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Tras el cerco de la ciudad, era evidente que la derrota era cuestión de tiempo. El brazo aristocrático y el eclesiástico querían pactar y rendirse. Pero no era posible el pacto. El enemigo exigía rendición sin condiciones. Se produjo entonces la salida de esos dos brazos del parlamento. Sucedió algo que nadie esperaba. Y fue, precisamente, un parlamento. Allí se habló de libertad y de derechos. Nadie vio la novedad en todo ello, salvo Voltaire, que escribió unas líneas sobre los sucesos de Barcelona. Por lo demás, era difícil saber qué pasaba, qué pasó en la ciudad cuando las élites empezaron a marcharse, a desaparecer. Habían empezado todo esto hacía unos años, cuando esas élites firmaron un pacto secreto con Inglaterra, que aseguraba que, si se perdía aquella guerra dinástica, se garantizaba un Estado independiente. De eso, hacía mucho. Un día, burlando el cerco, logró llegar a la ciudad desesperada un buque de guerra inglés. La ciudad lo recibió con euforia. Pensaban que traía armas, comida, promesas. El cumplimiento, en fin, de aquel acuerdo firmado. Pero en realidad traía una factura por gastos de guerra. La ciudad enloqueció. Empezaron a circular rumores falsos y optimistas, que hablaban de ejércitos no previstos, que vendrían en breve y revertirían la situación. También se habló de una intervención divina. Todas las iglesias organizaron rezos continuos. Se promulgó, incluso, una ley prohibiendo el lujo y las joyas y obligando a la ciudadanía a la humildad para que, a través del buen comportamiento colectivo, la Divinidad interviniera. Cuando era evidente que ni siquiera los oficiales del Ejército querían luchar, se nombró Generalísima de los Ejércitos a la Virgen. Escasas horas después, sucedió el desastre.

Aristócratas, eclesiásticos. Sociedad. Conflicto. Huida de aristócratas y eclesiásticos. Desesperación. Fe. Tragedia. Siempre. Incluso cuando ya no quedan aristócratas ni eclesiásticos.