Tribuna
El 155 y la sombra de Carlos Ruiz del Castillo
En la medida en que Cataluña ha perdido la autonomía que la Constitución le reconoce, se ha vuelto a romper el pacto constitucional, y nuestros magistrados y constitucionalistas oficiales guardan un silencio, que no es ignorancia sino complicidad
Álex Alonso Nogueira 8/11/2017
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Entre las diferentes formas para legitimar la intervención del Gobierno del Estado en Cataluña, que para muchos juristas está al borde de la Constitución pero por el lado de fuera, se ha citado más de una vez la suspensión de la autonomía catalana el 2 de enero de 1935. La cita, en boca de políticos no demasiado rigurosos, como Casado o Rivera, y que revela una cierta banalización tanto del derecho constitucional como de la situación política en la que estamos, se vuelve una mentira doble, por media verdad, ya que se obvia que esa suspensión de la autonomía de facto fue declarada materialmente inconstitucional por el Tribunal de Garantías de la República, a partir de argumentos que aún hoy son de valor. Ese y otros olvidos han creado cierta sensación de impunidad, y han dejado a los pies de los caballos, al menos desde el punto de vista teórico, la legitimidad del régimen del 78.
Si la calidad de la democracia se prueba por la calidad de los argumentos que empleamos en nuestro lenguaje público, es complicado caer más abajo; y el presente momento, el momento del “a por ellos” y “a prisión” casi normalizados, es algo más que inquietante. Se cumple así la hipótesis de Pedro Cruz Villalón quien consideraba que la mera referencia al 155 lejos de probar la fortaleza del Estado era un “síntoma de su ruina”. En esas estamos. Su aplicación ha valido para normalizar un estado de cosas, una realidad de hecho, que cualquier trabajo jurídico mínimamente sensible hubiera considerado violaciones inaceptables de derechos constitucionales apenas un año antes y así, en esta nueva normalidad excepcional, es posible oír a un periodista aparentemente de la izquierda, defender que existe un estado de derecho porque se puede recurrir una prisión preventiva, sin tener demasiado cargo de conciencia por legitimar la privación de libertad de un ciudadano que no sólo no ha sido sentenciado, sino que ha sido detenido, a partir de unos argumentos que sólo con un martillo se pueden encajar en los supuestos procesales. Esto es lo que hay. Una nueva normalidad, que implica una casi una automática y ficcional redefinición de lo que es posible y de los que es imposible, y ante la que el espacio público guarda el silencio que anuncia las catástrofes morales.
La aplicación del 155 ha valido para normalizar un estado de cosas, una realidad de hecho, que cualquier trabajo jurídico mínimamente sensible hubiera considerado violaciones inaceptables de derechos constitucionales apenas un año antes
¿Cómo se ha llegado a esta normalización? Desde luego no es flor de un día: es el resultado de un progresivo vaciamiento de los lenguajes políticos y morales que en los años de la transición, ahora tan denostada, nos hacían sensibles a cualquier violación de los derechos de los otros, y en los que se veía como propia la reivindicación de los estatutos, una forma hoy olvidada de fraternidad entre los pueblos de España que ha sido minada poco a poco con el silencio y, a veces, la complicidad de la izquierda, cepillando, cepillando. Otro desatino del que nadie parece tener que dar cuenta. Habrá que explicar algún día cómo se produjo un desplazamiento desde esos fraternales estatutos que parecían romper el monocromo gris del franquismo, a un “las autonomías nos roban”, que tal vez fue previo a ese malhadado “España nos roba”, dos paradojas en sentido estricto. Aparece ahí la tradicional incapacidad de la derecha liberal y de cierta izquierda para entender que el Estado, lejos de ser el gendarme o la madre, metáforas infantiles muy del estilo de los políticos citados, es quien hace posible la solidaridad, la redistribución y la fraternidad, y que aunque lo haga imperfectamente, no parece que haya otra alternativa que articular nuestros voluntades políticas en gran parte a través de él.
De este modo esa nueva normalidad, que es el fruto de naturalizar un estado de excepción, aun siendo trabajo jurídico tosco, no hay más que oír las estrategias argumentales de la Fiscalía, sólo ha podido triunfar a través de un trabajo previo de redefinición de los marcos discursivos y de los marcos jurídicos; y así se ha conseguido, al mismo tiempo que naturalizar la arbitrariedad, darle la vuelta a esa cacareada pirámide constitucional de la que cándidamente nos hablan los manuales de derecho: en su cumbre no está el Tribunal Constitucional, sino el Gobierno que actúa a través de las instituciones judiciales del Estado, sin límites conocidos ya que sólo él puede decidir cuándo se extingue la excepcionalidad y a nadie, ni siquiera una oposición abducida, cómplice de este enredo, tiene que rendir cuentas. Así puede entenderse que un diputado electo se vuelva, en un abrir y cerrar de ojos, un ciudadano de la calle, y que se acepte como un fait accompli una destitución por decreto del Parlamento, sin que se justifique, por ejemplo, qué precepto ha incumplido o qué violación tan grave justifica la ruptura del mandato electoral del diputado Coscubiela, por ejemplo, o del diputado Iceta. Y de este modo, el voto popular, amparado en una Ley Orgánica, parte central de nuestra Constitución, y no una concesión del Estado o del Gobierno, se suspende solamente con una resolución del TC, cuya ley se cambió ad hoc en 2015, un dictamen de una comisión que nunca se había reunido antes, inclumpliendo su propio reglamento, y el voto de una cámara territorial, que ni representa directamente a los ciudadanos ni a las comunidades autónomas que constituyen la base de la estructura del Estado. Y así, una ley orgánica, aprobada en dos parlamentos y refrendada por la ciudadanía, se vacía de contenido con el sólo voto del partido del Gobierno y de sus palmeros. Todo vale.
Y se dirá, claro, que el Estatuto no ha sido derogado. Que se mantienen las instituciones de autogobierno en las que se ha subrogado, por decirlo elegantemente, el Gobierno del estado. Pero no es cierto, y así lo observaba la sentencia de 1936 en una caso parcialmente homólogo, uno de cuyos ponentes fue Carlos Ruiz del Castillo. Su trayectoria merece un apunte: proveniente del sector católico y conservador de la magistratura, crítico con el valor supremo que la Constitución tenía en el régimen republicano y miembro de Acción Española, Ruiz del Castillo fue uno de los tres ponentes encargados de redactar la sentencia que acabaría considerando inconstitucional aquella suspensión. Porque de facto, en la medida en que el gobierno se arrogaba un poder discrecional, tanto en la gestión como en el proceso de superación de aquella anomalía, el Tribunal se veía obligado a declarar que se había producido una suspensión de la autonomía catalana y, por tanto, una violación del artículo 11 de la Constitución republicana: decir que no se suspende la autonomía no equivale a no suspenderla, aunque en este momento performativo de la política, como en aquel, words seem to be deeds [las palabras parecen hechos]. En la medida en que Cataluña como sujeto político ha perdido la autonomía que la Constitución le reconoce, se ha vuelto a romper el pacto constitucional, y nuestros magistrados y constitucionalistas oficiales guardan un silencio clamoroso, que no es ignorancia sino complicidad. En aquel agitado marzo del 36 incluso Ruiz del Castillo, que volvería de rector a Santiago en el primer franquismo y que ocupó puestos no muy visibles pero sí institucionalmente claves en el régimen, percibió el sentido de aquel texto legal en el que otras veces parecía no creer y, sobre todo, cuál era el oficio del jurista. Y así, aunque sólo unos meses más tarde huiría de Madrid para pasarse al bando de Franco, su papel se atuvo a un rigor profesional --ya que no a compromiso con la República-- que hoy se echa en falta y que pone en muy mala situación a la intelectualidad del régimen del 78. Sin entender cómo hemos ido perdiendo los marcos que ayudaban a interpretar la sociedad en que vivíamos y en la que queríamos vivir, y cómo hemos ido adquiriendo una piel de reptil que no nos hace estremecernos ni sufrir cuando estamos delante de una barbarie fría, será difícil recuperar una idea común de bien, de justicia y de fraternidad, que ante nosotros hace casi nada han volado por los aires.
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Alex Alonso Nogueira es profesor del Brooklyn College de la City University of New York.
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Álex Alonso Nogueira
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