El plumilla, el payaso y el juez
Imaginen que ustedes hacen chistes para los periódicos, caricaturas, humor gráfico, dibujitos, historietas. Ahora imaginen que un juez les procesa por eso
R.J.S. 8/11/2017
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El Jueves, raperos, chisteros, twitteros… comienzan a sufrir sin cuento la ley mordaza. Y este cuento se remonta a los polvos de estos lodos, o más atrás… va:
El juez. Imaginen que ustedes hacen chistes para los periódicos, caricaturas, humor gráfico, dibujitos, historietas… como hacen aquí J.R. Mora, Malagón, Pedripol, Luis Grañena, Boca del logo o las semblanzas políticas de Gerardo Tecé… La gente lee, los mira, sonríe, puede que algún lector se eche incluso una carcajada, o tal vez se moleste o incluso se moleste mucho si ese monigote le alude o le saca gordo o feo o el chiste le hace gracia hasta a su hijo. Cosas del humor que a veces es ácido, tosco, fino, surrealista, bestial. Qué más da, es humor.
Ahora imaginen que un juez les procesa por eso. Manda a sus fiscales o a sus funcionarios a las hemerotecas a que recorten esos chistes o esos articulillos para utilizarlos como pruebas de cargo y acusarles de cosas muy graves, por ejemplo: rebelión, rojez, injuria, vida desordenada, burla a la autoridad… cualquier cosa. Le detienen y le hacen un juicio, todo eso en unos días o unas pocas semanas. Entonces es usted condenado, por ejemplo, a la pena de muerte. Y le matan, por un chiste gracioso y hasta por uno sin gracia.
Imagínense ustedes yendo a la hemeroteca con las tijeras para recortar chistes de revistas antiguas, a veces con pocos lectores, a veces con muchos, porque su superior les ha mandado que busque “pruebas” para que la condena a muerte no parezca lo que es, un ajuste de cuentas
Esto ocurrió aquí, en nuestro país, esos juzgados legales estaban en un sitio que conoce usted bien si es de Madrid, los juzgados estaban en lo que es hoy el Palacio de la Prensa, un bonito edificio de los años veinte. El juez que procesaba y condenaba a muerte a los humoristas y periodistas se llamaba Manuel Martínez Gargallo. Copio las primeras líneas inocentes que hay de él en Wikipedia: “(1904 -1974), escritor, humorista y juez español que usó el pseudónimo de "Manuel Lázaro". Se le considera miembro de la llamada "Otra generación del 27", la de los humoristas discípulos de Ramón Gómez de la Serna, formada por Edgar Neville, Miguel Mihura, Pedro Muñoz Seca, Tono y Enrique Jardiel Poncela, entre otros.” Ya no copio más. Un tipo corriente, hasta majo, un colega de los humoristas que, tras la Guerra Civil, él mismo procesaría, juzgaría y condenaría a muerte.
No escribo nada nuevo. El historiador Juan A. Ríos Carratalá cuenta y analiza todo esto en el ensayo Nos vemos en Chicote, publicado por la editorial Renacimiento hace dos años. Pocos libros, y hay muchos, sobre la inmediata posguerra, me han producido tanta perplejidad, tanto estupor y tanto espanto. Con este tema del callejero y la memoria histórica hemos descubierto que hablar de los verdugos es siempre muy molesto. Porque los verdugos no eran Pepe Isbert y compañía sino todos esos funcionarios y “mandados” que fabricaron e hicieron funcionar el bien engrasado aparato franquista de asesinar bajo el tenue barniz de la legalidad inventada. Jueces, fiscales, funcionarios y demás leguleyos condenando a muerte a un chistero por hacer un chiste años antes, sobre tal o cual tema, tal o cual político o militar o capitoste de derechas. Parece increíble. Una broma pesada. Un mal chiste con final trágico y poco cómico. Imagínense ustedes yendo a la hemeroteca con las tijeras para recortar chistes de revistas antiguas, a veces con pocos lectores, a veces con muchos, porque su superior les ha mandado que busque “pruebas” para que la condena a muerte no parezca lo que es, un ajuste de cuentas, una venganza, una forma absoluta de banalizar el mal, de asesinar porque sí, por fría voluntad de aniquilación.
Esa gente, esos verdugos, no tienen calles, ni salieron en las películas de Berlanga. Nadie los conoce, vivieron sus vidas tranquilamente, siguieron sus carreras y sus aburridos escalafones. Tras esa minuciosa escabechina cambiaron de destino, se jubilaron, murieron en paz tras recibir los santos sacramentos y muchas veces ni sus hijos sabían lo que hacían o si lo sabían prefirieron hacer como que no sabían o no se acuerdan. De todo hay. Repito lo que cuenta en extenso Ríos Carratalá, este juez, antes de ser juez, era escritor de cuentitos de humor entre 1926 y 1931 y publicaba en los muchos diarios que había entonces: Blanco y Negro, ABC, Cinegramas, La Gaceta Literaria, Nuevo Mundo, Buen Humor, Cosmópolis, Ondas, Gutiérrez. Luego se hizo juez, suponemos que porque del humor se vivía mal y daba pocas perrillas o porque ser juez era más honorable y más temido. El caso es que durante la guerra llegó a capitán del cuerpo jurídico y, tras la guerra, fue nombrado juez instructor del Tribunal Especial de Prensa cuyo objetivo era procesar, detener, juzgar y condenar a escritores, periodistas y dibujantes más o menos afines a la república, más o menos chistosos y brillantes. Uno de estos periodistas condenados a muerte se llamaba Diego San José. Ustedes no le conocen.
El payaso. Saltemos ahora de personaje, vayamos al de la foto. Sí, es él aunque no lo parece. Parece el primo segundo de Fred Astaire, el medio hermano de Maurice Chevalier si no fuera por la cuenca vacía emborronada en la foto y ese brazo ausente. Ha quedado definido para la historia por unos cuantos brochazos gruesos: fundador, junto con Franco, de la Legión, bocazas, pendenciero, gallito con mala suerte… Con apenas diecisiete años ya era teniente segundo y se fue a hacer su primera guerra a Filipinas. Luego vuelve, se casa con la hija de un general, estudia cómo organizar el Tercio de Extranjeros, que se llamará, sin pecar de original, La Legión. Sus heridas no fueron demasiado heroicas. La primera en el pecho mientras andaba dando órdenes para la toma de Nador. La segunda en la pierna durante una retirada. La tercera en el brazo izquierdo cuando se acercó a primera línea de un combate a dar unas voces aguardentosas y arengar a los soldados, que era lo que de verdad se le daba bien. La cuarta en la mejilla y el ojo mientras daba órdenes para fortificar una loma recién tomada al enemigo marroquí. Le gustaban las valentonadas alejadas de cualquier prudencia estratégica y eso suele pagarse. Ya conocen su filosofía de vida, resumidas en los famosos lemas “¡Viva la muerte!” y “¡A mí la Legión!”. Desconozco si tuvo algo que ver con el tema de la cabra, pero no me extrañaría porque le pega. Así que llega a la Guerra Civil con diversas discapacidades y no pudo seguir exponiéndose a ser herido a riesgo de quedarse sin otras partes del cuerpo que ya no tenía duplicadas. Dejará los tiros y las razzias a otros, se dedicará a dirigir por un tiempo la Oficina de Radio, Prensa y Propaganda. Pero lo que nos ha quedado de él fue la trifulca famosa con Miguel de Unamuno. No voy a repetir entera la siniestra historieta que tan bien ejemplifica el talante del franquismo hacia los que utilizaban la cabeza para pensar y no para embestir. Sólo copiaré un fragmento de lo que dijo Unamuno del personaje aquel día infausto y legendario de 1936: “(…). Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor”. En estas ya sabemos que a Millán-Astray se le llenó la boca de espumarajos y soltó aquello o cualquier tremebundia semejante: “¡Muera la intelectualidad traidora!, ¡viva la muerte!” otros dicen que dijo “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!” Tanto me da. A lo que Don Miguel, con dos huevos, genio y figura para tocar los cataplines a todo el mundo a lo largo de su vida, le repuso: “éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”. Y claro, con la Universidad atiborrada de falangistas y demás avifauna fascista, pelotera y sacra, aquello fue el acabose, iban a dar “hondonadas de ostias” a ese viejuco-vasco-mosca-cojonera. Pero no, se salvó de los capones, los “quetepegoleche” o de cuatro tiros que le hubieran metido con gusto muchos de los allí reunidos. Eso nos queda en la gran historiografía del quebrado Millán, su macarrismo africanista, sus altanería idiotesca, sus pocas lecturas y su breve filosofía funebrista simplicísimus. (para ampliar el evento y sus consecuencias).
Apenas se conoce, por ejemplo, que era un romántico pichabrava. En 1941 se enamorará en una partida de cartas de Rita Gasset, hija de ministro republicano y prima de José Ortega y Gasset. Deja a su amante embarazada, se separa de su mujer y se va con su amor a Lisboa donde nacerá su hija, de nombre Peregrina.
Tampoco se conoce otra causa que no le redime, ni le perdonaremos por ello la cosa del ¡viva la muerte!, el gusto por los tiritos, asustar a viejos filósofos o el chusco asunto de la cabra, pero nos puede dar un perfil algo más rico del personajillo. El caso es que a José Millán-Astray le gustaban mucho los artículos y novelitas del periodista Diego San José, eran compañeros de tertulia en el Gato Negro. Antes de la Guerra Civil. Cuando el fundador de la Legión llegaba al cafetín decían los tertulianos con guasa madrileña que habían llegado “los restos de Millán-Astray”. A Diego le apodaban “el menino” por su baja estatura. Ya se sabe que el humor grueso no mata y que el cachondeo, los motes o apodos chuscos entre amigotes siempre es bien tolerado. Incluso el periodista republicano le redactó las memorias a Millán antes de la Guerra. Después ya sería otra cosa. Se acabó el humor directo y libre por muchos años.
El plumilla. Así que pasemos ahora a conocer a Diego San José. Nos quedamos con él, pero podríamos citar y enhebrar la vida de otros muchos escritores, periodistas o humoristas que se cepilló el juez Manuel Martínez Gargallo. Por cierto, se me había olvidado que también condenó a muerte a Miguel Hernández. Manolito era un tipo muy eficiente en eso de limpiar España ¿tal vez porque el fanático juez sabía que la poesía era un arma cargada de futuro?
Pero imaginen por un momento a Diego San José. Madrileño de pura cepa, regordete, amable, simpático, ya dijimos que bajito y ojos saltones como en un asombro permanente. Hay que reconocer que era un plumilla de raza, un periodista fértil, un escritor prolífico y famoso antes de la guerra: colaboraciones cómicas, comedias en verso y prosa, artículos regulares en el ABC, Los Lunes de el Imparcial, El Globo, La Mañana, El Liberal, más de setenta novelitas cortas costumbristas, históricas, picarescas a la moda de entonces, quizá de un estilo demasiado añejo, también poesía, zarzuela, actualización de Fuenteovejunas y otras obras clásicas, más artículos algo relamidos y arcaicos, y hasta la letrilla famosa del villancico “arre borriquito” ¿alguien da más? Sí, once artículos de propina en El Liberal y El Heraldodefendiendo la legitimidad republicana o criticando los ademanes y hechos bestiales de las tropas facciosas (aunque él no militaba en ningún partido) ¿tal vez le trincaron por la envidia del ex chistero sin éxito y ahora grisáceo juez Martínez Gargallo? Quien sabe. Resumamos lo que llegó después. Consejo de guerra. Cargos: “delito de adhesión a la rebelión militar y los agravantes de perversidad del delincuente, trascendencia del delito y gravedad del daño causado”. Para alucinar.
Los que a mí me dan miedo son los otros, los grises leguleyos, los jueces que buscaban pruebas en las hemerotecas, los secretarios del juzgado que se inventaban cargos, los fiscales que utilizaban la retórica retorcida de las naderías
¿Se imaginan la cara de Diego cuando se entera que quién le va a juzgar era su excompañero plumilla? ¿el acojono al descubrir que las pruebas de su “delito” son los artículos de prensa recortados por el secretario judicial de la Hemeroteca de Madrid y que a otros colegas les ha condenado a muerte por un solo chiste cualquiera? Primero es condenado a 12 años de cárcel, luego, insatisfecho el auditor con la “intensidad” de la sentencia, se revisa y se le condena a la pena de muerte. Café, mucho café. Pero más tarde se le conmuta a 30 años gracias a la intercesión de su compañero tertuliano mediohombre Millán-Astray al que la mujer del periodista irá a rogar in extremis. Suponemos que Millán hace sus llamadas: ¡Oye Paco, qué cojones, ni se os ocurra fusilar al menino, que es amigo de farra y le conozco! Cárcel madrileña de Porlier, traslado a la terrible prisión de la Isla de San Simón, en Redondela, luego a la cárcel de Vigo ¿Sobra decir que las cárceles de entonces poco tenían que envidiar en el trato y las condiciones a los campos de concentración de los nazis?, ¿que el número de presos y presas muertas por esas condiciones de hacinamiento, maltrato, torturas, enfermedades sin tratar, frío y mala alimentación es interminable? ¿que el condenado por ese mismo juez, Miguel Hernández, fue uno de esos muertos tras una agonía espantosa? Al menos Diego tiene suerte y buenos amigos que dieron la cara por él. Saldrá de la cárcel a los pocos años, cinco, que no son pocos ni lo serán nunca porque de esos años terribles no se recuperará nunca. Logró encontrar trabajo gracias su amigo José Regojo. Volverá a colaborar de cuando en cuando en la prensa, con el ojo negro de la censura puesto siempre en su pluma. Publicará sobre todo en El Faro de Vigo, bajo seudónimo y escribirá más de 80 o 90 libros que ya no verán nunca la luz. Muere en el 1962. Muchos años después. Muchos, muchos, porque el miedo aún duró mucho tiempo en el corazón de los vencidos y los aplastados. En 1988, se publica la obra donde cuenta sus penurias y duras supervivencias de preso kafkiano. Lo titula De cárcel en cárcel. Su lectura acongoja y acojona a partes iguales a poco que uno se ponga en su pellejo. Pero en estas memorias ni siquiera cita los nombres de sus acusadores, de todos esos funcionarios banales, de sus verdugos, ¿por miedo a pesar del tiempo transcurrido? ¿porque no merecen el honor de ser siquiera recordados o denunciados en un humilde libro? Más bien porque estamos inaugurando los años sesenta y los jueces franquistas siguen en ejercicio y cierto general de vocecita siniestra, baja estatura, barriguita fajada, andar poco airoso, megalómano, necio y bastante espantajo tanto de joven como ahora de viejo sigue dando mucho miedo. Y desde el periodismo cientos de plumillas babosos, pelotas y corifeos, los Pemanes y los Giménez Caballeros, asimilables y recambios más jóvenes siguen haciendo la ola a Franco, a sus desmanes, a su marco legal, a lo que hizo y por qué y hasta cuándo…
Si, es verdad, Millán Astray era un payaso macarra y como él hubo muchos militares, religiosos, facinerosos, falangistas, banqueros, estraperlistas y tragasables. De ellos ya hemos hablado muchas veces y por fortuna sus nombres y gestas van desapareciendo del callejero y apareciendo en la historia tal como de verdad fueron: aprovechados, asesinos, miserables, brutos, retorcidos, tramposos, ladrones... Pero los que a mí me dan miedo son los otros, los grises leguleyos, los jueces que buscaban pruebas en las hemerotecas, los secretarios del juzgado que se inventaban cargos, los fiscales que utilizaban la retórica retorcida de las naderías, los policías que daban hostias para arrancar mentiras, toda esa horda silenciosa que “banalizaba el mal” y eran unos “mandaos” aunque luego, al acabar la dictadura, se escaquearon, se hicieron los olvidadizos, se jubilaron de todo y fueron tipos honorables que tomaban vermú e iban de paseo por el espolón. Esos sí que dan terror y no los Millán Astray a los que se le iba la fuerza por la boca y eran aplastados y convertidos en insignificantes hormigas gritonas por las palabras afiladas y sabias de un anciano profesor de 72 años llamado Don Miguel. Me asustan, me asustarán siempre los tipos como Manuel Martínez Gargallo, los obedientes, los hombres grises, los “mandaos”. Y también una sociedad que se encogió de hombros y no les dijo nada cuando aún era tiempo, ni tampoco después, ni ahora.
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Autor >
R.J.S.
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