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Los estudios y la crítica cultural han presentado a Gabriel Ferrater (Reus, 1922 - Sant Cugat del Vallès, 1972) como un poeta indomesticable y canalla que vivió uno de los períodos supuestamente más esplendorosos del siglo XX barcelonés. Su suicidio –a los cincuenta años– ha ayudado a reafirmar su imagen de poeta maldito. Ferrater formó parte de esa élite cultural que se conoce como Escuela de Barcelona. Con la etiqueta de poeta de la experiencia –contra los simbolistas y los realistas sociales– ha sido calificado como el equivalente catalán de Jaime Gil de Biedma, de quien fue amigo íntimo.
Ferrater es uno de los pocos intelectuales catalanes que cuenta entre sus méritos presentar un panorama de la literatura catalana desde la Renaixença hasta mediados del siglo XX
Esta imagen de Ferrater, que causalmente es uno de los intelectuales catalanes más importantes del siglo XX, me parece muy distorsionada e interesada. De sus muchas obsesiones, que abarcaban desde la aritmética a la lingüística, pasando por la crítica literaria o la traducción, su obra poética fue la que más triunfó. La más desatendida por los estudios culturales es su obra como crítico literario: se trata de un olvido catastrófico si tenemos en cuenta que es uno de los pocos intelectuales catalanes que cuenta entre sus méritos presentar un panorama de la literatura catalana desde la Renaixença hasta mediados del siglo XX.
El rechazo a estudiar de manera seria estas figuras es lo que nos deja a la intemperie para defenderlas de las caricaturas. Pero no se trata de un menosprecio fortuito, porque permite a algunos acogerse a un relato muy interesado sobre la cultura catalana y la dictadura. Es el relato que sostiene que, en los años cincuenta, había en Barcelona un ambiente cultural brillante que hacía convivir dos lenguas y dos culturas en perfecta armonía y libertad. Basta con tratarlo como a un intelectual europeo y no como a un poeta maldito para ver que, con la Escuela de Barcelona y los satélites de la Gauche Divine barcelonesa, Ferrater compartía poco más que borracheras y aficiones literarias.
Para verlo conviene leer sus ensayos sobre literatura y lengua, sus artículos de opinión, sus informes editoriales, sus cartas y sus comentarios en entrevistas. Hacerlo supone un búsqueda bibliográfica considerable, pues no hay ninguna obra completa que recoja y mucho menos haya tratado la producción ensayística de Ferrater.
En algunas entrevistas se pueden leer cosas que no gusta tener en cuenta. Por ejemplo, que Ferrater escribe en verso y no en prosa para saltarse la censura; que si escribe en catalán es porque no quiere escribir en español; que siente un menosprecio visceral por la literatura castellana –exactamente igual que Josep Pla– o que el mayor problema del escritor catalán es que no ha podido formarse un círculo literario que lo protegiera y eso le hace estar siempre intimidado. Si vamos más allá de los tópicos, vemos que no puede estudiarse a Ferrater obviando la situación política en la que vivió, porque esta condicionó su obra mucho más de lo que a nadie le resulta cómodo confesar.
Es cierto que es mucho más fácil presentarle como la réplica catalana de Gil de Biedma. Él mismo afirmó que era una suerte que los dos escribieran en lenguas distintas porque si no hubieran escrito lo mismo. La relación entre los dos poetas es interesante –conservamos una correspondencia magnífica– porque nos ayuda a ver los círculos que trazaron los intelectuales barceloneses y lo que destacaban y escondían en su vida pública.
Además es interesante ver las coincidencias entre los dos amigos, y cómo compartían una misma concepción poética: el mismo tratamiento de la experiencia, de la idea del recuerdo y el paso del tiempo, o la obsesión por lo comprensible. Pero la realidad es que con esas ideas no puede explicarse Ferrater –ni tan solo su poesía–, porque la equiparación entre ambos amigos sitúa a Ferrater en un espacio en falso.
En sus ensayos sobre literatura catalana, se obsesiona con dos ideas, que va repitiendo en su discurso: por qué la literatura catalana tiene tan poca prosa y cómo la falta de una tradición propia donde poder acogerse ha afectado la obra de los escritores catalanes
Hay una entrevista del año 1969 donde Ferrater conversa con Roberto Ruberto. Quizá porque era un periodista extranjero, Ferrater se suelta y le explica que para entender el problema político catalán basta con saber que Cataluña es un país ocupado. Se lo cuenta con una anécdota muy simple. Cuando él iba a comprar tabaco de contrabando en los bares, le hablaba catalán al camarero –aunque supiera que éste era español– para que no pensara que era un policía: “Un pueblo que no tiene policía ni agentes del fisco, que no tiene gobernantes, es un país ocupado. No quiero hacer ninguna tragedia de esto –una cosa que detesto, quizá más que ninguna otra en el mundo, es el nacionalismo, detesto todos los nacionalismos–; pero eso no quita que en Cataluña haya una situación anormal. La contradicción es esta: vivimos casi en un estado de ocupación, pero en cambio el dinero lo tenemos nosotros”.
Es solo un ejemplo que muestra sosegadamente la concepción política de Ferrater, pero es suficiente para intuir que, si tenemos en cuenta este contexto, el relato que se ha querido vender de la Escuela de Barcelona como oasis de libertad no funciona para nada más que para la propaganda. En Barcelona convivían dos culturas y dos lenguas, sí, pero no lo hacían en armonía y libertad sino bajo unos roles fijados por lo que se podía decir y por lo que se tenía que callar. Todavía no se ha estudiado este período de la historia cultural catalana sin obviar estas contradicciones y estos falsos relatos.
En sus ensayos sobre literatura catalana Ferrater se obsesiona con dos ideas, que va repitiendo en su discurso: por qué la literatura catalana tiene tan poca prosa y cómo la falta de una tradición propia donde poder acogerse ha afectado la obra de los escritores catalanes. Estas dos ideas, sobre la que se construye su proyecto crítico, bastan para entender que la concepción literaria de Ferrater es tratar la literatura como un espacio de diálogo en movimiento, donde las ideas estancadas y las simplificaciones sirven para poco. Él intentó dar ese trato a los autores de su tradición literaria, y solo por eso su tradición tiene la obligación de darle el mismo trato a su figura.
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Autora >
Marina Porras
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