MIS CUATRO VIDAS
Y 4. Memorias de una tenista
Anita Botwin 23/08/2017
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Otra de mis carreras frustradas fue la de tenista. Según mi padre, por no correr lo suficiente, y no le faltaba razón al hombre. Correr es de cobardes, siempre he pensado.
Me apunté a la escuela municipal de tenis porque mis amigas eran muy deportistas. Y no quería ser menos. De la misma forma que un día fui a misa –bajo prohibición en casa de ateos-- porque mis amigas eran creyentes. Imagino que tenía más bien poca personalidad en esos tiempos.
Había probado suerte anteriormente con varios deportes, incluso flamenco, ballet, sin demasiada habilidad en ninguna de ellas. Todo me dolía, todo me aburría, todo me parecía una pérdida de tiempo. Era una pupas y no sólo por ser del Atleti. Probé con el ajedrez, pero todo apuntaba a que no llegaría a ser una Kasparov. Mientras mis hermanos jugaban al fútbol y lo hacían bastante bien, yo era un cero a la izquierda. Era el patito feo de los deportes en la familia.
Sólo me quedaba por probar el tenis y la esgrima, así que elegí el primero. Mi mejor amiga jugaba al tenis desde pequeña y pensé que sería buena idea acompañarla en el camino hacia la fama. Aunque nuestros referentes eran casi todos hombres y las Williams, yo en realidad quería ser como Steffi Graf. Me peinaba como ella e intentaba imitarla en sus jugadas. Sobra decir que sin mucho éxito.
Mientras mi mejor amiga ganaba campeonatos, a mí me ganaba una niña que me llegaba a la cintura. En mi favor diré que ella era campeona de Castilla-La Mancha. Tras un 6-0, 6-1, me fui a casa con la cabeza gacha y lágrimas en los ojos.
Lo cierto es que yo odiaba competir. Pero mi padre seguía teniendo esperanzas en mí. Por algo nos hizo del Atleti, supongo.
Recuerdo que una vez estuve a punto de ganar. Quizá si hubiera subido más a la red el último set habría sido mío. Pero no. Odiaba las voleas. Me parecían una auténtica falta de respeto. A mí me gustaba jugar al fondo y si podía usar mi revés a dos manos mejor que mejor. Ese era mi único superpoder en mi carrera tenista, pero era realmente bueno.
--Corre, Ana, vamos, ¡corre más!
Oía a mi padre que gritaba desde el banquillo. Cada vez me cabreaba más. Odiaba competir y las voleas. Y las dos jugaban en mi contra. Por supuesto, perdí. Y mi padre me lo recriminó. Así que poco tiempo después abandoné la raqueta de manera semiprofesional. Jugué algún partido amistoso en el que lo que más me gustaba era “el peloteo” previo, sin puntos ni saques. Jugar por jugar, por hacer deporte y disfrutar. No para ganar el Roland Garros, mientras decenas de señoritos con sombrero miraban desde sus gradas.
Quizá debería haberme esforzado más para “ser la mejor”, pero no nos engañemos. Las chicas de barrios humildes nunca íbamos a llegar lejos en un deporte mayoritariamente de gente de dinero. Aún recuerdo cuando entrenábamos en invierno y nos poníamos el abrigo al terminar el entrenamiento. Los abrigos estaban literalmente congelados. Parecíamos los Caminantes Blancos de Juego de tronos, pero con raquetas en lugar de espadas.
Sólo hay algo que cambiaría si regresara al pasado. Ganaría ese partido que perdí por no correr lo suficiente. Esa semana perdimos el Atleti y yo. Y eso fue demasiado para mi padre.
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Anita Botwin
Gracias a miles de años de machismo, sé hacer pucheros de Estrella Michelin. No me dan la Estrella porque los premios son cosa de hombres. Y yo soy mujer, de izquierdas y del Atleti. Abierta a nuevas minorías. Teclear como forma de vida.
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