Historias ejemplares
El mercadeo de votos en las municipales de 1917
La jornada electoral transcurrió entre grescas de bofetones, botellas de vino y muertos muy vivos. De ocho de la mañana a cuatro de la tarde votó todo el que quiso o pudo. Los grandes triunfadores, los mauristas
Virginia Mota San Máximo 28/11/2017
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Portada del diario La Acción. Madrid, 1916
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Antaño, los enredos electorales prendían a cara vista, descompuestamente y por alguna que otra peseta. Algo sencillo que pasaba por enseñar las cartas con el pudor de un trilero. Sablazo va, sablazo viene. De este modo, la demagogia se levantaba desnuda para el votante el mismo día que comenzaba la campaña electoral, y en paños menores recorría los comicios laberínticos hasta quedar a la vera de la urna, que también andaba por la vida en pelotas. Hoy, sin embargo, esos émbolos activos empujan anubarrados en forma de política de vertedero, con alevosía y sin resaca, mientras se dan el sí quiero en uniones privadas y poco honorables entre prensa y partido, partido y tribunal, y tribunal y ciudadano. Un no parar.
Para muestra, las municipales de 1917, un circo de sufragio en cuya pista central bailaban los reclutadores de votos agarrados a sus siglas como lapas. Pelillos a la mar. Que hubiese por los colegios electorales catervas de adeptos buscando como fuese el voto para el partido al que representaban no quitó para que un amplio porcentaje de la población quedase indignada. Normal. Esa humillación del populacho, que es la misma canción de siempre, salía gritando desde los altavoces de algunos diarios de la época. La Acción, aquel día 11 de noviembre de 1917, resumía las municipales así: “Desanimación, chanchullos, embuchados y demás porquerías”. Estaban calientes los ánimos, y no era para menos.
A cuatro pesetas el voto
Porque, dejando a un lado la veda abierta para la propaganda electoral de mauristas, republicanos, socialistas, romanonistas, conservadores, independientes, demócratas y reformistas, el ABC publicaba el 24 de octubre de 1917 que las autoridades velarían por respetar “el derecho del elector, y que nadie encuentre obstáculo para expresar libremente en las urnas sus aspiraciones, sean cuales fueren las opiniones políticas que profese”. Pero una cosa era el poderío y otra muy diferente los de a pie, que, en forma de organización no tan clandestina, circulaban como locos escaleras arriba y abajo persiguiendo a los votantes para ofrecerles, por ejemplo, tres pesetas por su papeleta y, de propina, decía La Acción,”un pájaro frito y una copa en una taberna próxima”. Todo muy de España.
Esto ocurría en el distrito Centro, calle del Horno de la Mata, una zona en la que, además, los muertos no se morían como mandaba la ley. Y es que se contaba que en las Tres Cruces había un par de hombres con una lista en la mano emitiendo los votos de aquellos que no estaban ni en alma ni en cuerpo. Duende puro. Eso sí, el esoterismo fue más gansada que otra cosa y se destapó, caprichos del azar, cuando uno de los dos fue a votar por un pariente del interventor.
También hubo algún fantasma desmemoriado por Buenavista, donde un tal Nicomedes Sánchez Carnicero quiso votar por su hermano, que había dejado de respirar hacía algunos ays. Por lo visto, el hombre, que terminó detenido, había vendido su candidatura “por dos cigarros de los llamados ‘señoritas’ que se fumó en el camino”.
Aunque la voluntad del ciudadano era la justa y algunos terminaron achispados conforme avanzaban las horas, no quedaba otra que rellenar los huecos que dejaban los concejales. Se les había terminado el tiempo de calentar unas vacantes que valían lo mismo que un saco de oro. O más. Así es que los intereses de las diversas ideologías se zurraban sin descanso en el ring madrileño, a cascoporro y con los nervios a flor de piel. Como ejemplo, Buendía, el candidato romanonista en Congreso que se lió a puñetazos con un banquero por una discusión que, según el diario, no llegaba a ninguna parte, algo que no ocurría ni de lejos con la borrachera de un modélico practicante de la cultura de barra fija que entró en la sección 9 de la Latina para votar, muy seguro él, por su candidato. Quería hacerle un favor a Romanones, pero como no se lo permitieron, abrió la boca y se dedicó a lanzar mordiscos a los guardias mientras les arañaba donde tenía oportunidad. Al final, fue el calabazo el que vio reposar su mangada.
Pero parece que la madre de todos los chanchullos de aquel noviembre de 1917 estaba ahí, en la Latina, concretamente en una tasca de la calle Toledo. Todo organización; y con santo y seña: “Un quince al que te guiñe el párpado”. Habían montado en el tugurio una “agencia de compraventa de sufragios, y aquello estaba más animado que los alrededores de un columpio en día de gran afluencia femenil”, dice con guasa La Acción, maurista, no lo olvidemos. En fin, que el padrino, con garrota y todo, consiguió que en quince minutos votasen veinticinco personas en el Matadero. De fondo sonaban las coplas de un grupo de ciegos que vitoreaban, por diez pesetas cada uno, la candidatura de la alianza republicano-socialista-reformista.
La victoria fue maurista
Así transcurrió la jornada del día 11, entre grescas de bofetones, botellas de vino y muertos muy vivos. De ocho de la mañana a cuatro de la tarde votó todo el que quiso o pudo. Los grandes triunfadores, los mauristas de Ossorio y Gallardo, Goicoechea y Bustillo, entre otros, quienes aseguraban saltar con el muelle de la regeneración de la derecha española aunque siguiese siendo la misma caciquil y clientelar de siempre, la del Partido Conservador al que Maura soltó la mano en un momento de 1913. Se le fue de igual modo que soltó lazos con el maurismo callejero, radical y violento, que terminó por engrosar las listas de la extrema derecha. Teóricamente nos queda lejos; la práctica ya es otra historia, una de sobra conocida. Aquí, en los cabos y en los rabos, La Acción de Manuel Delgado Barreto, el Duque G., germanófilo, fascista y primoriverista, tuvo mucho que ver.
Ha llovido mal. En 1917 voceaban que debería pasar mucho tiempo antes de que el ciudadano se acostumbrase a ese juego de “repugnantes maniobras electoreras”. Gritaron poco, parece, porque seguimos atrapados en el lodazal asistiendo, impotentes e incomprensiblemente mansos y estocolmados, a la compraventa de votos moderna: rentas que dejarían a cualquiera tiritando de vergüenza, equiparaciones salariales que no serán, decretos imposibles y odio, mucho odio al contrario.
Contaban que en la Inclusa, donde estaba Largo Caballero, el entusiasmo “les ha llevado a realizar actos admirables de propaganda y de ‘recolección’ de sufragios y otros hechos censurables”. Frenesí satírico, el mismo con el que rula hoy la política española. “Por mí que no ‘haiga’ cuestiones”, decía uno en Palacio aquel 11 de noviembre.
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Virginia Mota San Máximo
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