En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
CTXT está produciendo el documental 'La izquierda en la era Trump'. Hemos recaudado ya 4100 euros. Haz tu donación y conviértete en coproductor. Tendrás acceso gratuito a El Saloncito durante un mes. Puedes ver el tráiler en este enlace y donar aquí.
En un inteligente artículo publicado en CTXT, Jorge Lago ofrece dos importantes aclaraciones sobre el nacionalismo catalán. La primera es su admiración (compartida por mí) por el hecho movilizador de un proyecto de nación frente a una mera resignación a un estado central que no acaba de tener tal proyecto. Afirma Lago la importancia del nacionalismo en el internacionalismo. El internacionalista vacío que afirma que su patria es el mundo no entiende que sólo desde el nacionalismo se puede ser internacionalista, lo demás es quedar en manos de poderes abstractos. Corrige esta primera idea con una correcta apreciación de cómo el nacionalismo catalán ha apelado a un pueblo imaginario que deja en la sombra a la mitad de su población. Cuando afirmaban “nosaltres el poble” estaban realmente distinguiendo un “nosotros” de un “ellos” que fracturaba a un pueblo real que desbordaba al supuesto nacionalista.
Hasta aquí mi absoluto acuerdo con Jorge Lago. Mis comentarios críticos nacen de una apelación a las ideas de un viejo libro de Henry Lefebvre, La producción del espacio, en el que se queja, con toda la razón, de que todas las formas de nacionalismo olvidan el espacio cuando piensan en la nación.
Obviamente hay que matizar: el viejo nacionalismo decimonónico proponía como objetivos una lengua, un territorio, un estado, pero no es esto lo que Lefebvre entiende como producción de espacio. El espacio es a la vez un producto social y una producción (reproducción de hecho) de la sociedad. En el caso de las naciones, junto a todo el elemento sociocultural como la lengua, las prácticas, los afectos comunes, etcétera, hay bases materiales sin las cuales no es posible que la nación sea un espacio real. Las dos más importantes, señala el autor, son el mercado y los componentes que definen la propiedad estatal de la violencia, que tienen que ver con los elementos activos, como son las fuerzas armadas, y los pasivos, como son las definiciones de fronteras. La triple conjunción de lo imaginario, lo económico y lo institucional es lo que hace que una nación sea un espacio viable y permanente.
Ya se han identificado bien cuáles eran los límites del soberanismo catalán en el procés. Han sido sus propios protagonistas, comenzando por Santi Vila y siguiendo por las ideas implícitas en las entrelíneas de los comunicados de los diversos partidos implicados en el proyecto. No contaban, afirman, con las constricciones de tener una Hacienda propia y los dispositivos básicos de un estado. Más que la aplicación del 155, lo que no habían descubierto ni imaginado es que las dos condiciones materiales de la producción de una nación ya estaban reguladas por poderes que excedían a su imaginario del “ellos”, a saber: “España”. En el sistema-mundo contemporáneo, el agente principal es la región geoestratégica de la UE que define bien a través del sistema euro y de los tratados fundacionales lo que son las estructuras de mercado y los monopolios de la violencia y las fronteras geográficas. Si estas dos variables hubieran estado en cuestión, como ocurrió en las postrimerías de la Guerra Fría con los Balcanes y las naciones de la Federación Soviética, las cosas hubieran sido muy distintas. Pero el soberanismo catalán puso todos los huevos en la cesta de una lectura idealista de la historia. Craso error que le habrá de costar una generación para reflexionar.
la rápida emigración de las sedes de las grandes empresas significó desde los primeros momentos cómo los límites del mercado y los límites reales del espacio están relacionados
Más interesante y menos notado, desde mi modesto punto de vista, es el fracaso de la nación española, o de la nación de naciones española, para la producción de su propia viabilidad como nación, en el materialista sentido de la producción de un espacio híbrido de lo imaginario y social, de lo económico y del poder coactivo. A diferencia del soberanismo catalán, el Estado español contaba con el monopolio de la fuerza y con el sostén del poder constituido de la comunidad europea. En cuanto a los mercados, la rápida emigración de las sedes de las grandes empresas significó desde los primeros momentos cómo los límites del mercado y los límites reales del espacio están relacionados. Sin embargo, es notorio el fracaso de todas las fuerzas políticas en activo en la producción de un imaginario social suficiente para producir un espacio común. Las apelaciones a la bandera han sido apelaciones a afectos muy abstractos no menos basados en un “nosotros” y “ellos” que los del soberanismo catalán.
Mi idea es que ambos soberanismos fracasan en los mismos pantanos: son incapaces de encajar lo imaginario, lo económico y lo institucional. Por razones distintas, pero básicamente apoyadas en los mismos errores: son incapaces de teorizar las dependencias mutuas que sostienen el sistema peninsular como un sistema geoestratégico pero también cultural común.
El reclamo insistente del soberanismo catalán es que, dejados libres, podrían construir un mercado propio floreciente sin el peso de tener que aportar fondos a las regiones atrasadas económica, social y culturalmente de la península, atadas a una cultura de la subvención e incapaces de integrarse en la modernidad. Que este argumento insistente tenga una base en las nuevas formas de racismo, que han mutado de lo biológico a lo cultural no es aquí relevante, aunque podría ser apuntado en el margen. Lo más insidioso del argumento es la incapacidad para entender que la hacienda común, y con ella la transferencia de excedentes, es una parte esencial de los espacios nacionales en el área geoestratégica en la que vivimos. Supongamos que un éxito en su utópico ideal les permitiese cortar el flujo de excedentes con España. En este supuesto está implicado el imaginario de que no les importa que estos excedentes pasen a ser parte del flujo común por la pertenencia a Europa. Suponen que siempre serían unas pelas menos y que además les dejaría decidir por sí mismos. Posiblemente tengan razón en parte, pero olvidan la base material de su espacio: tanto los mercados como, sobre todo, los flujos más básicos de la construcción del espacio, que son esencialmente de materias, energías, información, recursos materiales, están en régimen de dependencias esenciales con el resto de los pueblos de España. Israel es un caso claro de independencia de estos vínculos, pero su supervivencia depende de un enorme esfuerzo en inversión militar para preservar tal independencia, que les exige vigilar y defender su monopolio sobre los recursos hídricos, los más básicos para su supervivencia como espacio posible. En el caso de Cataluña, nadie ha calculado los costos que tendría algo similar, pero seguramente no serían menores que los del Israel, con el agravante de que necesitarían un poderoso aliado que soportase este excedente.
El caso del Estado español es aún más grave y doloroso por su ceguera. El régimen del 78 nació de un error básico que fue el de multiplicar las autonomías para frenar lo que era ya entonces imprescindible: hacer un proyecto común que articulase lo imaginario, lo económico y lo institucional. La movilización del PSOE en Andalucía (“somos una nación como todas las demás”, dejando en lo implícito “pero necesitamos más recursos que todas las demás”) creó una distorsión que ahora estamos pagando, y que fue la cesión de “café para todos”, cuando hubiera sido el momento de plantear con seriedad la necesidad de pensar las interdependencias de mercados, soberanías e imaginarios. Ningún partido ha ofrecido un proyecto atractivo y común para todas las Españas. Sólo pequeños arreglos para sobrevivir a las debacles electorales.
Nadie ha ofrecido un proyecto en el que el trabajo por el mantenimiento de las interdependencias ecológicas, económicas y sociales en un proyecto común y los necesarios reconocimientos en forma de soberanías, símbolos y articulaciones de poder vayan juntos. Tenemos regiones pobres, en proceso de desertización, llenas de rencor histórico y, sin embargo, autónomas en la gestión de recursos para todos; y regiones ricas, dependientes de las pobres en la sostenibilidad ecológica y sostenidas en imaginarios de superioridad socioeconómica y cultural. Un desastre.
Nadie ha propuesto revertir los procesos autonómicos en la creación de un proyecto común basado en los comunes. Necesitaríamos un órgano inteligente, que podría ser un futuro senado como órgano de los comunes, donde se pensase esta articulación de las dependencias. El regeneracionismo español del XIX pensaba que los dos problemas básicos de España eran el agua y la gestión del agua. Hoy añadiríamos algunos más en un espacio de flujos de energía e información, pero básicamente tenían razón.
Necesitamos un gran movimiento de pedagogía sobre las interdependencias económicas, ecológicas y culturales. Los sueños de autarquía que aún quedan en ciertas posiciones, a veces muy extendidas en Cataluña, Euskadi, y menos, pero no menos peligrosamente, en otras, necesita ser transformado en un proyecto donde los conocimientos se unan a las emociones.
-----------------------
Fernando Broncano es catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad Carlos III.
CTXT está produciendo el documental 'La izquierda en la era Trump'. Hemos recaudado ya 4100 euros. Haz tu donación y conviértete en coproductor. Tendrás acceso gratuito a El Saloncito durante un mes.
Autor >
Fernando Broncano
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí