OBRAS Y SOMBRAS
Baudelaire, demonio redentor
El poeta francés encendió la antorcha negra con que poder ver los contornos del abismo, allá donde sus contemporáneos no querían mirar
Miguel Ángel Ortega Lucas 1/11/2017
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“Oscuridad es luz donde hay luz sola”, dijo otro hermano de la misma cofradía (Goethe). Así es: una luz absoluta, totalitaria, sólo ciega. No somos ángeles sino hombres; no podemos mirar al sol directamente, ni vivir sólo de la luz, en la luz. Es precisa la sombra. Que unas alas negras se ciernan enormes sobre el páramo. Sólo así podremos identificar los contornos de todo lo que nos rodea, de todo lo hermoso y de todo lo atroz: es decir, de lo que somos.
Cada vez que la (fanática) raza humana pretende vivir a la luz falsaria de un dogma, tratando de ocultar en el sótano de la conciencia colectiva todo lo que no quiere ver, lo que no soporta ver, surge desde los abismos de su propia psique ese tipo de ángel negro. Puede ser en muy diversos frentes; puede ser un ejército, o puede ser un solo y furioso emisario, cerniéndose sobre todas las cabezas de su siglo. Charles Baudelaire emerge en el siglo XIX francés, como un aullido, para tapar el sol totalitario de la Razón a ultranza y revelar los monstruos que ésta trata de hurtar a la mirada de sus hipócritas contemporáneos: sus semejantes, al fin y al cabo; sus hermanos.
A quienes despreciaba altiva y aristocráticamente: “París vive una época de vulgaridad, centro y resplandor de la necedad humana”, dejó dicho. Pero el mundo siempre es de una ordinariez insultante para quienes sólo entienden vivir en el límite de sus propias posibilidades, sean celestiales o demoníacas. “Era poeta y amaba lo impreciso”, diría Rilke después. Es decir: el infierno o la gloria, pero no esta cosa mediocre en que siempre pretenden convertir a la vida los cobardes. Y el siglo de Baudelaire fue el de la consagración del absurdo, de eso que llamarían alienación: el ser humano despojado de lo humano, convertido en tornillo de engranaje en el beatífico campo de concentración del Progreso, tal y como algunos lo entienden. Vidas anónimas acudiendo del campo (gloria o infierno) a las ciudades para dejarse engullir por la maquinaria que se alimenta de ellas, deglutidas y desechadas al fin como detritus social: la defunción del individuo.
el siglo de Baudelaire fue el de la consagración del absurdo, de eso que llamarían alienación: el ser humano despojado de lo humano
“No”, grita Baudelaire, dandi demoníaco, gamberro que irrumpe borracho en la fiesta para destrozar el piano con un hacha, mientras huyen horrorizados la señora, el caballero (era el siglo en que, en la victoriana Inglaterra del pobre Oscar Wilde, algunos dementes consideraban obscenas hasta las patas de los pianos). Sabía con quién se jugaba los cuartos, porque él casi era uno de ellos: las bombas siempre se ponen por dentro. Su padre, funcionario del Senado, murió cuando el niño tenía seis años –había nacido en 1821–; su madre se volvió a casar, con un oficial del ejército. El futuro hereje fue expulsado del colegio a los 15. A los 21 accedió al fin a la herencia de 100.000 francos de su padre: le duró dos primaveras de farra.
Desde ese momento viviría como pudiera, repudiando con ahínco el mandamiento burgués de ser útil para nadie (“¡ese dios implacable y frío llamado Utilidad!”). Acabarían con él, a los 46 años, la escasez, la soledad, el alcohol, las drogas y el aburrimiento de su siglo. Le sobrevivirán aún, muchos siglos, unos cuantos poemas con que dio las campanadas a medianoche de la modernidad, entendida como el canto de la pelea infernal, fascinación y terror, del hombre contra la ciudad de todos los pecados, esta Babilonia sin redención de la que no hay ya casi cómo escapar.
Baudelaire quiso escapar de todos y de todo: ahí su obsesión; pero para cumplirla su método consistió precisamente en hundirse hasta las heces de todo ello y encontrar alguna brizna de loto por entre el fango: ahí su poética. Nunca pudo contemplar, decía, el objetivo moral de la literatura, porque “la belleza de la concepción y del estilo me bastan”. Pero no era tan fácil: “Si dijera que es arte puro, de monerías y juegos, mentiría como un arrancador de dientes”. Para él, la búsqueda de la belleza pasaba por arrancar los dientes de sus contemporáneos a tumba abierta. No es que negara la moral, en crudo: negaba la moral de ellos, de ésos que fingen ignorar la sombra que late en todo, empezando por la suya.
Ellos niegan la parte oscura de la vida: Baudelaire los niega a ellos, explicándoles desde el pórtico de Las flores del mal –libro multado y censurado por “obsceno” por el mismo tribunal que procesó a Flaubert por Madame Bovary– que, lo quieran o no, “en nuestras mentes se agita un pueblo de demonios”; “diariamente hacia el infierno vamos”, porque “necedad, error, pecado y mezquindad ocupan nuestras almas”... Y sin embargo es otro pecado, mucho más imprevisto, sobre el que acaba cayendo todo el peso de su furia: “¡es el Tedio!”, ese engendro de “lágrimas falsas” que “fuma en pipa”: el crimen de una (alta) sociedad de alma corrupta, obscenamente orgullosa de su propia estupidez anestesiada y sin horizontes. Es decir: el germen mismo de nuestra gloriosa estupidez actual, depauperada y democrática.
Para él, la búsqueda de la belleza pasaba por arrancar los dientes de sus contemporáneos a tumba abierta
“No”, insiste este incendiario, capaz de titular Bendición a una pieza en que la misma madre del poeta dice preferir “haber parido un nido de víboras / antes que a un ser tan ridículo”. Bendición, porque “no ignoro que el dolor es la nobleza máxima”: sólo a través de él, maestro inevitable de este mundo, se puede conocer alguna vez el Otro Lado que la sombra oculta: “también la naturaleza participa del pecado original” (lo negro habita en lo profundo del blanco y viceversa). Baudelaire vive marginado, en el sentido esencial de la cuestión, porque su propia naturaleza luciferina le empuja a no hurtar la mirada al mal: no es regocijarse en él; es reconocerlo. El mal existe. Y sólo sosteniendo la mirada a ese sol negro podremos encender la verdadera antorcha. Por eso fantasea, en El spleen de París, con aporrear a un mendigo: no por sádico, sino para despertar el orgullo del otro, que el otro se rebele, mal sea golpeándolo a él de vuelta. Por eso se apiade de la musa vendible –la prostituta–, a quien casi nadie entonces osaría mirar en esos términos, para preguntarle qué hará cuando llegue el frío del invierno: “Si la bolsa y el estómago tienes vacíos, / ¿recogerás el oro de las esferas celestes?”
Pero, ¿y él, adónde iría a recoger su oro? ¿A qué limbo escapar, a qué refugio?: a los paraísos artificiales –que encontraría a la postre igual de vacíos que el resto–. Si en la soledad del papel huye como un loco en llamas hasta escupir su bilis en la cara del lector, en la soledad de la calle huye exultante a las drogas, al vino, proclamando que “hay que embriagarse” sin tregua: “¡Con vino, con poesía o con virtud, pero embriagaos!”. No quedaba otro remedio: “Con maravilloso lujo el vino sabe / adornar el tugurio más sórdido, / crear fabulosos pórticos / en el oro de sus vapores escarlata. (...) El opio amplía lo inmenso, / ensancha lo ilimitado, / ahonda el tiempo... (...) Mas nada de eso iguala el veneno que mana de tus ojos”.
El vino también participaría de su inevitable muerte prematura: hubo alguna tentativa juvenil de suicidio, pero optó por prolongar un poco más la velada con su sombra. Vampiros, remordimientos, mendigas pelirrojas y cadáveres enamorados forman parte de esa corte infernal de los milagros que impregnaría implacable la lírica europea inmediatamente posterior, diseminándose entre sus inmediatos herederos –Rimbaud, Verlaine, Valèry, Mallarmé...–, preñando el surrealismo el siglo XX, y permeando con su atmósfera maligna, aunque a veces no lo sospecharan, los universos de todos los esencialmente malditos, de Lorca a Vallejo, de Pizarnik a Bukowski.
Ante la luz absoluta de los cobardes, por entre la oscuridad cegada, Charles Baudelaire encendió la antorcha negra con que poder ver los contornos del abismo, allá donde crecen las flores más puras. Las flores del mal son en realidad las flores del bien. Pero para arrancarlas han de sangrarte las manos primero, oh hipócrita lector; mi semejante, mi hermano.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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