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Durante todo el trayecto, mientras conduce con una sola mano, Miguel Ángel Chávez habla y habla: de la ciudad y los asesinatos, de la llegada de mexicanos y de inmigrantes centroamericanos en busca de trabajo en las maquiladoras o intentando pasar al otro lado, del tráfico de polleros y coyotes, de los sueldos de hambre que se pagan en las fábricas.
Hay cruces, muchas cruces, enhiestas cruces blancas consagradas a las mujeres desaparecidas, insignias de un paisaje al que nos han enseñado a mirar como letal
El vehículo entra en un horizonte árido y desolador como el infierno: el desierto. La tierra es color ocre, a tramos pálida, a tramos parda. Los arbustos son púas negras y espinas llameantes en las que se enmarañan restos de basura, bolsas de plástico y harapos deshilachados y mugrientos. Atravesamos varios desguaces y cementerios de autos apilados en columnas rodeadas de chatarra y neumáticos. A mi alrededor hay cruces, muchas cruces, enhiestas cruces blancas consagradas a las mujeres desaparecidas, insignias de un paisaje al que nos han enseñado a mirar como letal. Nos desviamos por un atajo de tierra aún más desamparado, cruzamos un molinillo de viento rodeado de cuervos y llegamos a las dunas de Samalayuca.
Al sur nos rodea la superficie desértica: montañas y más montañas de finísima arena que parecen sacadas del Sahara. Al norte, los cerros rocosos que delimitan la frontera que divide Ciudad Juárez y El Paso, uno de los lugares más trágicos del mundo.
Un hálito frío corta el aliento. El paisaje tantas veces repetido en libros, películas y documentales existe. Y duele más en la vida real. La dimensión crepuscular desprende algo indefinible entre el horror, el miedo y la orfandad. El silencio es estremecedor. El yermo provoca el llanto. Estos terrenos baldíos han presenciado el último suspiro de cientos de mujeres y víctimas del horror más absoluto. Nunca he visto un paisaje tan sobrecogedor. Miguel Ángel aparca el coche en frente de las dunas y sale torpemente, apoyado en su bastón de cuatro puntas. Es moreno, menudo y vivaracho. Viste sobrio pero elegante, luciendo un sombrero charro color beige. Su vida y su historia son dignas de película. Comenzó siendo mesero, cocinero y camionero, pero pronto se consolidó como aguerrido periodista de sucesos en El Diario de Juárez. En 2005, fruto del estrés, sufrió una embolia que lo dejó en coma un mes y lo postró en la cama casi dos años. “Ya me iban a cafetear, pero me recuperé mucho gracias a mi buen humor”, me cuenta. Hoy tiene el brazo derecho paralizado y se desplaza lentamente con andares patizambos, en una especie de danza lúgubre y melancólica.
Su cuerpo emite la laxitud de la enfermedad pero su rostro y sus ojos son pura pasión. El periodista de sucesos recuperó la memoria poco a poco y se recicló en novelista con Policía de Ciudad Juárez, un frenético retrato de su amada urbe fronteriza en clave de humor negro. Miguel Ángel fue mi guía, mi chofer y mi cuidador personal durante mis días en Juárez.
Como casi todos los juarenses que frecuenté, su atención y amabilidad fueron impagables.
La suerte de la ignorancia
Tomamos el Periférico Camino Real y llegamos a la zona montañosa limítrofe a la ciudad. Desde lo alto de los cerros se ve la línea fronteriza y El Paso, fácilmente distinguible por los altos edificios de cristal apiñados en el centro. Una pátina polvorienta y fantasmal parece haber caído en Juárez, en medio del Río Bravo y dos lomas grisáceas. El cielo luce con un azul intenso y el desierto devuelve la luminosidad como un espejo anémico. La ciudad (de 1,5 millones de habitantes) se expande con crudeza a través de casas paupérrimas fabricadas con láminas de zinc, calles terregosas y terrenos baldíos.
El paso de las personas queda desintegrado, cancelado y borrado de la memoria, como los huesos en el desierto. “Estamos en Fronteriza Alta”, me dice Miguel Ángel, “uno de los barrios más pobres y degradados de la ciudad”. Salimos de la troca (la camioneta) de Miguel Ángel. En las calles no se ve un alma. A nuestro alrededor sólo hay perros sarnosos, coches destartalados y alguna Suburban negra de vidrios tintados pululando con una parsimonia inquietante. Miguel Ángel aconseja a la fotógrafa que nos acompaña regresar al vehículo.
“En este barranco tiraron muchos cuerpos de mujeres”, me dice. Yo continúo haciendo fotos. Bajo por el terraplén y me acerco a la hilera de chabolas. En la tierra hay ropas de niño hechas jirones y un zapato de mujer. Tres niñas de unos trece años y un niño de unos cuatro se me acercan sonrientes subiendo la pendiente pedregosa. Resulta insólito, extraño, casi ilógico contemplar signos de alegría en un lugar como este.
Regreso a la carretera que sigue vacía y polvorienta. Un joven con aspecto de maleante aparece de una esquina. Se dirige a mí con andares demasiado rápidos. Le miro de reojo y adivino sus intenciones. Ropas anchas y renegridas, ceño fruncido, cara de muy pocos amigos. Esconde algo en el bolsillo de su chamarra. Tengo cinco segundos para tomar una decisión antes de que me aborde. Por mi cabeza pasan varias ideas absurdas que voy desechando: pienso en regresar al coche, pero sería exponer a la fotógrafa y a un hombre enfermo y semiparalizado; pienso hacerle una foto, idea ridícula que sólo me causaría más problemas; pienso en salir corriendo ¿Pero adónde? El tiempo se acaba. El tipo se acerca, acelera y ya está a dos metros de mí. Saco mi celular y finjo que alguien me llama. Decido abordarle yo a él. Con una mano sostengo el celular en mi oreja, con la otra lo señalo.
-- Disculpe usted, una pregunta: ¿Cómo se llama este barrio?
El joven se detiene a medio metro de mí y empieza a mirar a todos los lados. Tiene cicatrices en la cara. Esconde algo en el bolsillo. Amaga con sacarlo. Se acerca más y más, hasta casi rozarme. Murmura: “Fronteriza Alta”. Subo el tono.
“¿Fronteriza alta? Perfecto”, y me dirijo a mi celular, a mi falso interlocutor: “Acá estoy, patrón. Esperándolo”.
El joven me mira durante un segundo a los ojos, entre desubicado y emputado. Después se aleja mirando a todos lados. Regreso al vehículo y me encuentro a Miguel Ángel alterado. “Ese bato iba derechito a asaltarte. ¿Qué le dijiste?”, me pregunta. “Nada, le pregunté en qué barrio estamos”, le respondo. “Órale, pues ya lo sabes, cabrón, ahora mejor nos vamos de aquí en chinga”.
Estamos en uno de los barrios más pobres y peligrosos de la ciudad con peor fama del mundo, con un carro de maleantes siguiéndonos
Miguel Ángel gira apuradamente su cuerpo en 90 grados, empuja la palanca y enciende el motor con su mano izquierda. La furgoneta arranca. A los 10 metros volvemos a ver al maleante detrás de una esquina, al lado de un Pontiac negro con cristales tintados en el que van tres jóvenes más. Nos señalan, arrancan el carro y empiezan a seguirnos. El aire se congela. Los corazones se llenan de golpes arrítmicos. Algo ruge dentro de mí. Intentamos despistarlos pero el coche sigue nuestro camino. “Ha girado y viene detrás”, advierte la fotógrafa catatónica. La situación es tan surreal que me sale una risa nerviosa. Estamos en uno de los barrios más pobres y peligrosos de la ciudad con peor fama del mundo, con un carro de maleantes siguiéndonos, un chófer que conduce con una sola mano, una fotógrafa muy asustada en el asiento de atrás y la voz melosa de León Larregui sonando en la radio.
Afortunadamente a los cinco minutos nos cruzamos con una patrulla de policía, entramos en una zona más urbanizada, dejamos atrás las chabolas y perdemos de vista el Pontiac.
– ¡Nunca antes había visto policía en esta zona!, exclama asombrado Miguel Ángel.
– ¿De qué te ríes?, me pregunta después.
– De puro miedo, le respondo.
La Historia y las historias
El peligro queda atrás pero los latidos no aminoran su velocidad. El buen Miguel Ángel trata de calmarnos. Sigue conduciendo y relatando su historia con ese acento cantadito, tan alegre y tan norteño. Una historia íntimamente ligada a su ciudad. Los sesenta, años dorados del vicio y la parranda insomne. Cuentan que ya en los cincuenta, una jovencísima Elizabeth Taylor, acompañada por su marido Conrad Hilton, cruzaba a Juárez desde El Paso para encontrar las sustancias y la diversión que en Estados Unidos no podían. “¡Esto estaba bien suave! Era el patio de recreo de los yanquis”, me cuenta Miguel Ángel evocando sus años de infancia y adolescencia. Años en los que los mayores incidentes eran las madrizas a pedradas entre bandas de jóvenes rudos. Peleas entre los chavos de la Colonia del Carmen –llamados la J-55 en honor al líquido de frenos que usaban los locos del barrio para drogarse– y los del Arroyo Colorado. “Más que putizas, eran lluvias de pedradas y madrazos”, recuerda Miguel Ángel, “y yo era bueno madreando, me tumbé gacho al más felón del barrio”.
En los setenta y ochenta descubrió el sucio hedonismo de la Avenida Juárez, epicentro del vicio plagado de bares, cantinas, discotecas, cabarets, teibols (locales de estriptis) y prostíbulos. “Durante unos años viví con mi carnal, el actor Joaquín Cosío”, recuerda sonriente, “nos juntábamos toda la raza que escribía y actuaba. Eran fines de semana de pura fiesta. Sólo nosotros sabemos las borracheras que agarramos. Esta ciudad parecía Las Vegas”.
Atravesamos varios polígonos industriales que parecen inmensas cajas de zapatos blancas. Son las maquiladoras, cruento símbolo de la explotación laboral. Empezaron a instalarse desde los años setenta, pero experimentaron un verdadero auge en los ochenta, atrayendo a miles y miles de trabajadores de México y de Centroamérica que habían perdido sus tierras y su trabajo en el campo. La ciudad llegó a recibir a unos 100.000 nuevos habitantes por año. En una década la población se duplicó hasta alcanzar casi millón y medio que tiene ahora.
En los oscuros años noventa Juárez adquirió la macabra fama que aún hoy la acompaña. En 1993 tres acontecimientos cambiaron la ciudad para siempre. Ese año México firmó el Tratado de Libre Comercio con América del Norte, nació el Cártel de Juárez y comenzaron a aparecer cadáveres de mujeres violadas y torturadas.
El horror del feminicidio se instaló para quedarse, pero lo peor estaba por venir. En 2007 llegó el Chapo Guzmán, líder del Cártel de Sinaloa, con el objetivo de disputarle al de Juárez la plaza más preciada, el punto estratégico por el que más droga entra a Estados Unidos. El conflicto del narco provocó una oleada de asesinatos y venganzas por toda la ciudad. Las cifras son propias de una pandemia medieval o de una guerra civil. En 2008, murieron 1.587 personas; en 2009, 2.643; en 2010, otras 3.075.
“La guerra de cárteles fue terrible. Fue nuestra peor época con mucha diferencia”, asegura Miguel Ángel. “Llegamos a tener más de 200 asesinatos al mes y los delincuentes comunes aprovecharon para hacer su agosto”.
Raro es el juarense que no ha sido testigo de balaceras, matanzas, cuerpos colgados de puentes y macabras escenas de crímenes
Raro es el juarense que no ha sido testigo de balaceras, matanzas, cuerpos colgados de puentes y macabras escenas de crímenes. Casi todos con los que hablé me contaron que han sufrido asaltos, golpizas, secuestros o extorsiones de algún tipo en algún momento de su vida. El mismo Miguel Ángel cuenta que en 2009 le hicieron un carjacking, palabra robada del inglés, muy usada en Juárez para definir un robo de auto a mano armada. Dos hombres armados le sacaron a golpes de la furgoneta. Cuando advirtieron que se trataba de un hombre enfermo empezaron a discutir: “Oye, no seas gacho que este bato está malillo”, le decía uno al otro. “Acabaron madreándose entre ellos y abandonando la troca en plena calle”, cuenta Miguel Ángel. “Me puse a llorar de los nervios, me metí en una iglesia y comencé a rezar. Pensé que sufría otra embolia, pero era un ataque de pánico”.
De todas las atrocidades que me han contado, mi memoria retiene las que padeció Renix Nava, diseñador gráfico de 31 años. Una noche, cuando acompañaba a su novia a su casa un grupo de adolescentes armados les asaltó a golpes y le robaron. No contentos con eso se metieron dentro de la casa, agredieron a su familia y a él le dejaron inconsciente de un culatazo. Amenazaron con secuestrar a la hermana pequeña de su novia, que tenía cuatro años. Después de un buen rato de horror e incertidumbre decidieron llevarse a Renix en un carro. Durante todo el camino le dijeron que lo iban a matar. Frenaron el coche, le tumbaron en un parque y cuando se cansaron de pegarle le dispararon alrededor del cuerpo. “Tardé una hora en poder moverme”, me cuenta con voz entrecortada en una cantina. “Sentí que me habían disparado de verdad y estaba muerto”.
Las historias de horror y de impunidad que oí en Juárez son tantas que se escapan al tamaño de una sola crónica
Las historias de horror y de impunidad que oí en Juárez son tantas que se escapan al tamaño de una sola crónica.Periodistas amenazados y asesinados, mujeres manoseadas y robadas por la policía, inmigrantes extorsionados y maltratados por sus polleros, jóvenes desaparecidas. En cada esquina ha habido un asesinado o una balacera. “En este puente aparecieron colgados tres cuerpos con caretas de cerdo”, “en esa calle rafaguearon a unos policías”, “en ese bar unos narcos balearon a 10 hombres y siguieron bebiendo tequila como si nada”, “en ese descampado botaron a varias mujeres violadas y asesinadas”. El horror parece haber visitado cada esquina de la ciudad.
La ciudad que imaginamos
Si imaginamos una urbe diseñada para delinquir, traficar y cometer crímenes, un espacio en el que violar, torturar y matar pudiera hacerse con plena libertad, con la complicidad de los policías y las autoridades que inventan falsos culpables y liquidan a quienes se atreven a denunciarlos, esa ciudad se parecería mucho a lo que fue Ciudad Juárez durante la guerra del narco.
El Consejo Ciudadano, una organización no gubernamental mexicana, difunde cada año la lista de las 50 ciudades más peligrosas del mundo. Ciudad Juárez fue la más violenta del mundo durante los años 2008, 2009 y 2010, con unos 7,5 asesinatos diarios. Los crímenes empezaron a descender notablemente desde 2012. En 2013 ocupa el puesto número 37, con una media de un asesinato por día. El periodista Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto (2002), uno de los mejores reportajes sobre el feminicidio en Juárez, se muestra muy escéptico con respecto a este ranking.
“Además de las manipulaciones de cifras, está el índice de falta de denuncia de los delitos, que asciende a más del 90%”, me cuenta González en la ciudad de México. “La ciudad nunca ha dejado de ser una localidad estratégica para el tráfico de drogas, el secuestro, la extorsión, el tráfico de armas, la explotación de mujeres y niños y el resto de las industrias criminales. Ni la mentira, ni la simulación colaboran a mejorar la realidad. Y, por supuesto, la desaparición de muchachas, adolescentes y niñas sigue vigente”.
Reporteros de guerra y narco
Lucio Soria, reportero gráfico, corpulento, de tez mate y sangre ardiente, contesta el celular: “¿Bueno?... ¡Sí, sí allá le caemos ahorita!”. Inmediatamente después arranca y da un volantazo que nos empuja contra las ventanillas. La Suburban blanca de El Diario de Juárez avanza a toda velocidad hacia la colonia Mariano Escobedo, concretamente a la calle Pinotepa, donde acaba de ocurrir un aparatoso accidente sin víctimas. En el asiento del copiloto se sienta Lucy Sosa, reportera de la nota policial. En los malos tiempos, Lucy ha llegado a cubrir 20 asesinatos en una sola mañana. Peor que en una guerra.
“Hoy, el 35% de las muertes violentas en Juárez se producen por accidentes de tráfico como éste”, me cuenta Lucy al llegar a la calle mencionada. La escena es inverosímil: la parte trasera de un inmenso camión está empotrada en una casa ubicada en unos bajos. Al frente hay una furgoneta abollada. Varios periodistas toman fotos con premura y salen disparados al siguiente caso. “En Juárez siempre hay acción”, me comenta uno de los fotógrafos. “No hay día que no haya muertitos. Este fin de semana ha sido especialmente sangriento. Creo que cayeron seis o siete. Y hoy de madrugada otros dos ¿No los viste?”.
– No. No llegué a tiempo.
– ¡Qué pena! ¡Te lo perdiste!
Todas las escenas de crimen me parecen la misma, repetida. La misma aura espectral
Al día siguiente vuelvo a acompañar a los dos periodistas en su frenética jornada de trabajo. Las noticias terroríficas se repiten: ya van ocho asesinatos en dos días y medio. Un decapitado y seis cadáveres el fin de semana. Dos muertos más el lunes. El martes amanece con más sobresaltos: una niña ahorcada y dos cuerpos calcinados.
– ¿No llegaste a tiempo a ver a los muertitos quemados?, me pregunta otro fotógrafo.
– No. Tampoco los vi.
– ¡Qué pena! Estuvo suave. Mira, te enseño las fotos. Les hice un zoom a las piernas. Mira, se le ve el huesito, quedaron como un pollo frito chamuscado, dice mientras me muestra varias fotografías tomadas en un descampado.
Todas las escenas de crimen me parecen la misma, repetida. La misma aura espectral. Los mismos policías con chamarra de cuero, capaces de regresar por la noche a la escena del crimen y no asustarse. Aptos para ver fantasmas o para inventarlos.
Dispuestos a matar o a pegarse un tiro en la boca. Hay algo capaz de estremecer aún más que la escena de un crimen y es la certeza de que la muerte ronda por el aire y se acepta con toda naturalidad. Y en que en esta ciudad, cada conversación está teñida de rojo.
En la Fiscalía de Juárez varios hombres se desternillan de la risa contando anécdotas de balaceras y escenas macabras. Uno de ellos es el juez Luis Apolinar Juárez, un hombre trajeado, bigotudo y panzón que recuerda sus tiempos como comandante de policía, cuando competía con los periodistas para llegar antes al lugar del crimen. “Echaba carreras contra este cabrón de Lucio Soria a ver quién llegaba primero a los muertitos”, me dice mientras palmea al fotoperiodista. “Pero este jovenazo siempre nos ganaba. ¡Es un pinche corresponsal de guerra!”.
Al lado del juez está Salvador Urbina Quiroz, un abogado casi calvo de labia incontinente, viste traje brillante de alpaca, cadena al cuello, camisa desabotonada. También ríe, cuenta chistes, atiende a periodistas y enseña videos en su celular sin parar. Pero cuando hay que ponerse serio, se pone: “Los narcos me han amenazado muchas veces, pero de Juárez no me saca nadie. Aquí me quedaré hasta el final”[1].
La puerta de la sala se abre. Van a juzgar a la banda de El Barranquilla, acusada de extorsionar a empresarios y quemar negocios. Llegaban a ganar unos 150.000 pesos (unos 7.000 euros) semanales pagados por los empresarios locales a los que dejaban una nota explícita: “Comunícate en este teléfono o atente a las consecuencias”.
Quien no pagaba estaba perdido. Tanto el juez como el abogado dejan de reírse, adoptan una pose solemne y entran en la sala. Poco después aparecen ocho hombres y tres mujeres de aspecto siniestro vestidos con ropa deportiva gris y esposados. Los fotógrafos enfocan a los presos, disparan el obturador a toda prisa y salen de la sala rumbo a su próximo destino.
“No sé dónde iremos ahora”, me dice Lucio mientras conduce a toda velocidad. “Pero si aparece otro muertito valieron verga todos los juicios y nos vamos en chinga a fotografiarlo”. Así es el trabajo diario de un reportero en Juárez: una carrera hacia el infierno a golpe de volante, de calle en calle, de muerto en muerto, con la entereza de un corresponsal de guerra y la certeza de que los asesinatos nunca faltarán.
En la fachada de El Diario de Juárez –una fachada imponente, blanca, de estilo grecolatino– hay una gran foto de Armando Chopo Rodríguez, periodista amenazado y asesinado en 2008 cuando llevaba al colegio a su hija. En la redacción me recibe Rocío Gallegos, directora editorial del diario desde octubre de 2013. Entre los periódicos desperdigados en su despacho está el PM (la sección policíaca del diario) con una portada estremecedora: “Sangriento fin de semana”. La foto de un cuerpo sin cabeza acapara la parte izquierda de la página; en la derecha hay una mujer con un vestido minúsculo, senos ciclópeos y labios mojados y semiabiertos. En el interior se repite la imagen del cadáver con un curioso pie de foto: “Al bato se le veían los fregadazos que le pusieron en las piernas, ¡pobre!”.
– ¿Qué momento está pasando la ciudad?, le pregunto a Rocío Gallegos.
– La ciudad tiene la apariencia de lo que vivimos: una etapa de reconstrucción. Por eso todo está semiderruido.
– ¿Ha cambiado algo con la captura del Chapo Guzmán?
– Absolutamente nada. La droga sigue cruzando al norte y consumiéndose en las calles. Los cárteles han desgastado sus recursos y han decidido repartirse el negocio. El norte es de la Línea (el cártel de Juárez), el sur y suroriente de los de Sinaloa.
Ambos tienen su estructura aquí y estamos a la expectativa de que respeten sus acuerdos.
– ¿Crees que es real la reducción de la violencia en Juárez?, le pregunto a Rocío Gallegos.
– Hay una reducción de los homicidios, pero no se ha reducido el peligro en las calles. La impunidad sigue, al igual que el tráfico de drogas. La pobreza y la miseria se quintuplicaron durante la guerra del narco y eso ha provocado más delincuencia.
– Ya no se habla del feminicidio en Juárez. ¿Pasó de moda?
– Con la guerra de los narcos se disparó el número de mujeres muertas. Más aún que en los años del feminicidio, pero por motivos distintos: estas, en su mayoría, no eran mujeres violadas porque sí, sino mujeres involucradas en el narco, mujeres de narcos, etcétera.
– ¿Has pensado alguna vez en irte de aquí?
– Nunca. Siento que no se gana nada con huir. La violencia que empezó aquí se ha extendido por todo México. Muchos de los juarenses a los que conocí me piden que no escriba cosas malas de su ciudad.
“Ya bastante mierda cuentan los periodistas”, me dicen, convencidos de que la mala fama ahuyenta lo bueno y empeora las cosas. Los habitantes de esta ciudad son gente amable y acogedora, amantes de la buena mesa y de las cantinas. Gente atenta, preocupada en mostrarte lo mejor de la ciudad.
Frontera surreal
“Para que veas que no todo es malo acá, que también hay gente chida”, “para que al menos tengas algo bueno que contar”, me decían unos y otros. Su amabilidad y su generosidad contrastarán el recuerdo que me queda de una urbe magullada con una conmovedora voluntad de reinventarse y resurgir de las cenizas.
A nuestro alrededor se oyen voces que entretejen las mismas conversaciones. El mesero, el estudiante, el recepcionista, el periodista y hasta el mendigo hablan de lo mismo, de la violencia sin fin, de las niñas desaparecidas, de los inmigrantes desesperados que llegan codiciando sueldos de hambre. De tantas y tantas almas en pena que recorren el país maneras inverosímiles y llegan hasta la anhelada frontera. Y sólo entonces descansan o lloran o rezan o se emborrachan o se drogan y bailan hasta caer rendidos. Y sólo entonces se convierten en arena y se funden con la ciudad desértica.
Como al protagonista de su novela El Policía Huitlacoche, la buena comida es una de las grandes pasiones de Miguel Ángel. “Este lugar está bien suave, bien cura, de los mejores burritos de Juárez”, me cuenta al llegar a una pequeña fonda en el centro. Pedimos burritos de picadillo y de carne deshebrada con salsa roja. Varios me juran y perjuran que en Juárez están los mejores de México. A nuestro lado se sientan tres hombres vestidos con casacas de terciopelo negro y enormes sombreros norteños. “Una de dos”, susurra Miguel Ángel, “o son narquillos, o cantantes de narcocorridos”. Ojalá sean lo segundo.
Atravieso la Avenida Juárez, llena de mendigos, locales cerrados y carteles que denuncian la desaparición de niñas. Huele a polvo, a hierro oxidado, a abandono. La calle desemboca en el puente que divide la principal frontera de Juárez y El Paso. Abajo del pasadero se ve un riachuelo reseco, cuyas paredes están inundadas de grafitis del Che Guevara y otras consignas latinoamericanas. El mismo puente delata la desigualdad: del lado mexicano un toldo de plástico gris y roído; del lado gringo, un techado sólido y elegante de color rojiblanco. Algunos músicos callejeros cantan alegres en medio de este pasadizo enrejado. Familias y más familias cruzan a pie o en coche con la esperanza de un mundo nuevo, esperanza que suele estrellarse de bruces contra los muros de las autoridades migratorias estadounidenses. Documentos y más documentos, horas de espera, preguntas y más preguntas. Lágrimas de decepción.
Al otro lado de la frontera el mundo entero muta. El sol del amanecer baña los rascacielos de la ciudad texana. Las calles lucen limpias. Huele a kétchup y hamburguesa a pesar de que no veo ningún McDonald's cerca. La simbología yanqui inunda la calle principal, El Paso Street, y recibe al viandante como diciendo: “Relájate. Ya saliste de México”. En un bar suena una voz grave que parece caer de la eternidad. Es Johnny Cash: "You can run on for a long time. Sooner or later God'll cut you down". El rostro de un joven y mujeriego Frank Sinatra me sonríe en la fachada de un restaurante.
Un muñeco de Elvis en pose de baile me saluda a la entrada de una abigarrada tienda de antigüedades. Ahí están las sempiternas escaleras de incendios, las válvulas de agua, los chalets ajardinados, las amplias avenidas y los grandes centros comerciales. Los edificios de concreto y ladrillo del centro –piramidales, cristalinos, pomposos– me recuerdan vagamente a la arquitectura neogótica de Manhattan.
En El Paso (de unos 600.000 habitantes) también hormiguea la desigualdad en clave estadounidense. Una periodista rubia de piernas kilométricas se prepara para hablar a cámara. Varios afroamericanos mendigos pululan con ceño fruncido arrastrando carritos con cajas de cartón. Una inmensa mujer adiposa con media nalga al aire cabecea en un banco. Por las calles de esta ciudad –considerada la segunda más segura de Estados Unidos– circulan coches de policía sin parar. Al otro lado de la frontera apenas se ven.
Los rostros mestizos son mayoría. Hablo con varios de ellos, pero pocos se reconocen como mexicanos. “Yo soy estadounidense, amigo”, me dice en inglés un hombre de cuarenta años con rasgos indígenas, “jamás volvería a cruzar a ese infierno”.
¿Qué es una frontera? Una línea imaginaria a veces, una barrera real y espinosa, otras
¿Qué es una frontera? Una línea imaginaria a veces, una barrera real y espinosa, otras. En el caso de México y Estados Unidos son 3.185 kilómetros por los que han cruzado unos 12 millones de inmigrantes mexicanos (más de la mitad de forma ilegal) en los últimos cuarenta años, en un ritmo de unos 230.000 y 330.000 al año. Una línea que separa dos culturas discordantes, la frontera que componen Juárez y El Paso es un tránsito social de armas, sustancias y personas, un país migrante, incierto y fantasmal.
Cuando me canso de caminar por las silenciosas calles de El Paso y vuelvo a cruzar la frontera hacia México nadie me pide un solo documento. Me paro frente a una policía estadounidense para preguntarle por qué razón dejan entrar a México con tanta libertad. Adopta un gesto desconfiado y me exige que le entregue el pasaporte, lo revisa minuciosamente y de pronto exclama en inglés: ”Pero tú no eres mexicano, tú eres de España. ¡No tienes por qué irte a México! Puedes quedarte en Estados Unidos si quieres. Tienes hasta 90 días”.
– No, señora. Yo vivo en México, le digo.
– ¿Qué? ¿Que vives en México?
– Así es, señora.
La mujer arruga la frente y pone una mueca de aborrecimiento, como si acabara de decir un disparate. “¿Por qué razón vives en México?”, me pregunta. Me quedo un momento pensando. “Porque amo México”, le digo al fin.
La mujer policía cada vez está más sorprendida. Su mueca se torna más y más desagradable. “¿Me hablas en serio? No puedo creerte. ¿De verdad te gusta México?”.
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Este reportaje fue publicado en Soho México.
[1] Salvador Urbina fue asesinado el 26 de mayo de 2014 por dos pistoleros, en el mismo despacho donde al autor le conoció.
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Autor >
Javier Molina
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