Libros
Todas las muertes de Pablo del Águila
Poeta de culto, fallecido en Granada a los 22 años, su huella no llegó a extinguirse nunca. Vuelve a reeditarse casi medio siglo después
Miguel Ángel Ortega Lucas 18/07/2017
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La orfandad es interminable. Cuando creemos –ingenuos– que ya se ha cobrado todas las víctimas, vuelve a comparecer, regresa, dejándonos un nuevo cadáver aterido en la orilla. En el arte, sin embargo, su corriente es mucho más vieja; puede remontarse siglos, décadas atrás: podemos recibir de repente el testimonio de otro de sus crímenes sin culpables en forma de sarcófago, en forma de cofre lleno de regalos para después, mucho tiempo después de todo lo muerto y lo escrito y lo vivido. Con frecuencia el hallazgo supone una fortuna; casi siempre le acompaña un remordimiento.
Pablo del Águila (Granada, 1946-1968), el fantasma de Pablo del Águila, debió de resistir aún mucho tiempo sobre el Darro tras su muerte, vislumbrado en su ciudad natal como el símbolo de un sueño poético desvanecido sin causa –aunque siempre hay causa, por más imposible que nos sea su autopsia–. Le olvidarían muchos, al morir, otros no lo olvidaron jamás y también habría, seguramente, a quienes les interesara su olvido. Pero la corriente es tenaz y a veces hace justicia: tras la recuperación a fogonazos de su obra, a lo largo de estos años, por varias tentativas editoriales (en 1973 y 1989, ambas de muy humilde difusión), Bartleby ha dado ahora a luz De soledad, amor, silencio y muerte (Poesía reunida 1964-1968). El testamento casi completo de un poeta juvenil que quemó etapas de aprendizaje literario a mayor velocidad aún que los cigarros que parecía fumar como si tuviera miedo de apagarse él mismo. Una voz brillante, heredera de la mejor tradición hispánica de posguerra, a punto de encontrar su tono verdadero antes de irse de este mundo.
La pregunta inevitable, siempre, en estos casos, es la misma: ¿Qué habría pasado si? Qué habría pasado si este post-adolescente vallejiano, incendiado de frío, con el desamparo mojándole los huesos sin tregua, hubiera seguido respirando unos cuantos años más: apenas unos cuantos más, pues la madurez alcanzada en su primerísima juventud sí dan pie, en este caso, a especular sin demasiado margen de error con una maestría de primer nivel en la carpintería poética. Advertía Umbral sobre Larra, precisamente por la época en que Del Águila comenzaba a hablar en sus cuartillas, que tales literaturizaciones son absurdas: Larra, según él, ya habría dicho todo lo que tenía que decir antes de pegarse un tiro con 27 años. A Del Águila se le ha comparado (recurso fácil) con Rimbaud, por aquello de la edad, pero precisamente Rimbaud dio todo lo que tenía que dar para enmudecer, implacable, al dejar atrás la juventud. ¿Dijo Pablo del Águila todo lo que quería, lo que tenía que decir, antes de su muerte? Es imposible responder. Sí es posible afirmar, sin embargo, que de haber seguido viviendo –es decir, sobrevivéndose a sí mismo en la escritura–, hubiera seguido aprendiendo a decir hasta alcanzar un dominio pleno de su voz; quizás, apurando la especulación, hasta resultar una valiosa rara avis en el panorama poético de los 70, condicionados hacia unas estéticas demasiado concretas que quisieron obviar una tradición para él insustituible.
Sus influencias no dejaron de ser evidentes, por más que las supiera honrar con astucia. Y justo por eso no hay desdoro alguno en que no llegara a poseer una voz enteramente propia
Porque, aun reconociendo no sólo el talento, sino también lo precoz en el manejo de las formas, del puro andamiaje que un poema precisa para funcionar como artefacto emocional y verbal (hay muchos nombres de fama que no han llegado en toda una vida de escritura a la contundencia alcanzada a veces por Del Águila), decir, como se dice en la solapa del libro, que “a los veinte era dueño de una voz poética original” resulta demasiado generoso. Sus influencias no dejaron de ser evidentes, por más que las supiera honrar con astucia. Y justo por eso no hay desdoro alguno en que no llegara a poseer una voz enteramente propia; al contrario: era Del Águila un verdadero poeta por ser también un poeta honesto, de los que se saben en continuo proceso de formación y no pretenden ir al arte (ni a ningún sitio) a descubrir el Mediterráneo, sino a seguir remando, simplemente, como durante miles de años lo hicieron sus maestros antes que él.
Lo que nos llega, en fin, casi cincuenta años después de su último verso, es lo suficientemente estimable como para comenzar y terminar el volumen con una suerte de melancolía doble y enfrentada, como dos puertas que no llegan a abrirse o cerrarse del todo: al principio, la pura tristeza sin origen, a bocajarro, que chorrea; al final, la tristeza un poco perpleja, desangelada, de no entender por qué no hay más páginas, por qué no hubo más días, es decir, en su vida.
Son cuatro los ciclos poéticos recogidos en el libro, escritos entre los 18 y los 22 años, con el pórtico de un par de poemas alumbrados aún antes de la mayoría de edad (cumplía los años en diciembre). Es un acierto incluirlos porque ya está él ahí. Hablando, por supuesto, invariablemente, de la muerte, como una especie de promesa que alguien le hiciera demasiado pronto: “Partiré de noche”, dice en uno de ellos, “cuando nadie sospeche mi partida... (...) Nadie verá mi llanto. / Pensarán que un arcángel / me tocó con su espada (...) Será de noche, sí, / será de noche”.
¿Cuántas veces la muerte, la palabra muerte, la invocación o el recuerdo de la muerte, en los poemas de Pablo Del Águila? El lector parece asistir a la ceremonia íntima de un adolescente madurando hacia su fin como un embrión que se gestara en su pecho y que respirase sólo a través del humo y de la tinta, al caer la tarde o la noche de una ciudad provinciana del tardofranquismo que no parecía consolarle más que a ratos, los de lectura o conversación y vino con los pocos cómplices que pudieran entenderle. (Que, a pesar de la efervescencia cultural que ya empezaba a vivir Granada, esa ciudad se le quedaba pequeña. Claro que Madrid, después, le agobiaría en el sentido inverso...: ¿En qué lugar de la tierra hubiera podido respirar en realidad este muchacho?) La muerte, siempre, por todas partes: se puede abrir el volumen casi por cualquier página y vuela despavorida esa palabra, como una mosca inevitable.
Y las voces tutelares: de manera fundamental, fumando casi con él en la habitación mientras escribe, César Vallejo. La ternura atronadora del “muertito peruano”, como él mismo le llamaba, capitalizando el tono y la visión y el abrazo desde el principio: “Y entonces me entran unas ganas / enormes / de besar cada boca en su momento, / de abrazar a cualquiera que me mira / y ríe conmigo...”. El desamparo originario, la pena por él, por el mundo, por todo, porque no comprende nada, porque no entiende este mundo, “por qué en la vida /cualquier cosa que existe /simplemente / tiene su explicación / mientras que el hombre / debe arrastrar su cuerpo / y sus zapatos / sin que nadie le escuche / cuando sufre”.
La comunión con Vallejo llega quizás a su momento más alto en los poemas dedicados a su hermano (muerto), Juan Pedro del Águila, en un cántico directamente deudor de los Poemas de hogar del americano: ese pulso magnífico entre lo cotidiano y lo absoluto, en un diálogo sonámbulo para otro muerto real e irreparable. Y el oído de la mejor poesía clásica castellana, donde afinase seguramente el oído (es frecuente en él su propensión a la música, a la nostalgia de convertir sus poemas en canción). Y Miguel Hernández. Y Blas de Otero y José Hierro: comienzan a resonar, poco a poco, esas voces que dieron apretura a la desolación de posguerra, en la voz del jovencísimo Del Águila, por ejemplo cuando escribe un poema-epístola a Rafael Alberti y le advierte: “No creas que no hay nadie / en esta tierra. / Bebemos vino, tocamos la guitarra / y todos dicen que somos tan alegres / y aquí se quedarían toda la vida. / Pero nadie se queda”.
Silencio y muerte
Porque existió sin embargo en Pablo del Águila un esfuerzo consciente, voluntario, quizás titánico, teniendo en cuenta cómo acabó todo, por levantarse, por abrir la puerta, por darse a todos y sumarse a una causa mayor que su propia tristeza; por tratar de salir de la víctima adolescente y de la cárcel de los ojos implorando desde la infancia que no fue. (Lo repite, tenaz: acusa en varias ocasiones la injusticia fundacional, para él, de una infancia inexistente: “...nuestra pequeña infancia / sin caricias. Nuestra pequeña infancia / sin infancia”. Y nada es trivial en un poeta como éste.)
existió sin embargo en Pablo del Águila un esfuerzo consciente, voluntario, quizás titánico, teniendo en cuenta cómo acabó todo, por levantarse, por abrir la puerta, por darse a todos y sumarse a una causa mayor que su propia tristeza
Algo pareció espolearle a partir de sus veinte años, como una especie de fe en que su propio desamparo era mellizo del desamparo de tantos españoles de entonces, sepultados entre el asco y la impotencia. Por eso, con Resonando en la tierra (1966), “pide perdón”: “En todos estos años / sólo he sabido que me llamaba Pablo / y que tenía una muerte por herencia. / ...no he hecho más que ignoraros, / es decir, ignorarme”. Entiende entonces que debe poner su corriente al servicio de las pequeñas e infinitas corrientes paralelas que esperaban otra vida. Su poesía gana en audacia, en aullido, en cabreo. El conocer en Madrid a Félix Grande fue decisivo en esto, como bien dice J. García Jaramillo en el prólogo. De nuevo otra influencia proverbial (concretamente la del libro de Grande, modernísimo y emocionante todavía hoy, Blanco Spirituals -1967-) para romper los corsés estilísticos utilizados hasta la fecha.
Continúa arriesgando, probando, sin conformarse con lo ya absorbido. Sus poemas finales (entendiendo por finales los recogidos en la parte final de este volumen) no apuntan nada, ningún indicio mayor que los anteriores de que el final estuviera más cerca. Pero sí encontramos, en la página 257, una composición que intuimos clave para entenderle: es la primera vez que habla de la muerte de su padre (fallecido en un accidente cuando él tenía apenas 11 años) en términos de conflicto, concluyendo:
...porque recuerdo, imagino que hoy es el día
de estar como queriendo mucho a papá, con todos los respetos.
Hay algo que extraña, silenciosamente, de este libro. Un muchacho, casi un adolescente con el alma tan en cueros, ¿cómo es posible que escribiera tan escasísimos poemas que aludieran tan siquiera al amor, al amor de pareja? Encontramos uno, misterioso, al principio –si es que se refiere a ello–, en el que todo calla como una culpa (“En la noche de ayer / nuestro silencio / nos abrazó a los dos / como un hermano”), y sólo años (páginas) después encontramos algo explícitamente erótico (“Hoy has abierto mi boca con tus dedos...”: pág. 134), en que la claudicación anula sin embargo cualquier goce: sabe que después de ese suceso no habrá más: “Me has amado un momento. Ya es bastante”. Porque cuando decimos poemas de amor podemos referirnos –más en el caso de alguien tan joven– a poemas de frustración amorosa.
Alguien que no sólo lo conoció bien, sino que lo ha vindicado siempre como una sombra tutelar decisiva, es Joaquín Sabina. En su libro de entrevistas con Javier Menéndez Flores, Yo también sé jugarme la boca. Sabina en carne viva (2006), el cantautor no se cansa de recordar su deuda literaria y vital con Del Águila: “Soy un chico de Úbeda, hijo de un inspector de policía, que se va a Granada a estudiar Filosofía y Letras y que ese encuentra a un tipo que se llama Pablo del Águila. Lo que aparece inmediatamente con Pablo del Águila es Neruda y Vallejo. Me da, en el mismo día, Los versos del Capitán, de Neruda, y Poemas humanos, de san César Vallejo. Entonces me vuelvo loco, pero absolutamente loco. (...) Cambia mi visión del mundo y de la vida. Además cantaba y lo hacía muy bien”.
Sabina lo encuadra, en lo referente a su educación sentimental y artística, con Serrat, con Aute, con Silvio Rodríguez y Pablo Milanés [usó dos versos suyos para su canción Amor se llama el juego: “Y cada vez más tú y cada vez más yo / sin rastro de nosotros”]. Le recuerda como “un dandi absoluto. Medía casi dos metros, era rubio y muy guapo, y llevaba siempre una bufanda umbraliana, roja, que le llegaba al suelo. Era capaz de citar a Rilke en alemán”. También le convenció de que el polvorín de mayo de aquel año 68 en París “nos concernía íntimamente”. Y dice asimismo Sabina: “Se sabía [que era homosexual], pero yo no le conocí nunca nada parecido a un novio. Desde luego, ni salió del armario ni hizo nunca el menor comentario. Supongo que sería un caso parecido al de Lorca, que llevaba eso muy oculto”.
Ni una sola mención, sobre esta circunstancia, a lo largo del completo prólogo de Jaramillo. Si no estuviéramos hablando de la obra de un artista, la vida sexual del sujeto no tendría más importancia que su historial con Hacienda, pero no es el caso: una obra verdadera, sobre todo una tan radicalmente confesional como la de Del Águila, es radicalmente una vida, y ninguna de ellas puede en absoluto deslindarse de la única cosa que consigue salvarla o condenarla; esto es, el amor –en su versión sentimental-pasional-sexual–, y la carencia o la pérdida o el anhelo de él. No tiene nada que ver con chismorreos zafios de patio de luces: si este muchacho era efectivamente homosexual, se entendería mucho mejor el desamparo irreparable que transpiran sus páginas, y que selló su muerte, en la Granada provinciana del franquismo. ¿Se debe esta omisión a viejos pudores familiares, o es que se lo inventa (harto arriesgadamente) Sabina? Ni una sola pista, en cualquier caso, sobre su posible vida amorosa en todo el prólogo.
Podemos aventurar que también obedecería a ese mismo pudor lo relativo a su muerte. “¿Voluntaria?”, se pregunta Jaramillo: “Sus allegados albergan todavía ciertas dudas sobre lo ocurrido en aquellos días: si fue la última y definitiva consecución consciente de alguna tentativa de suicidio anterior o si por el contrario fue un trágico accidente que no pudo impedirse”. “Pablo se pegó un tiro”, decía Sabina a Menéndez Flores: “Se suicidó en Nochebuena, apenas rebasados los veinte, con toda la familia en la habitación de al lado”.
La palabra suicidio sólo comparece una vez en todo el volumen, ésa que menciona Jaramillo. La palabra accidente, cuando se habla de lo sucedido al padre. La palabra muerte, sin embargo, carcome el volumen como una plaga. Por ejemplo [pg. 120; cerrando poemario, y cuando aún no había cumplido los veinte]:
Me queda la nostalgia, la esperanza
en mi muerte
prematura.
Lo demás no importa:
carece de importancia
lo que digo.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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