En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
CTXT está produciendo el documental 'La izquierda en la era Trump'. Haz tu donación y conviértete en coproductor. Tendrás acceso gratuito a El Saloncito, la web exclusiva de la comunidad CTXT. Puedes ver el tráiler en este enlace y donar aquí.
La literatura de Mercè Rodoreda constituye un fenómeno inhabitual de coincidencia entre el éxito de ventas y el aplauso entusiasta de la crítica en Cataluña, y un ejemplar corriente del poco arraigo que los principales novelistas catalanes del siglo XX tienen entre los lectores hispanoparlantes. La reedición de 'La mort i la primavera' ha vuelto a impactar entre los lectores catalanes, constituyéndose en pocos meses en el libro del año para la crítica y también el más leído, por encima de los replicantes best-sellers anglosajones. Este artículo, escrito por el traductor al castellano de La muerte y la primavera', pretende revertir el habitual despiste de la crítica española respecto a su literatura vecina, y situar esta fascinante novela (que admite jugosísimos paralelos con una obra maestra tan solitaria como 'Un viaje de invierno' de Juan Benet) en el contexto de la vida y de la obra de Merçé Rodoreda.
La mayor parte de las novelas inacabadas que conocemos quedaron así por la muerte de su autor. Eso es lo que pasó con El misterio de Edwin Drood, de Dickens, Maria, de Mary Wollstonecraft, o Sanditon, de Jane Austen. Eso fue también lo que pasó con Bouvard y Pécuchet, interrumpida a causa de la hemorragia cerebral que mató a Flaubert en su casa de Croisset, o con Hijas y esposas, de Elizabeth Gaskell, que quedó inconclusa cuando su autora murió de un ataque al corazón cuando visitaba a una amiga. Hay muchas más: El último magnate, de Scott Fitzgerald (interrumpida por otro ataque al corazón), El rey pálido, de David Foster Wallace (interrumpida por cierta visita al garaje y la búsqueda de una soga), El weir de Hermiston, de Stevenson (por otra hemorragia cerebral, esta vez en Samoa, después de que el autor fuera en busca de una botella de vino), o La torre de marfil, de Henry James (que murió delirando sobre Napoleón). El original de Laura, de Nabokov, también quedó interrumpida en una clínica de Lausanne, a causa de una congestión bronquial de origen desconocido.
Lo que no suele ser tan frecuente es que algunas novelas inacabadas que se han hecho muy conocidas hayan quedado así por propia voluntad del autor. Es decir, porque su autor no supo o no quiso o no se atrevió a terminarlas, aunque tampoco quiso destruirlas. Eso ocurre con El proceso, de Kafka (y con América, y con El castillo, y con muchas más), que tiene un final aunque quedó incompleta, tal vez porque la obra de Kafka no tendría sentido si no fuera incompleta, ya que la idea de terminar algo, de completarlo, de limitarlo para siempre con un principio y un final, le hacía pensar a Kafka en la idea de la muerte, de modo que prefería lo inacabado, o mejor aún, lo inacabable, con un final que quedara pospuesto para siempre y que por eso mismo quedara siempre flotando en el aire, igual que el tiempo que todo lo crea y todo lo destruye.
Pero hablábamos de novelas inacabadas, no de conceptos metafísicos. Pues bien, otra novela inacabada fue El jardín del Edén, de Hemingway, que su autor empezó a escribir en 1946 pero nunca terminó, a pesar de que el manuscrito llegó a alcanzar las ochocientas páginas (cuando fue publicada en 1986, los editores la recortaron hasta dejarla en una tercera parte del original). Truman Capote tampoco terminó Plegarias atendidas, aunque juraba guardar el manuscrito completo en la caja fuerte de un banco. ¿Por qué no la terminó? Tal vez por miedo a las críticas, o por agotamiento creativo, o porque había dejado de estar interesado en lo que escribía. O tal vez porque sabía que ya nunca más volvería a ser Truman Capote.
En todos estos casos de novelas inacabadas, sus autores decidieron no destruir el original a pesar de que no terminaba de convencerles. Es cierto que Kafka le pidió a su amigo Max Brod que destruyera todos sus manuscritos, pero si hubiera deseado de verdad que no quedara ni rastro de su obra, habría entregado sus papeles a la portera en vez de entregárselos a un amigo que lo admiraba. En otros muchos casos, en cambio, los autores destruyeron las novelas inacabadas –o incluso terminadas– porque de algún modo se avergonzaban de ellas y no querían que quedara ningún rastro de las mismas. Los ejemplos serían interminables, y quizá no haya un solo escritor en activo que no haya destruido alguna vez un original que no le convencía.
La muerte y la primavera es una novela incompleta, sí, pero no inacabada. Y no es una novela inacabada porque cuenta con un final perfectamente detallado
La mort i la primavera (1986), de Mercè Rodoreda, es otra de esas novelas inacabadas que han logrado convertirse en un clásico a pesar de no estar terminadas. Aunque aquí conviene hacer una aclaración: La muerte y la primavera (en adelante citaremos las novelas de Rodoreda en castellano para facilitarle al lector su localización) es una novela incompleta, sí, pero no inacabada. Y no es una novela inacabada porque cuenta con un final perfectamente detallado. Y no sólo con uno, sino con dos finales posibles, pues contamos con la versión alternativa de ese final. Y más aún, tenemos un posible epílogo en forma de monólogo del protagonista que la autora, en su día, pareció desechar. Es decir, la novela no está inacabada porque sabemos perfectamente cómo termina. Ahora bien, a la novela le faltan episodios intermedios y en algunos lugares tiene evidentes problemas de raccord, como se dice en lenguaje cinematográfico. Pero lo importante es que puede leerse como una novela con principio y final. Al leerla, ningún lector se sentirá defraudado: la novela no contiene omisiones que dificulten su comprensión o que enturbien la trama. Al contrario, la trama de La muerte y la primavera está tan magistralmente desarrollada que compone una simetría perfecta. Y los personajes están tan bien desarrollados como para que el lector sienta que ha compartido un trecho de su vida con ellos. Un trecho angustioso, dicho sea de paso, porque convivir con esos personajes, en ese pueblo sin nombre donde reinan unas normas crueles que todo el mundo está obligado a obedecer, es una experiencia de la que nadie puede salir indemne. La muerte y la primavera pertenece a esa clase de novelas que dejan al lector intranquilo. Desconcertado. Incómodo. Triste. Y aunque no lo sepa –o sí lo sepa–, trastornado.
¿Cuál es la trama de La muerte y la primavera? Es difícil decirlo porque esta novela es una de las más extrañas del siglo XX. Por supuesto que hay una trama que se puede resumir en una sola frase: el despertar a la vida –es decir, a la muerte– de un chico de catorce años que no tiene nombre y vive en un pueblo sin nombre en una época indeterminada. Pero este resumen no dice apenas nada. La muerte y la primavera no es una novela política ni distópica ni un cuento de terror. Tampoco es una parábola de iniciación a la vida ni una novela de aprendizaje ni un estudio antropológico sobre los ritos de paso que marcan el paso a la edad adulta. Aunque lo parezca, no es un tenebroso relato gótico ni un cuento de hadas ni una compleja reflexión psicológica –casi dostoievskiana– sobre las relaciones entre hombres y mujeres, pero también entre padres e hijos, y yendo más allá, entre los individuos y las inflexibles normas de pertenencia que rigen las comunidades humanas. No, la novela de Mercè Rodoreda no es ninguna de esas cosas porque es todas esas cosas a la vez. Y además, sí, es una compleja meditación sobre las relaciones entre el poder y el deseo, entre los señores y los siervos, entre la naturaleza y el tiempo, entre el arte y la destrucción, entre la vida y la muerte. Y contiene una prodigiosa simbología que refleja la dualidad esencial de la vida, esa dualidad formada por elementos antagónicos a la que estamos encadenados todos los seres vivos y que sólo puede describirse con la figura de la hélice que crece y crece a medida que se va enroscando sobre sí misma (igual que la estructura del ADN). Y ahí están las abejas y el bosque de los muertos, las glicinas y el río subterráneo, la adolescencia y la vejez, la inocencia y la perversidad, la muerte y la primavera. La novela de Mercè Rodoreda es todo esto. Y es más, mucho más. Y eso que estamos hablando de una novela inacabada.
A pesar de las lagunas de la trama, la estructura de la novela traza un círculo completo que se abre y se cierra en el mismo lugar. Cada paso de la historia pone de manifiesto ese destino inexorable –casi una especie de predestinación– que arrastra al adolescente protagonista a vivir las mismas acciones funestas que tuvo que vivir su padre. El destino fatídico del padre se proyecta inexorablemente sobre el del hijo y de éste pasa a su hija. La conducta de la madrastra con el padre es un reflejo idéntico de la conducta de la madrastra con el hijo. El día del suicidio del padre hay una tormenta nocturna que se repite en la víspera del suicidio del hijo. Nadie puede escapar de la maldición que parece pesar sobre el pueblo. Rodoreda, además, sabe anticipar el destino aciago que pende sobre el narrador por medio de una serie de detalles muy sutiles. En la primera parte, el día de la muerte de su padre, frente a la casa del herrero, el narrador ve una pintura borrosa en una pared. Es una figura que parece estar nadando y no tiene cara. El narrador se queda un tanto confuso mirándola, sin saber cómo interpretarla, porque no sabe que esa figura sin cara es él mismo, o más bien será él mismo al cabo de unos pocos años, cuando a él le ocurra lo mismo que le había pasado a su padre.
El simbolismo de la novela es tan poderoso que a veces el lector ni siquiera es consciente de él. El río que atraviesa el pueblo, por ejemplo, simboliza el tiempo que se lo lleva todo, sí, pero también es la fuerza desatada de la naturaleza que va domesticando a los hombres que tienen que someterse al terrible rito de paso. El río, además, marca la línea divisoria entre la vida y la muerte, pero también entre lo aprobado por la comunidad y lo prohibido a rajatabla. Y por una ramificación muy sutil de su alcance simbólico, el río también significa la frontera entre la juventud inocente y la vida adulta que acepta las crueles costumbres del pueblo y las impone a los demás. Por eso mismo, las dos veces que el adolescente cruza el río va a vivir una experiencia que lo cambiará para siempre. En el primer cruce, tras ver lo que le ocurre a su padre, el narrador pasa de ser un niño de catorce años a un adulto que ha descubierto el terrible secreto de la vida. En el segundo cruce del río, el narrador es un adulto asqueado por las costumbres del pueblo –y destrozado por la muerte de su hija– que busca la única posibilidad de libertad que le ofrece el mundo siniestro en el que le ha tocado vivir: ese corazón del árbol que lo engullirá y se lo llevará para siempre, una vez que se haya clavado un punzón en el corazón (el mismo punzón, por cierto, que sirve para matar el deseo de los niños agujereándoles las orejas). Y ese adulto que parece un anciano prematuro sólo tiene veinte años, no muchos más.
¿Por qué Mercè Rodoreda no logró terminar jamás la novela? La respuesta es tan difícil como el vano intento de resumir la trama en una sola frase. Quizá Mercè Rodoreda se dio cuenta de que era imposible contar una historia tan poderosa como aquella –que se ramificaba en un simbolismo complejísimo– con el lenguaje elemental de un adolescente prácticamente analfabeto. O quizá temía que terminar aquella novela supusiera su muerte como autora, aniquilada para siempre por una empresa que estaba poniendo en peligro su energía creativa. O quizá temía que el monólogo febril del narrador alcanzase tal grado de incandescencia que la abrasase por completo. O quizá escribir aquella novela plagada de soledad y dolor le resultaba una experiencia traumática que amenazaba con destruir su equilibrio emocional. O quizá fue por una mezcla de todas estas razones. El caso es que Mercè Rodoreda murió en abril de 1983, en una clínica de Girona, y La muerte y la primavera quedó inconclusa.
Para entender hasta qué punto esa novela fue una necesidad creativa irreprimible, y al mismo tiempo una fuente de angustia constante que ponía en peligro la estabilidad emocional de su autora, es necesario conocer algunos hechos de su vida. Ahí van.
Mercè Rodoreda empezó a escribir La muerte y la primavera hacia 1960, en Ginebra, justo después de haber acabado La plaza del Diamante, que sería publicada en 1962 y se convertiría en un éxito de ventas en Cataluña (en una década llegó a vender unos 50.000 ejemplares, una cantidad fabulosa para una novela escrita en catalán). Por su correspondencia con su editor, el también novelista Joan Sales, sabemos que Rodoreda había concebido la novela como “una novela de amor y de soledad infinitas”. En 1961, Rodoreda terminó una primera versión que presentó al premio Sant Jordi, pero la novela no ganó. Durante los dos años siguientes, Rodoreda la rehízo con la ayuda de su pareja, el crítico Joan Prat (que firmaba su escasa obra con el seudónimo de Armand Obiols, y al que ella llamaba cariñosamente Obi). Rodoreda estaba muy orgullosa de su novela –“La muerte y la primavera es muy bueno. Terriblemente poético y terriblemente negro”, decía en otra carta–, pero en su correspondencia abundan las quejas por lo difícil que le resultaba escribirla. En febrero de 1964, Rodoreda le escribió a Sales: “La mort es una novela en la que he trabajado un año y medio y que será muy buena pero de momento está atascada por una multitud de razones. Entre otras porque no acaba de estar lo suficientemente viva ni ser lo bastante espontánea”. En 1966, irritada, le confesó a Sales que en cualquier momento la haría trizas.
Por suerte no lo hizo. No sabemos en qué momento dejó de trabajar en La muerte y la primavera –quizá en 1963, quizá un poco más adelante–, pero parece probable que Rodoreda no volvió a retomarla a partir de 1965 o como mucho 1966. Desde entonces se centró en otras novelas: La calle de las Camelias (1966), Jardín junto al mar (1967), Aloma (1969), Espejo roto (1975), los cuentos de Parecía de seda y otras narraciones (1978) y Viajes y flores (1980), y por fin su última novela, Cuánta, cuánta guerra (1980). En los últimos años de su vida, hacia 1981, Rodoreda fantaseaba con la idea de retomar La muerte y la primavera y terminarla de una vez, pero nunca lo hizo: prefería centrarse en las flores del jardín de la casa que se había construido en Romanyà de la Selva, en el Ampurdán. En cualquier caso, Rodoreda no quiso destruir los materiales de trabajo de La muerte y la primavera y los conservó con esmero, cosa que demuestra que mantenía alguna fe en la novela.
Cuando Rodoreda murió, en 1983, Joan Sales encontró en el archivo de su amiga muerta todos los manuscritos. Enseguida vio que había material suficiente para publicar póstumamente la novela, pero Sales murió siete meses después que Rodoreda, en noviembre de 1983, y no pudo terminar su tarea. Fue su viuda, Núria Folch, quien se propuso continuar con la edición. Después de una minuciosa labor de reconstrucción de los manuscritos dispersos, logró rehacer una novela casi completa con principio y final. La publicó en 1986. En su edición de La muerte y la primavera, Núria Folch incluyó un amplio comentario sobre el método que había seguido para reconstruir la novela, además de varios capítulos alternativos provenientes de una primera versión de Rodoreda. También reprodujo un posible final que Rodoreda parecía haber descartado.
De este modo, la primera edición en catalán de La muerte y la primavera incluía una especie de making of. En 1986, el lector no estaba acostumbrado aún a tratar con esta clase de materiales y descreía de las novelas incompletas que incluían versiones alternativas. En condiciones normales, el lector medio suele rechazar la incorporación de materiales que no forman parte estricta de una obra. Pero las cosas han cambiado en los últimos veinte años. Desde el comienzo del nuevo milenio, el lector ha empezado a familiarizarse con los making of de las películas y con los cedés que contienen tomas alternativas y descartes y bonus tracks. Una de las más gratas sorpresas de estos años han sido las Bootleg Series de Bob Dylan, en las que nos hemos encontrado con temas olvidados o con versiones alternativas de canciones ya publicadas, y que en muchos casos suelen ser mejores que la versión oficial. Parece que el lector actual está más predispuesto a leer esos materiales alternativos que un lector de hace treinta años consideraba engorrosos. Y más aún cuando se trata de una novela tan misteriosa como La muerte y la primavera.
Si el lector de La muerte y la primavera se sorprende por el fenómeno de consanguinidad que se vive en el pueblo sin nombre, debería tener en cuenta que Mercè Rodoreda tuvo que casarse con un tío carnal y tuvo con él un hijo
Cuando Mercè Rodoreda empezó a escribir esta novela, en el exilio de Ginebra, tenía cincuenta y dos años. Sabemos que por aquella época vivía apesadumbrada por la idea de hacerse vieja. También sabemos que su relación con Obiols (su primer lector, su mejor crítico, su mayor admirador, su pareja desde hacía veinte años) estaba atravesando un mal momento. Rodoreda y Obiols se conocieron en el exilio francés, en 1939. Él estaba casado y había dejado a su mujer y a su hija en Cataluña. Rodoreda también estaba casada –con un tío carnal, del que se había divorciado en 1937 gracias a la ley republicana del divorcio–, y también tenía un hijo, Jordi, que había dejado en Barcelona. Si el lector de La muerte y la primavera se sorprende por el fenómeno de consanguinidad que se vive en el pueblo sin nombre, debería tener en cuenta que Mercè Rodoreda tuvo que casarse con un tío carnal y tuvo con él un hijo que era también primo hermano suyo, de la misma manera que ese niño era a la vez sobrino y nieto de su abuela Montserrat Gurguí. No es raro, así, que en la novela todo el mundo sea un posible hermanastro de alguien más o tenga serias dudas sobre quién ha sido su padre.
Rodoreda tuvo una relación muy conflictiva con su hijo Jordi. En 1939, cuando huyó de Barcelona y lo dejó a cargo de su abuela y del padre, su hijo tenía nueve años. Cuando volvió a verlo, en 1947, Jordi ya tenía casi diecinueve. En un principio, el hijo se había hecho a la idea de que su madre volvería muy pronto, pero no fue así. Cuando Rodoreda volvió a París tras su primera visita a Barcelona, ni siquiera se despidió de su hijo, y le dejó una nota que empezaba diciendo: “Así evitaremos las emociones de la despedida”. A partir de ese momento, el hijo empezó a pasar largas temporadas recluido en un psiquiátrico. Veinte años después, hacia 1968, tras un sinfín de peleas y discusiones por culpa de la herencia familiar, Rodoreda y su hijo pasaron una noche entera en Barcelona hablando a solas. ¿Qué se dijeron? Nunca lo sabremos. Lo único que sabemos es que al día siguiente se despidieron para siempre. “No volveremos a vernos”, le dijo Rodoreda. Y así fue. No volvieron a verse. Esta relación atormentada se refleja en la relación que el adolescente de La muerte y la primavera mantiene con su hija.
A partir de 1939, Rodoreda y Obiols vivieron juntos en París, en Limoges, en Burdeos y en Ginebra. Era una vida de exiliados que malvivían en una chambre de bonne. Obiols daba clases particulares. Rodoreda tenía que trabajar como costurera. En 1960, cuando vivían en Ginebra –donde Obiols había encontrado un empleo bien remunerado como traductor de la UNESCO–, Obiols recibió una oferta para trabajar en la Organización Internacional de Energía Atómica, que tenía su sede en Viena. El suelo era mejor y las condiciones mejores, así que Obiols aceptó. Por razones que desconocemos, Rodoreda y él no se fueron a vivir juntos: ella se quedó en el apartamento de Ginebra y Obiols se instaló en Viena. Desde entonces su relación pasó a ser casi siempre epistolar. Obiols iba y venía, aunque cada vez pasaba más tiempo en Viena. Además, parece probado que había iniciado en Viena una relación con otra mujer. Rodoreda, que era extremadamente inteligente, debió de darse cuenta enseguida de la aparición de esa “otra mujer”. En las cartas desde Viena, Obiols dejó de dirigirse a ella llamándola “querida mía”. Y ahora ya no se despedía de ella con un “te quiero”, sino con un seco “un abrazo”. Estaba claro que se había producido un enfriamiento emocional, aunque es muy posible que Rodoreda no dijera nada.
En cualquier caso, Obiols y Rodoreda siguieron escribiéndose cartas y él siguió comentando y revisando a fondo todos los textos que ella escribía, ya que Obiols era, de hecho, el único lector que tenía Rodoreda. Desde hacía veinte años, Obiols/Prat había sido para Rodoreda una fuente de inspiración y su crítico más despiadado, pero también el lector fiel que la ayudaba y le trasmitía confianza. Al perder su compañía, Rodoreda sintió una terrible soledad que compensó escribiendo sin parar. Por esta razón, los años de Ginebra fueron muy productivos: Rodoreda escribía a la vez tres o cuatro novelas distintas, que le enviaba en manuscrito a Obiols para que éste las revisase y corrigiese. Todos los originales volvían de Viena llenos de borrones y sugerencias, además de largas cartas con extensos comentarios críticos. La cita de Ronsard que Rodoreda colocó al comienzo de La muerte y la primavera –“Esta voz sin cuerpo que nada podría callar”– era su propia voz, por supuesto, esa voz dolorida que quería contar una historia de amor y de soledad infinitas.
La muerte y la primavera no es una fábula política ni tampoco una distopía, aunque contenga una profunda reflexión sobre los diabólicos mecanismos del poder y de la dominación en todas sus variantes
La muerte y la primavera no es una fábula política ni tampoco una distopía, aunque contenga una profunda reflexión sobre los diabólicos mecanismos del poder y de la dominación en todas sus variantes (personal, amorosa, de padres sobre hijos, de hijos sobre padres, y también de la dominación política, social, cultural, sexual). Para entender bien esta dimensión de la obra, conviene saber que Obiols fue internado durante tres años, cerca de Burdeos, en varios campos de trabajos forzados que dependían del Ministerio de Armamento nazi, y que esa experiencia –que Rodoreda compartió indirectamente– supuso un encuentro directo con el mal que los dejó marcados a los dos. Obiols logró hacerse un hueco en la administración del campo por sus conocimientos de idiomas y sus buenas dotes de organizador, pero eso lo convertía en cierta forma en un “colaboracionista” y en un cómplice. Gracias a ello pudo obtener un permiso para irse a dormir a su casa, lo que le permitió reencontrarse con Rodoreda, pero esos privilegios no le impidieron ver las salidas de convoyes de deportados ni la crueldad con que los nazis trataban a los prisioneros. Cuando los aliados liberaron Francia y Obiols pudo salir del campo, se instaló con Rodoreda en Burdeos, donde ella tuvo que ganarse la vida trabajando en una fábrica textil “hasta el embrutecimiento” –como contó en una de sus cartas–, fabricando blusas de confección a nueve francos la pieza. Fueron tiempos muy duros. El abrigo que llevaba en invierno lo había heredado de una judía rusa que se había suicidado con veronal para no caer en manos de los nazis. Después de la guerra, durante varios años, Rodoreda sufrió una extraña parálisis somática en el brazo derecho. El brazo lisiado de la madrastra de La muerte y la primavera quizá tenga su origen en esa parálisis.
Hacia 1960-1961, cuando Rodoreda se había quedado en Ginebra y las cartas de Obiols desde Viena ya no concluían con un “te quiero”, la autora se embarcó en la novela “de amor y de soledad infinita” que tenía pensado escribir. La soledad infinita, como es evidente, surgía de la distancia que había entre Obiols y ella, y también de la distancia terrible que separaba a Rodoreda de todo lo que amaba (los barrios de Gràcia y Sant Gervasi, la alegre Barcelona de su juventud durante el periodo republicano, los recuerdos de su infancia feliz, una vida libre en Cataluña). ¿Y el amor? ¿Sobre qué clase de amor quería escribir Rodoreda? Probablemente de su amor por Obiols, claro está, aunque el amor que aparece en La muerte y la primavera tiene muy poco de amor y sí mucho de traición y de engaño.
El amor siempre fue un asunto muy complicado para Mercè Rodoreda. Después de su desastroso matrimonio con su tío Joan Gurguí, del que acabó separándose en los primeros años de la República –desentendiéndose de su hijo Jordi–, la joven Rodoreda pareció llevar una agitada vida sentimental en la frenética Barcelona de la Generalitat y del renacer del catalanismo. Rodoreda fue muy pudorosa y nunca quiso hablar abiertamente de su vida sentimental, pero hay indicios de que mantuvo una relación con el político trotskista Andreu Nin, dirigente del POUM, que durante la Guerra Civil fue asesinado por agentes soviéticos después de haber sido acusado de ser un espía al servicio del franquismo. También se ha hablado de una relación con Francesc Trabal, el que después sería cuñado de Obiols (sí, todo el mundo se conocía en los pequeños círculos literarios de la Barcelona republicana). Algunas biografías citan otros nombres, aunque quizá sólo sean conjeturas o chismorreos. Si esas relaciones fueron sólo amistosas o si hubo algo más, eso Rodoreda nunca se lo contó a nadie. No conviene olvidar que ya en su primera novela, escrita con apenas veinte años, había una frase que constituía todo un lema vital: “Digo lo que no pienso y pienso lo que no digo. Pero al final siempre he dicho lo que he pensado, sin pensar lo que he dicho...”.
Mercè Rodoreda, ya lo sabemos, era una mujer muy reservada –y también muy bella– que tuvo una vida interior absolutamente libre, a pesar de que ella misma se consideraba anticuada en muchas cosas y no soportaba que la llamaran feminista. Rodoreda despreciaba los libros de Simone de Beauvoir, que calificaba de “tochos” y que desacreditaba con el argumento de que a ella le gustaban “los escritores que tengan alas” (como Katherine Mansfield, por ejemplo, que quizá fue la escritora que más admiró en su vida). Me pregunto si es posible encontrar una mujer más libre y más independiente que Rodoreda, una mujer que haya escrito mejor sobre la vida de las mujeres y la secreta opresión que sufren a manos de la mayoría de los hombres. La plaza del Diamante es una de las primeras novelas que tratan de las mujeres sometidas y anuladas por sus maridos: en este caso, Quimet, el marido de Natàlia, que se empeña en llamarla Colometa y en obligarla a llevar la vida que él quiere, hasta que por fin Colometa consigue volver a ser Natàlia (vista así, si uno se limita a contar el argumento, la novela parece ñoña y tonta, pero es una de las más grandes novelas de la literatura hispánica del siglo XX).
Por lo demás, tras la muerte de Obiols en Viena, en 1971, Rodoreda destruyó casi todas las cartas que se habían intercambiado durante sus más de treinta años de relación. Sólo salvó las que tocaban temas literarios, las demás se fueron a la trituradora de papel. Es evidente que no quería dejar pistas indiscretas y prefería borrar todas las huellas. Por lo demás, tras la muerte de Obiols, Rodoreda se acostumbró a vivir sola y desconfiaba de las visitas intempestivas y de todos los que intentaban meter las narices en su vida. Su secretismo podía llegar a ser patológico. Es significativo que la cita del Viaje sentimental de Sterne que puso en su novela Espejo roto sea lo más parecido a una divisa heráldica: “I honour you, Eliza, for keeping secret some things”. Por ese deseo de mantener su vida en secreto tuvo muy pocos amigos íntimos, si es que llegó a tener alguno, aparte de Obiols, claro, que fue su inspiración y su lector y quizá también su única patria (aparte de la lengua catalana). La relación con Obiols acabó en una decepción –como toda vida, como toda patria–, pero Rodoreda siempre fue leal a todo lo que había vivido junto a él, incluyendo quizá el distanciamiento progresivo a partir de su marcha a Viena y la aparición de “la otra mujer”.
Si su impulso inicial había sido escribir una novela de amor y de soledad infinitas, la soledad y la angustia se estaban imponiendo por completo sobre el amor
En cualquier caso, el enfriamiento de su relación amorosa con Obiols tuvo que influir en la composición de La muerte y la primavera. En algún momento, hacia 1962 o 1963, Rodoreda se dio cuenta de que la novela se le había quedado descompensada. Si su impulso inicial había sido escribir una novela de amor y de soledad infinitas, la soledad y la angustia se estaban imponiendo por completo sobre el amor. Por las razones que fuese, el amor que aparecía en la novela era cualquier cosa menos amor. Y así, en ese pueblo sin nombre situado en un mundo atemporal como el que aparece en los cuentos de hadas de los hermanos Grimm, el amor siempre está condenado al fracaso, siempre acaba siendo traicionado y nunca logra rebasar la fase de la ensoñación romántica (y además, en el caso del narrador, con una especie de ninfa acuática que no es una muchacha real). A lo más que llega el protagonista sin nombre es a sentir los cosquilleos iniciales del amor en su relación con la madrastra, pero esos cosquilleos enseguida se transforman en una agria relación de engaños y decepciones y manipulaciones perversas. Y lo mismo le pasa al protagonista con el amor que en un principio sentía por su hija, y que de pronto desaparece cuando descubre que esa hija puede no ser suya. Y al mismo tiempo que sucede esto, la propia hija, que es portentosamente inteligente, se da cuenta de que su padre no es su padre cuando se ve reflejada en el ojo de un caballo y compara su rostro de vieja prematura con el rostro aún joven de su padre. ¿Dónde está aquí el amor?
Hay otra razón que explica que Rodoreda no tuviese fuerzas para terminar La muerte y la primavera. Y es que el personaje del chico del herrero iba ganando tanto protagonismo que amenazaba con desplazar al narrador del centro de la novela. Nos han llegado dos versiones de la novela, una más antigua y otra más reciente, que es la que forma el corpus final del texto editado. Las dos versiones coinciden en narrar los mismos hechos, aunque hay cambios apreciables entre una y otra. Uno de los más importantes afecta al hijo del herrero, quien en la versión más moderna cobra un mayor protagonismo que en la versión anterior, hasta el punto de que resulta ser un personaje mucho más complejo, perverso, contradictorio y enigmático que todos los demás. Al inicio de la novela sólo tiene nueve años, y al terminar, unos quince. Es un niño pero maquina como un adulto. Podría ser hermanastro del narrador (ya que los dos pueden ser hijos del herrero), aunque en realidad todo el pueblo parece estar sometido a la misma ley de la consanguinidad. En un primer momento, el hijo del herrero parece un ser desvalido que ha aprendido a pasarse la vida fabulando, para así distraerse de su largo encierro en la cama (en este sentido, la propia Mercè Rodoreda debió de volcar en el personaje sus experiencias de los años más duros del exilio, cuando tenía que coser en una fábrica de Burdeos por nueve francos la pieza). De ahí que el hijo del herrero simbolice la imaginación de todo escritor. “Tenía el vicio de inventarse cosas para que estuviesen pendientes de él”, dice el narrador cuando lo describe.
Al mismo tiempo, el hijo del herrero tiene el impulso irrefrenable de vengarse de sus padres, que lo han sometido a un largo encierro para evitarle tener que enfrentarse a los ritos de paso de la comunidad. El odio que siente el hijo hacia el padre le empuja a desafiar su autoridad. Usando la imaginación y las perversas dotes de seducción, el hijo del herrero quiere hacerse dueño de las vidas de los habitantes del pueblo para cambiarlas y también para manipularlas a distancia. Poco a poco se convierte en un espía que se mueve a escondidas y parece saber todo lo que hace el narrador (y también los demás habitantes del pueblo). Y llega un punto en que sus maquinaciones sólo pretenden hacer daño a los demás. “Aprende a encender fuego, un fuego que haga daño”, le dice el hijo del herrero al narrador, con una especie de fervor nihilista, después de haber incendiado el pueblo. En este sentido, el hijo del herrero se comporta como un revolucionario de los años sesenta, esos revolucionarios a los que Mercé Rodoreda temía porque no compartía en absoluto su ideología, pero a los que también comprendía porque en cierta forma compartía su rebeldía contra la asfixia social y moral.
Por lo demás, el hijo del herrero entabla una relación perversa con la hija del protagonista: parece querer apropiársela de alguna manera, llevársela a la negra noche con sus cuentos y sus historias, seducirla con su labia para sustraerla a la autoridad del narrador. El narrador percibe que el hijo del herrero ha logrado que su hija lo quiera a él más que a sí mismo, hablándole de las almas que se van a la luna y contándole historias sin parar. Y para complicar las cosas, hay una extraña tensión sexual entre el hijo del herrero y el narrador, muy bien resuelta por Rodoreda con unas pocas pinceladas que sugieren mucho sin revelar nada. De modo que el hijo del herrero es un personaje complejísimo que en la versión más elaborada de la novela amenazaba con engullir al protagonista. Y es muy posible que ese personaje fuera una de las razones por las que Rodoreda dejase de escribir la novela. Con el adolescente que narraba la historia podía contar una historia de soledad y de amor infinitas, por muy alejado que quedase el resultado final del proyecto original. Pero el hijo del herrero la llevaba hacia otra clase de novela que no tenía nada que ver con lo que tenía en la cabeza al proponerse escribirla: una novela más política, más “moderna”, más compleja psicológicamente, más “histórica”, menos alegórica e inocente, menos poética, más dostoievskiana. Y probablemente Rodoreda no se sintió con ánimos para internarse por esa nueva ruta narrativa.
En la segunda mitad de los años setenta, tras volver de su exilio en Ginebra y París, Rodoreda se construyó una casa en Romanyà de la Selva, en el Ampurdán. Como homenaje al Demian de Hermann Hesse, le puso a la nueva casa el nombre de El Senyal. Mientras vivía en su nueva casa, en algún momento se le pasó por la cabeza retomar la novela abandonada veinte años atrás. Pero hacía demasiado calor, y el jardín que tanto le gustaba la reclamaba continuamente –había que regar, podar, plantar, abonar, escardar–, así que al final prefirió concentrarse en descansar y en vivir tranquila en vez de embarcarse de nuevo en una historia de amor y de soledad infinitas que había estado a punto de destrozarla cuando se propuso escribirla por primera vez. En la vida de Rodoreda había habido demasiado amor y demasiada soledad. Y a los setenta y pico años ya no quería dejarse arrastrar por dos estados de ánimo que ya la habían atormentado lo suficiente durante una vida en la que hubo mucho de muerte y muy poco de primavera. Y además, qué puñetas, en su archivo esperaban todos los manuscritos cuidosamente corregidos y revisados.
CTXT está produciendo el documental 'La izquierda en la era Trump'. Haz tu donación y conviértete en coproductor. Tendrás acceso gratuito a El Saloncito, la web exclusiva de la comunidad CTXT.
Autor >
Eduardo Jordá
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí