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Siempre que viajo a Latinoamérica tengo la misma sensación incómoda y culpable que me gustaría llamar el síndrome de Hemingway o de gringo viejo. Un relax de la conducta, una forma de recorrer los países como en pantuflas y gayumbos, una suspensión de ciertos civismos que respetamos en casa.
Casi siempre viajo como escritor invitado a algún encuentro, donde a menudo coincido con otros escritores españoles y europeos a los que conozco y en los que constato ese síndrome (reconozco el mío en el suyo). En parte, es la actitud del que pasa unos días lejos de casa y de las rutinas y se suelta la melena un poco (o un mucho, eso va por gustos), corriéndose la juerga que su vida española no le permite. Pero no se trata sólo de eso, pues no hace falta poner océanos de por medio para echar una cana al aire o salir a cuatro patas de un bar. Es un relax que tiene que ver con gestos minúsculos e inconscientes, como el de no abrocharse el cinturón al subir a un coche. Pequeñas excitaciones infantiles, travesuras insignificantes que traslucen la sensación de estar pisando un territorio comanche.
Las carreteras peligrosas, los barrios desaconsejados para pasear por la noche, los cables a la vista y los mil folclores de la miseria son corazoncitos de las tinieblitas que los europeos cruzamos con punzadas de adrenalina. Como los viajeros románticos que perseguían gitanos y andaluzas en la España de 1840, celebramos cada brochazo de costumbrismo latino como una inocencia de buen salvaje que nosotros perdimos con el tratado de Maastricht. Ser un poco temerario en una megalópolis latinoamericana forma parte de la experiencia turística. Al volver a casa, hay que contar lo cerca que uno estuvo del peligro, aunque ese peligro no vaya más allá de unas diarreas por comer fruta lavada con agua del grifo en el bufet de desayuno del hotel o un mareo por mal de altura.
No todos somos unos zafios alucinados vestidos de Coronel Tapioca que se sienten Indiana Jones con sandalias y calcetines, pero nos comportamos distinto, nos relajamos como no nos relajaríamos en nuestras ciudades. Algunos aún buscan el rastro de la sangre de las venas abiertas que describió anatómicamente Galeano y los hay quienes juegan a sentirse revolucionarios, pero son los menos. Aún persisten los misterios del maldito realismo mágico, pero ya huelen a alcanfor, como tantos otros realismos y tantas otras magias. No son comportamientos de expedicionarios de Lope de Aguirre, son actitudes y gestos tan sutilísimos que casi no se pueden narrar: hay que verlos y sentirlos.
Todo se resume en que Latinoamérica nos sigue pareciendo el “Welcome to Tijuana, tequila, sexo y marihuana” de Manu Chao. Sigue siendo el buen salvaje que se libera de sus cadenas, el hermano pobre y bueno que se redimió en su propia pobreza, unos versos ingenuos que sólo le piden a dios que la guerra no les sea indiferente. Es decir, es el otro, el sur de la frontera, lo que está lejos de casa y de la vigilancia de papá. La serie Narcos es quizá el último gran ejemplo de glorificación del salvajismo ajeno. Las rutas turísticas por el Medellín de Pablo Escobar lo confirman.
Nadie se libra de esta condescendencia, está casi en el aire. Del mismo modo que los franceses han seguido viendo toreros y arpegios morunos en cada esquina de España hasta ayer mismo, los europeos seguimos cruzando Macondos y viendo pasar cóndores cada vez que cruzamos el charco. Hay que hacer un esfuerzo para ver el continente real y no el imaginado.
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Autor >
Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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