Cine de verano (III)
‘Casablanca’: La verdad también se inventa
Esta película es sobre todo la historia de una encrucijada en el corazón de una mujer
Miguel Ángel Ortega Lucas 23/08/2017
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Quizás te guste tanto el cine, como a mí, por ser ese extraño universo paralelo en que sucede la vida sin consecuencias. Sin consecuencias para nosotros, digo; los que participamos de esa historia desde esta orilla como testigos privilegiados de algo que está sucediendo en otro sitio, pero cuyo destino sólo nos afecta hasta que vuelvan a encender la luz. Quizás te guste tanto por ser una tregua: tu verdadera vida queda afuera; y bajo el manto celeste de este cine de verano, por ejemplo, puedes vivir las pasiones de turno en propia piel sabiendo, sin embargo, que pase lo que pase no serás tú quien muera, quien mate, a quien traicionen o quien tenga que traicionar, esta vez. (Quizás te guste tanto el cine, las novelas, cualquier historia que te cuenten para ir a dormir, porque lo que sucede es y no esverdad, al mismo tiempo.)
Déjame entonces contarte esta noche un cuento en que sucede casi todo lo que puede suceder en una película, al amparo de esta oscuridad y esta distancia: yo aquí viéndola; tú allí, donde quiera que estés, creyéndome de nuevo un personaje de ficción cuya vida ya sólo puede rozarte en tanto tú la creas real. (Contarte un cuento, si tú quieres, en que todo sea y no sea verdad, al mismo tiempo.)
Pongamos que yo me llamo Rick Blane y tú te llamas Ilsa Lund. Nuestra historia comenzaría en diciembre de 1941, en una ciudad de Marruecos llamada Casablanca (que es y no es, al mismo tiempo, la verdadera ciudad marroquí de Casablanca). La historia comenzaría en ese lugar que es a la vez una encrucijada, una frontera y un purgatorio: la ciudad del calor y la intriga, la sensualidad y el secreto, donde demasiadas almas sueñan con tomar un avión –el avión de Lisboa– que les salve del infierno que avanza carcomiendo el mapa, al paso de la termita nazi. El avión de Lisboa es la esperanza no por Lisboa en sí, sino porque Lisboa es la última estación antes de llegar a América –allá donde poder empezar de nuevo, según esperan los que sueñan.
Casablanca es ese lugar, entonces, en que nos encontramos tantas veces esperando, y esperando, y esperando, el milagro que nos saque de aquí (donde digo aquí, pon tu purgatorio particular).
Ese tipo al que hemos llamado Rick Blane acabó en Casablanca arrastrado por la misma marea que arrastró al resto de buscavidas, pícaros, desesperados o huidos como él: la de una derrota que en su caso es más cruenta por lo que tuvo de fe, de cruzada personal: en el mundo, peleó siempre con el bando perdedor (por la República, por ejemplo, en la guerra civil española); en su frente más íntimo se jugó todas las fichas que llevaba encima por el amor de alguien (por ejemplo tú) que terminaría abandonándolo sin explicación alguna, dejando un interrogante atónito bajo la lluvia del tren que debían tomar juntos en París. Una vez en Casablanca consigue prosperar levantando un garito que lleva su nombre, y adonde acude cada noche toda esa abigarrada tribu de expatriados y conspiradores, estraperlistas y rufianes, a la caza de Eldorado que pueda sacarles de allí –o hacerles ricos a costa de la caza ajena para salir de allí.
–Me desprecias, ¿verdad, Rick?
–Si tuviera tiempo de pensar en ti, quizá.
(Y si supiéramos ir por la vida desplegando esos diálogos, abofeteando con esas frases, todos seríamos igualmente despreciables, pero con mucho más estilo.)
Pongamos que yo soy Rick Blane, por esta noche, y que después de haberte perdido años atrás, bajo la lluvia, sin razón aparente, después de haber pasado por todas las estaciones que la desolación, la frustración, la soledad y el odio imponían, hasta llegar a este remanso de silencioso cinismo que llaman Casablanca, tú apareces por mi local una noche cualquiera, del brazo de otro hombre, Victor Laszlo –perseguido héroe antifascista–, y le pides al pianista esa canción que yo le prohibí volver a tocar, precisamente porque me recuerda a ti, y escuece.
Recuerda siempre esto:
un beso es sólo un beso...
De todos los cafés y locales del mundo –dirá, diré unas horas después, bastante borracho ya (“¿Nacionalidad?”, pregunta el oficial nazi; “Borracho”)–, de todos los purgatorios de occidente, tuviste que acabar precisamente en el mío.
Volverás entonces –lo sabía–, esta misma noche, más tarde, tú sola, cuando ya hayamos cerrado el bar, para tratar de explicarme lo que jamás llegué a saber durante todo este tiempo: por qué. (Por qué huiste; por qué rompiste tu palabra y me rompiste a mí; por qué no llegaste a subirte conmigo en aquel tren.) El mundo se derrumbaba y nosotros nos enamorábamos, ¿recuerdas? Los alemanes iban de gris y tú ibas de azul. “Bésame, bésame como si fuera la última vez”: y efectivamente lo fue. Luego todo se derrumbó aquí dentro y el mundo me importó un carajo, y sólo me quedan ya los cuchillos del rencor y del dolor flotando en la copa; éstos que vuelvo a tragarme esta noche, ante ti y contra ti, mientras tú tratas de explicarme... Qué.
–¿Puedo contarte una historia?
–¿Tiene un final feliz?
–Aún no sé qué final tendrá.
–Tal vez se te ocurra mientras lo vas contando.
(Quizás te guste saber que esta película sólo tenía medio guión escrito cuando empezó a rodarse; su providencial autor, tras el abandono de los hermanos Epstein, Howard Koch, fue inventándose el resto literalmente mientras se rodaba, hasta el final: como este delirio en que trato de hablar contigo al hablar de esta película, dear; como la vida misma.)
Tú me querrás contar, en fin, la historia de una mujer que eres tú; que conoció muy joven a un hombre “idealista y valiente”, capitán de un mundo de “bellos y altos ideales”. Le admirabas, me dirás, le reverenciabas, y sentías por él lo que suponías era amor... Pero yo apenas te dejaré hablar: el rencor y el alcohol (combinación pésima) querrán vengarse de ti.
Sólo después, al día siguiente, podré saber que cuando nos conocimos en París, en aquel París que viví contigo, tú ya eras la mujer de Victor Laszlo –mi semejante, mi hermano en el culto tenaz de tu belleza.
Y sin embargo (en el fondo soy un optimista), “un día mentirás a Laszlo y volverás conmigo”.
Casablanca, te decía, es una encrucijada, una frontera y un purgatorio. Pero debes recordar también que Casablanca –la película– es la historia de la encrucijada del corazón de una mujer que esta noche eres tú. Más que un cuento atemporal sobre el heroísmo y la miseria humanas, sobre el romanticismo o la canalla, Casablanca puede ser esta noche el lugar donde ponerte, ponernos de nuevo a prueba, reescribirnos una historia más piadosa, sin consecuencias esta vez, sobre los sueños en celuloide del verano.
Déjame contarte entonces, esta noche, con esta historia de pasiones y derrotas que tú y yo revivimos presenciándola, vampirizando a sus protagonistas, que esta vez sí me explicarás, esta vez sí podré saber las razones de tu deserción. Y entender mucho mejor aquel episodio de equívocos y silencios y conspiraciones que fue nuestra historia. Déjame contarte (“la verdad también se inventa”, dijo don Antonio Machado) que en realidad sí estuviste dispuesta a dejar a Victor Laszlo por mí. Aunque ni él ni yo lo mereciéramos.
Que me dijiste, por ejemplo: “Ya no puedo luchar más. Una vez huí de tu lado, no quiero hacerlo otra vez. Ya no sé si está bien o mal lo que hago. Tienes que pensar por los dos. Por todos nosotros”. (Y que yo te respondí: “De acuerdo; así lo haré”.)
...Siempre la misma vieja historia:
un duelo por amor y gloria...
Casablanca puede ser también esa región, movediza y errante del Tiempo, en que tenemos la oportunidad de entender qué significa realmente la nobleza. Puede ser la encrucijada de una mujer, la frontera del hombre perseguido que huye con ella; y el purgatorio de un segundo hombre –éste– que descubre que ese otro hombre que tiene a la mujer que ama también la quiere igual (¿quizá más?) y puede seguramente ofrecerle una vida mejor. Pongamos que ocurrió así, que tú sí estuviste, aquella segunda vez, dispuesta a dejarle por mí, y que entonces yo entendí, efectivamente, que debía pensar no sólo por mí, sino por todos nosotros.
En el fondo, quizás, lo único que este hombre llamado Rick Blane pretendía, lo único que rumió su rencor trago a trago todo este tiempo, era saber por qué hiciste lo que hiciste, y sobre todo que aquello que tuvo contigo sí fue real, sí existió, sí fue lo mismo para ti, y no la vil estafa del que se encuentra solo al despertar de un sueño.
Déjame recordar entonces lo que no sucedió nunca: que, para poder ser fiel a nuestra historia, yo mismo me traicioné y te traicioné a ti –así como tú tuviste que traicionarme, aquella primera vez, para ser leal a tu vida anterior–; que te hice creer que huiría contigo de Casablanca –aquel purgatorio, aquella encrucijada– para en realidad empujarte a huir con él, pues conseguí entender a tiempo qué es lo que Casablanca tenía que darme: que aquel París tuyo que creía mentira sí fue verdad; por eso “siempre tendremos París”. Y por eso este cínico imposible llamado Rick Blane, que había perdido la fe en cualquier cosa tras el desengaño, puede volver a recuperarla: el compromiso con el mundo pasa antes por el compromiso con la propia sombra, y con las luces que alumbraron antes y se nos fueron.
Será eso, al cabo, lo que teníamos que aprender en Casablanca: si amas realmente a alguien, podrás amarlo desde cualquier lugar del tiempo. El amor libera; el miedo apresa, secuestra, asfixia. Quizás la primera liberación, amiga, antes de liberarnos de los nazis, sea ésa.
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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