Tribuna
Kevin Spacey y el debate sobre el acoso sexual
El trabajo del actor, como los de Newton o Faulkner, no debe ser juzgado, censurado o eliminado. Debe poder ser admirado sin sentir que eso nos hace cómplices de sus acciones o sus delitos
Clara Serra 22/11/2017
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Estas semanas hemos visto cómo se ha abierto el debate público acerca de los abusos sexuales y la cultura de la tolerancia que los rodea. Tras las denuncias públicas de muchas actrices contra Harvey Weinstein, uno de los mayores productores de Hollywood, Kevin Spacey fue el siguiente en ser identificado por varios jóvenes. Estos días es Charlie Rose, un conocido periodista de la televisión, quien ha sido acusado de acoso sexual y suspendido por la cadena CBS. Mientras, en nuestro país, la Liga de las Mujeres Profesionales del Teatro denuncia los abusos de poder que se dan en esta profesión y lanza un manifiesto contra el acoso.
Lo primero que cabe celebrar es que estemos debatiendo y hablando claramente de unos abusos cuyo cómplice principal ha sido siempre el silencio. Hoy el acoso es menos impune que ayer, y Hollywood, tras años en los que los abusos de Weinstein o Spacey han sido “un secreto a voces”, ha reaccionado, lo que es absolutamente necesario. Además, el que las denuncias a Kevin Spacey no sean solo sobre hechos ocurridos en el pasado --hay ocho trabajadores de House of Cards que afirman ser víctimas de acoso o abusos de poder-- debería ser la razón de mayor peso para detener la serie y darle a la protección de esos derechos toda la importancia necesaria.
Mientras que el caso Weinstein sacó más a la luz la complicidad y la responsabilidad colectivas, el caso Spacey ha girado el foco hacia las responsabilidades puramente individuales y aisladas
Esta polémica ha encerrado, sin embargo, en su interior otros debates, y presumo que esos problemas volverán a presentársenos en numerosas ocasiones. Deberíamos preguntarnos, por ejemplo, si una excelente persona puede ser un pésimo actor o si una malísima persona puede ser un artista excelente, un buenísimo escritor o un filósofo de primer orden. Siempre me ha parecido infantil esa ingenua suposición de que, por ejemplo, la filosofía hace “buenas” a las personas y que los grandes pensadores son ejemplos morales. Queremos creer que los intelectuales a los que la historia ha admirado se lo merecen moralmente y si leemos a Platón nos haremos buenos. Pero eso no es así: la historia del pensamiento, como la historia del arte, está llena de tipos infames. Por esta razón me han parecido siempre ridículos esos libros patrocinados por los think tank del Partido Popular que pretenden impugnar el marxismo contando que Marx fue un mal padre o un peor marido. Por la misma razón, no estoy de acuerdo con las compañeras feministas que piensan que podemos ignorar y dar carpetazo a los filósofos, a los escritores o a los artistas que han sido machistas porque han sido machistas, y me incomoda que las librerías “de izquierdas” no vendan libros de buenos literatos o pensadores reaccionarios. Faulkner era homófobo, Heidegger apoyó el nazismo y Aristóteles o Isaac Newton eran profundamente misóginos, aunque a nadie se le ocurriría impugnar el valor de la teoría de la gravitación universal porque su autor fuera una persona moralmente despreciable. Si creemos que no solo las verdades científicas sino también el pensamiento, el arte y la cultura tienen valor en sí mismos y tienen sus propios criterios de validez, deberíamos poder valorarlos por sí mismos. Es Kevin Spacey, y no sus películas o sus series, quien debe ser juzgado donde toca, dejando al margen su admirable talento artístico. Sus obras, como las de Newton o Faulkner, no deben ser juzgadas, censuradas o eliminadas; deben poder ser admiradas sin sentir que eso nos hace cómplices de sus acciones o delitos.
Hay otra advertencia que se ha puesto sobre la mesa en el caso de Spacey: la manera que Hollywood ha tenido de deshacerse de él no deja de parecer una estrategia higienizante por parte de una industria que ante todo quiere cauterizar una herida por la que podrían desangrarse millones de dólares. Se ha gestionado el asunto como si esta industria arrancase de su interior una manzana podrida, un mal intolerable, que ha sido rápidamente extirpado para poner a resguardo la higiene del conjunto. El problema no sería de la industria del cine sino de Kevin Spacey, un individuo enfermo que recibe ya en la clínica The Meadows terapia para “curarse” y medicamentos para suprimir sus impulsos sexuales. Individualizar los problemas políticos es siempre una manera de despolitizarlos. El abuso sexual desde posiciones de poder no es un fenómeno patológico, sino social, y el acoso sexual, mayoritariamente sufrido por mujeres, no es un accidente ocasional de individuos enfermos sino una lógica generalizada de una sociedad patriarcal. Mientras que el caso Weinstein sacó más a la luz la complicidad y la responsabilidad colectivas, el caso Spacey ha girado el foco hacia las responsabilidades puramente individuales y aisladas.
Esto nos lleva a preguntarnos acerca de un tercer problema: identificar a los culpables en los medios y las redes tiene muchos peligros. No es una buena noticia que el acoso sexual se denuncie y se gestione en las portadas de los periódicos, las revistas y los programas del corazón. Los juicios que no se dan en el marco de la Justicia, sus normas y sus canales establecidos, pueden ser muy poco justos y suelen llevarse por delante algunas de las cosas que la Justicia tiene que cuidar. Por supuesto, la presunción de inocencia, el hecho de que las acusaciones no pueden ser anónimas o la importancia de garantizar la proporcionalidad del castigo son principios irrenunciables, pero no solamente se trata de cuidar las garantías para una parte, sino para ambas. Los juicios mediáticos pueden perfectamente volverse en contra de las víctimas, sacrificar su intimidad o poner en duda su credibilidad. Cuando las denuncias se hacen en el espacio mediático, las consecuencias de estas tienen que ver con las inercias del espacio mediático. Por eso no es una buena noticia que, tras años de silencio e impunidad, este sea el modo de abordar y gestionar los abusos sexuales; esta manera es, en parte, el síntoma de un fracaso anterior. Si las mujeres o los jóvenes agredidos por Spacey se han visto obligados a denunciar públicamente es porque no han podido denunciar por otras vías. Si una denuncia a un actor o un productor viene seguida de una cascada de denuncias, si esas acusaciones se hacen en los medios y no en los juzgados o en las propias empresas donde ocurren, si se hacen anónimamente y se hacen después de años de silencio, es que algo ha fallado. Han fallado los mecanismos y los cauces que deberían haber existido para proteger los derechos de las personas agredidas. Es decir, las denuncias de acoso sexual en Hollywood o en la cadena CBS han explotado de esta forma porque durante mucho tiempo ha habido silencios cómplices, porque se ha encubierto a los acosadores, porque se ha puesto en duda a quienes lo han denunciado o porque denunciar se ha vuelto en contra de quienes no tenían el poder.
el feminismo ha puesto sobre la mesa, hace ya tiempo, que es necesario que allí donde hay relaciones de poder existan mecanismos y protocolos reglados para abordar las situaciones de acoso sexual
Ese es el verdadero problema, que revela la responsabilidad colectiva y que no se enfrenta porque Hollywood mande a un actor a una clínica. Y ante este problema, que también denuncian hoy las mujeres del teatro en España y que muy probablemente denunciarán más mujeres, tenemos que preguntarnos cuáles son las soluciones.
Hace falta reforzar nuestras leyes contra todas las formas de violencia machista y dotarnos de recursos efectivos contra la violencia sexual; como llevamos años diciendo, la violencia sexual es una forma de violencia machista que debe estar contemplada en nuestras legislaciones. Pero, más allá de las leyes, el feminismo hace tiempo que ha defendido la existencia de protocolos contra el acoso en al ámbito laboral y otros espacios colectivos. La consciencia de los abusos y agresiones sexuales como un problema social, especialmente agudo en determinados espacios sociales y sectores profesionales, debe servir para sacar a la luz la responsabilidad de quienes pueden poner en marcha mecanismos justos, proporcionados, cuidadosos y garantistas con ambas partes para hacer frente a estas situaciones.
Es fácilmente comprensible que, por ejemplo, para que un funcionario pueda denunciar la corrupción deben existir procedimientos y protocolos específicos que le protejan para contrarrestar las presiones e inercias que tendría en contra en su espacio de trabajo. Por la misma razón, y porque el acoso sexual es colectivamente encubierto y respaldado, es preciso poner en marcha mecanismos para que las mujeres puedan denunciar el abuso de poder de sus compañeros o jefes. Necesitamos herramientas que contrarresten las poderosísimas dinámicas por las que el poder está de parte de los agresores y los costes de denunciar recaen en las víctimas. Y por eso, el feminismo ha puesto sobre la mesa, hace ya bastante tiempo, la necesidad de que allí donde haya relaciones de poder –por ejemplo en el mundo del cine, en las empresas, en las organizaciones y, desde luego, en los partidos políticos--, existan mecanismos y protocolos reglados para abordar las situaciones de acoso sexual, para evitar que ocurran y para tratarlas del modo más justo y cuidadoso.
Si los responsables de un partido político, los jefes de una empresa o los dueños de una industria como Hollywood no ponen en marcha esos cauces para que las denuncias de acoso sean posibles, serán responsables tanto de la posible impunidad de los agresores como de la manera en la que un día esos agresores serán juzgados en los medios. No está bien movernos entre el acoso impune y silenciado durante años o la denuncia mediática, popular e instrumentalizada por una industria. Que lo que ha ocurrido estos días nos sirva para dar pasos adelante exige no imputarle a la cultura la inmoralidad de sus autores, ampliar el campo de las responsabilidades en vez de estrecharlo, e implementar contra el acoso leyes más efectivas y mecanismos reglados que el feminismo lleva mucho tiempo defendiendo.
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Clara Serra es diputada en la Asamblea de Madrid y consejera estatal de Podemos.
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