Gastrología
Cocina apátrida
Que no te engañen, la cocina internacional, el fast food, los precocinados y los alimentos industriales que simulan guisotes tex-mex, japo, hindú, italo, spanish, thai pueden alimentarte pero no son cocina sino pienso compuesto para humanos
Ramón J. Soria 14/06/2017
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Dos temas me quitan el sueño estos días. El primero es que en el hogar sigue cocinando ella a pesar de toda la propaganda pseudoigualitarista de MasterChef y de todos los chefs estrella Michelin macho alfa que adornan la Marca España. El adelanto de los datos de mayo del último Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas sonroja, el 71% de las mujeres dicen que preparan la comida siempre ellas o normalmente ellas frente a un exiguo 27% de los hombres que dicen lo mismo. A falta de explotar el dato por edad, clase social e ideología, perfilada por género, este dato bruto, más el del tiempo que dedican unos y otras a las tareas domésticas, nos describe una sociedad que sigue viviendo en el patriarcalismo culinario, que por una parte, desde el postureo mediático, parece que ha puesto en valor la cosa gastrosófica y, por otra, de puertas para adentro, en el día a día de los fogones, siguen dejando ese sucio y complicado curro a las mujeres. Para no aburrir con tablas y elucubraciones sociológicas científicas el gastrólogo quiere echar mano de la anécdota chusca y poco rigurosa. Mi madre, 82 años, me cuenta antes de ayer que cuando ella explicaba el día anterior en la peluquería que sus cuatro hijos varones eran los encargados de la compra y la cocina cotidiana de sus casas “siempre o normalmente” (hogares con y sin hijos en el que ella y él trabajan fuera de casa) el resto de clientas en proceso de peluqueamiento se hacían cruces, entre admiradas y espantadas, indagando sobre el tipo de exótica educación que mi madre nos había dado o tal vez pensando que debíamos de haber heredado sin duda un gen defectuoso y poco varonil. Ella negaba y renegaba, ya que, como mujer viuda y madre de cinco hijos, trabajadora dentro y fuera del hogar, tuvo siempre poco tiempo para lecciones magistrales sobre cómo hacer una tortilla de patata o la sopa de tomate. Además siempre hizo una cocina básica, de batalla, eficiente, tradicional, rápida, sin refinamientos pedagógicos. ¿Entonces por qué motivo sus cuatro hijos varones habían decidido asumir ese trabajo del hogar de forma cotidiana?, ¿por qué además eran unos buenos y hasta muy buenos cocineros? ¿por qué militaban en la defensa de esa actividad sin la alharaca del cuñao guisapaellas o el chulismo del indie, hipster, gafapasta que considera que la cocina es la nueva religión integrista? Los interrogantes quedaron en el aire perfumado de la peluquería y la discusión alcanzó niveles a los que nunca pudieron llegar Kierkegaard o Heidegger. Corren rumores de que al final el consenso se inclinó hacia el gen defectuoso heredado de una bisabuela afectada del terrible virus Wollstonecraftensis.
El otro tema que me produce insomnio es el empeño de convertir en militancias nacionalistas las diferencias de las cocinas regionales o nacionales cuando ninguna cocina del mundo es nacional, ni nacionalista, ni autóctona. Todas las cocinas del mundo son hijas de las migraciones, los nomadeos, las contaminaciones culturales, los viajes o éxodos de algunos, los exotismos exportados, las mezcolanzas casuales, y sobre todo de la curiosidad, el hambre y la imaginación que es algo compartido por todos los humanos desde que inventamos el fuego, la alfarería y la fiesta.
Que no te engañen lector, lectora, las cocinas regionales o regionalistas son un invento artificioso y reciente de ideólogos y políticos que querían imponer distinciones y fronteras, alambradas y recetarios plagados de banderas. Todos los guisos del mundo son un invento de muchos, de distintos, de muchas, de distintas, de hombres y mujeres que echaban mano de cualquier cosa comestible, a veces ni eso, sin importarnos su color o su aspecto, ni su olor o su origen. Y si cerramos los ojos, si masticamos con apetito y sin prejuicios, no hay alimento que no nos sepa a algo familiar, conocido y cercano. Mi paladar (y seguro que el tuyo aunque no te lo creas) es apátrida y mestizo. Mi memoria alimenticia (que también es la tuya) tiene ya muchos siglos y nunca estuvo quieta, ni fue pura. Los antropólogos rascamos un poco en cualquier caldo, corteza de pan, puré de legumbres o aliño de asado y leemos viajes, rutas antiquísimas, huidas ligeros de equipaje, migraciones milenarias, invasiones, conquistas, intercambios, comercios, trueques, suertes, vagabundeos e intriga. Que no te engañen chica, chico, la cocina internacional, el fast food, los precocinados y los alimentos industriales que simulan guisotes tex-mex, japo, hindú, italo, spanish, thai pueden alimentarte pero no son cocina sino pienso compuesto para humanos.
Me conmueve comer pan recién hecho en una taberna de Sidi Bou o en la única panadería de Melgar de Fernamental o cortar una torta cenceña para hacer unos gazpachos manchegos o picar un naan o rellenar unas tortillas calientes con guiso de huitlacoche. Recuerdo el agradable olor del pescado asado en las orillas del Bósforo o en una playa en la Escala o junto al agua turbia del gran río que moja Manaos. Me gusta masticar una ensalada de hojas amargas en la Laponia sueca al final del verano o unos espárragos trigueros recolectados en abril por los perdidos de Extremadura o un pastel de ruibarbo, ácido y dulce, en un pueblo de Gales o unas berenjenas asadas en casa de Elena. Confieso que soy insaciable comiendo dim sum relleno de cualquier cosa en Belleville y Tolbiac, o tortilla de patata con cebolla recién hecha y recién levantado tras un sábado loco o un cuenco de gofio en Tías, Lanzarote, o hasta de chapulines con mucho picante en México D.F. Todo me gusta. Mi paladar tiene pocos prejuicios. Me parecen ridículas y falsas todas esas formas de meter a capón “la patria” en un guiso cuando todos nos hicimos humanos en la seca garganta de Olduvai, en el gran valle del Rift africano, nos convertimos en agricultores e inventamos el pan, el vino y la cerveza en el Creciente Fértil que luego fue Siria y Egipto y luego nos desperdigamos por todo el ancho mundo indagando por climas, sabores, paisajes y horizontes hasta llegar al estrecho de Bering y quién sabe cómo cruzamos por los hielos y bajamos hasta la Tierra del Fuego y poblamos las miles de islas que salpican los mares comiendo antílopes, moluscos y algas. Por eso la mejor cocina del mundo es esta, la cocina de los apátridas, los nómadas, los inmigrantes, los huidos, los perseguidos, los que vienen o van. Que no te engañe ningún salvapatrias, ningún pelele con bandera y ejército, ninguna Le Pen, ningún ideólogo de la pureza de sangre, de credo, de gusto, de sexo, de imperio.
Esta sección comenzó con la voluntad de convertir el cocinar cotidiano en una necesidad cívica, una forma de soberanía política irrenunciable (gracias madre por el gen o lo que sea, tal vez tu ejemplo…). Y también de recomendar de cuando en cuando un restaurante bueno y barato, de esos que no tienen estrellas Michelin ni becarios esclavos por voluntad propia, ni flores amarillas por encima del guiso. CTXT nació en la cresta del tsunami de la crisis económica, del Crematorio, En la orilla, de Chirbes, y no estaba la cosa para meter una sección de puturús y caviares sino para hablar de justicia y soberanía alimentarias, lo repito, periodismo militante sin aires sápidos, verdades incómodas y tortillas con cebolla. Así que hay van mis dos “canutazos”.
-- Uno: en medio de Madrid, a tiro de piedra de la Plaza de España, hay un mercado mestizo llamado Mostenses en el que puedes encontrar cualquier alimento, producto o aliño inmigrante que no venderán nunca en una gran superficie. Dentro del mismo mercado hay un pequeño restaurante muy feo que haría morir de tres infartos seguidos a cualquier arquitecto de interiores de la escuela de Moneo, Calatrava o Bofill y tiene un nombre de otro mundo o de otro tiempo, poco glamuroso: Cafetería Lily, pero ofrece buena cocina chifa (chino-peruana): tamales, sopas, arroz chaufa, ajís de gallina, cebiches, papa rellena… a 7,50 el menú. No te preocupes que no habrá turistas, ni foodies, ni directivos del Canal de Isabel II sino trabajadores del propio mercado, peruanos del barrio, gente corriente, tú por ejemplo. Imagina la historia que tiene detrás. Cierra los ojos y sigue leyendo, siglo XIX, inmigrantes chinos hacinados en barcos que salen de Macao, cuatro meses encima del mar hasta llegar a Perú para trabajar de peones en las plantaciones de azúcar o las minas de guano, casi esclavos o menos. Salta un siglo hasta finales del XX, inmigrantes peruanos y peruanas que vienen a la España burbujeante del ladrillo para trabajar en lo que sea, jardineros, mucamas, cocineras, peones… La España que echaba a judíos y luego a moriscos, reserva espiritual de Occidente, se vuelve de nuevo mestiza, diversa, rica e interesante. Y tú estás ahí, en el centro mismo de todo el universo, a comienzos del siglo XXI, en el Lily, saboreando unos tallarines y una papa rellena, un cebiche de corvina y un seco que luego guardarás con cariño y cuidado en tu memoria. La madre patria era esto, tan solo la comida, alejar con bien poco el hambre, admirar cómo la invención, la curiosidad humana y la tierra puede proponer estas delicias. ¿Nacionalismos? Para esas indigestiones hablen con Guillem Martínez dos páginas más allá que él sabe de eso. Acá solo sabemos de huidas, fronteras que pasar, muros que saltar, alambradas y concertinas, futuros inciertos y ganas de comer y vivir en paz en cualquier parte. También de la alta filosofía que se expone en las peluquerías.
-- Segundo canutazo: Venga, un esfuercillo chicos, a ver si en el próximo barómetro del CIS que indague esos temas elevamos el exiguo 27% de los tíos que dicen cocinar “siempre o casi siempre” (y fregar y limpiar y cuidar y…), cocinar es algo muy importante y la primera forma de hacer política, en serio.
NOTAS:
Cafetería Lily. Plaza de los Mostenses 1, Madrid. Menú 7,5 €.
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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