadas profesor en Estados Unidos, para preguntarle a los postres: «Oiga, Ferrater, ¿qué opinión tienen en USA de Cataluña? ¿Qué es lo que más les interesa de nosotros?». El filósofo catalán contestó que en ese país la mayoría no sabía ni que existía Cataluña. Pujol se rebeló: «¡Pero eso no puede ser! ¡Es importante para Cataluña que en USA cuenten con nosotros! ¿Qué cree usted que podríamos hacer para darnos a conocer?». Un Ferrater algo socarrón le replicó: «Mire, president: para eso un terremoto podría venirnos muy bien». El sentido del humor no es un fuerte en Pujol, su narcisismo lo asfixia: Ferrater Mora no figura en la lista onomástica de ninguno de los tres volúmenes de sus Memorias, pese a ser uno de los personajes señeros de la cultura catalana. Pero acaso Puigdemont esté dispuesto a reconsiderar la recomendación.
[10] No es un asunto trivial. A riesgo de aburrir me parece oportuno incorporar dos opiniones al respecto, de momentos y geografías distintas. La primera es del siglo XVIII y la formuló G. Ch. Lichtenberg cansado del abuso del gentilicio: «Existe hoy en día un tipo de gente, en su mayoría poetas jóvenes, que pronuncian la palabra “alemán” casi siempre con las ventanas de la nariz abiertas. […] ¿Por qué hacer tanta gala de lo alemán? “Yo soy una muchacha alemana”, ¿es acaso algo más que una inglesa, rusa o tahitiana? ¿Queréis decir con esto que los alemanes también poseen ingenio y talento? Oh, es algo que sólo un ignorante negaría. […] Y os lo ruego, compatriotas, dejad ya toda esta jactancia inútil. La nación que nos ridiculiza, y aquella que nos envidia, se reirán mucho de nosotros si llegaran a enterarse de que hay que decíroslo» (Aforismos, Barcelona, Edhasa, 1990, p. 109). La otra es más cercana en los dos sentidos, procede del ya citado José Ferrater en su discurso al recibir el doctorado honoris causa de la Universidad Autónoma de Barcelona: «Dic “la filosofía a Catalunya” y no “la filosofía catalana” perquè les meves preferències filosòfiques es decanten a favor de la idea que la filosofía –el mateix que la ciència– no és nacionalment adjectivable. Dir “una filosofía catalana” és només una mica menys absurd que dir “una química catalana” o “una matemática catalana”. Crec que els catalans, en la mesura que fan filosofía han de fer-la com la fa (o hauria de fer) tothom a tot arreu: sense preocupar-se massa de si expressa o no l’esperit nacional. Si l’esperit nacional és una entidad problemática, la filosofía de l’esperit nacional és una cosa considerablement boirosa. Si de vegades no ho sembla, és perquè es confon la filosofía amb una vaga ideología» (sin acento) (Les formes de la vida catalana i altres assaigns, Barcelona, Edicions 62, 1980 p. 122). Ferrater podría haber incorporado el ejemplo de la «física aria» y los correspondientes «átomos arios»; conceptos defendidos por Johannes Stark, que había recibido el Premio Nobel del gremio en 1919.
[11] Max Weber, Economía y sociedad, México, FCE, 1964, p. 848.
[12] http://www.elmundo.es/cronica/2016/01/17/569a21d0e2704eff308b4659.html
[13] Thierry Saussez, Le Style réinvente la politique, París, Editions de la Renaissance, 2004, p. 28.
[14] Memòries, II, Barcelona, Proa, 2009, p. 409.
[15] El pulido empieza por el propio protagonista. No es este el lugar de escrutar en detalle las modulaciones que el actor introduce en su propia biografía para sintonizarla con la curva de la demanda. Sin otro alcance que el anecdótico vale la pena señalar que en ninguna de las entrevistas o reportajes realizados después de su llegada a la Generalitat he encontrado una anécdota que contaba en El Diari de Girona en 2011. Contaba uno de sus primeros recuerdos, se veía en brazos de un Guardia Civil que le devolvía a casa tras haberse escapado solo a unos caballitos. Parece que no es necesario invocar al Dr. Freud para explicar esta contorsión narrativa.
[16] En Diari de Girona explicita que es la misma Generalitat quien le hace el encargo de poner en marcha el proyecto. Estamos en 1999, es decir, en el mandato de Pujol y siendo conseller en cap Artur Mas. Allí cuenta también, y hay que recordarlo para saber lo que viene después, que el presidente de la Diputación de Girona, Carles Pàramo –quien ofició la ceremonia de su boda civil– le nombró responsable de la Casa de Cultura. De modo que pasó de la ACN a la política y luego a los tres años volvió de la política a Catalunya Today. El president no es muy locuaz sobre los motivos de esta transhumancia pero parece que no es exagerado inferir que estamos en una variante de las puertas giratorias dobles. Donde la confusión entre lo público-privado se acentuaba con la correspondiente entre lo profesional y lo personal. La metáfora de Millet de la vascularización familiar.
[17] Para la coherencia del personaje respecto a las urgencias: el periodista recuerda que el fin de año de 2016, días antes de su relevo a Mas, no se cansó de repetir a los amigos «No hem de tenir pressa i hem de fer-ho bé». No explica cómo cambió de parecer sobre los ritmos de la noche a la mañana. Y el asunto de la coherencia, de la solidez discursiva, no ha sido objeto de interés ni se ha desplegado en esta área ese venerado periodismo de investigación de que presume el grupo Ramón Barnils, en homenaje a la figura que cita Puigdemont en la entrevista.
[18] Se trata de una cuestión crucial porque supone la confusión de la ciudadanía con la etnicidad y de la democracia con la etnocracia. Lo cual solo es posible si se ha operado la doble sinédcoque: «nosotros» (los nacionalistas) somos nosotros (los catalanes) y nosotros somos ciudadanos. La confusión público-nacional está más clara en otro punto de la entrevista: «Llavors estàvem construint país. Catalunya estaba tot just recuperant-se i, per tant, calia que el periodisme tingués també una actitud de compromís públic en la construcción del país». La preocupación selectiva de nuevo: toda la política estaba recuperándose, si nos ponemos, de la larga dictadura de Franco; un asunto, como el de las actitudes del nacionalismo catalán en la dictadura, que escapa a la lente convergente de Puigdemont. Pero la confusión es generalizada, como ocurre en todas las situaciones que los psicólogos han caracterizado como pensamiento grupal. Un ejemplo a hueso y respetando la grafía en forma de invitación: «(Mostra el teu compromís amb el model de periodisme independent, honest i de país de NacióDigital, i fes-te membre de SocNació per una petita aportació mensual)». Esta nota aparece tras el vídeo de una de las sesiones de Marcela Topor, esposa del presidente, en «Catalan connections» programa de entrevistas a extranjeros residentes en Cataluña seleccionados por su perfil proindependentista –lo que no se dice porque se entiende como normal en código implícito de esta confusión–. El programa lo emite El Punt Avui TV. Parece que tampoco esto ha suscitado ninguna pregunta molesta. Marcela Topor es filóloga, periodista e independentista y es la editora de Catalonia Today, que creó Puigdemont en 2004. En la entrevista en El Diari de Girona se afirma que Puigdemont tiene un conocimiento profundo de Rumanía y que habla con fluidez el rumano. No sabemos si está interesado en el derecho a decidir de la minoría húngara (o gitana, o alemana, o de Transilvania) o ha elevado alguna queja contra el artículo 1 de la Constitución rumana que dice: «Rumanía es un estado nacional, soberano e independiente, unitario e indivisible».
[19] Hay otras voces, pero no se oyen porque la megafonía es monocorde. El escritor Valenti Puig afirma que Puigdemont es «uno de los políticos más regresivos de Europa» (El País, 24/07/2017).
[20] Llama la atención la consideración prestada a sus expectoraciones egolátricas y el silencio sobre los escamoteos. La única respuesta corta de la entrevista es aquella en la que responde a la pregunta por los motivos de Mas para fijarse en él: «Pregúnteselo a él, no lo sé». Le faltó añadir: «se habrá equivocado». Pero luego encuentra algún pretexto para no desautorizar a su promotor: soy independentista, estaba al frente del AMI y eso podía contentar a la CUP, y de vuelta a la egolatría: «sabe que no me asustan los retos difíciles».
[21] Ian Kershaw, op. cit., p. 578.
[22] Charlas de café, Madrid, Pueyo, 1922, p. 351.
[23] Herman Kahn, On Escalation: Metaphors and Scenarios, New York, Frederick A. Praeger, 1965, p. 238.
[24] Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2014.
[25] El ejemplo más elocuente es la frase que el presidente del parlamento y especialista en Shakespeare, Momcilo Krajisnik, dirigió a sus conciudadanos serbobosnios durante las guerras de los Balcanes: «No sois serbios a secas, sois serbios y medio». La idea de que los catalanes tienen más quilates ontológicos que los demás peninsulares es un dogma de fe de buena parte del independentismo, aunque su progresismo de escaparate les impida formularlo sin velos.
[26] Tres mundos. Cataluña-España-Europa, Edhasa, Barcelona, 1963, p. 55.
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Autor >
Martín Alonso Zarza
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