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Se sabe que una persona está averiada porque espera. Porque ha dejado de pertenecerse y delega. Cuando estamos enfermos, rotos, renegamos un poco de nuestro cuerpo. Preferimos que se ocupe otro. Así, decenas de personas al entrar en la sala de espera de urgencias del Hospital Jiménez Díaz una noche de miércoles. Todas las sillas estaban ocupadas. Los enfermos se arrinconaban en pie o sentados sobre sus chaquetas plegadas. Hablaban poco. No son los mismos que eran un rato antes, en sus vidas, en su metro o su oficina. Entraron aquí y se les cayeron los nombres y los apodos, y empezaron a sentirse como trozos de motor, medios fragmentos de chapa, puertas desvencijadas, bujías que tosen.
Trajeron a un ruso chaparro en silla de ruedas. La cabeza rapada y cruzada por varias cicatrices. Le habían pegado una paliza, tenía la nariz y el ojo derecho como un borbotón de carne. Los nudillos, reventados, sangrantes. Asustaban esas manos porque expresaban una familiaridad con la violencia (de hecho, minutos después acabaron persiguiéndolo los seguratas). Asustaban a las señoras que se habían caído, al chaval con la rodilla llena de asfalto, al señor con retortijones y a varios pares de ojos febriles y moqueantes.
Asustaban a quienes, decíamos, no eran los mismos que un rato antes, aunque tampoco eran tan diferentes. En estas salas todavía no se encuentran hechuras-de-hospital en los familiares de los pacientes. No había ese aire de costumbre que impone al cuerpo -noche tras noche de butaca- una silueta más contrahecha y resignada: más doméstica… Por las plantas de los hospitales sí pueden verse mujeres así (suele tocarle a las mujeres: más solidarias, pero también, encañonadas por el reverso de reproche que la solidaridad reserva solo para ellas); pueden verse, digo, mujeres con coletero y ruido de pelo en las orejas y neceser en el sobaco.
Es un estar diferente al que se veía aquí, salvo por el padre de esa chica rubia, adolescente y con máscara de oxígeno, que recibía el silbido de aire con los auriculares puestos, entregada a algún videojuego del móvil. No era la primera vez. Seguro. Ese silbido, por alguna razón, acentuaba el sufrimiento de una mujer a la que le dolía una parte de su cuerpo imposible de concretar: esa mujer se quejaba de forma inconstante, al paso de los celadores. Existía alguna conexión extraña entre el oxígeno y su sufrimiento metafísico.
Dos ancianas se habían caído. Cada una por su cuenta. A la primera, el hijo (pelo blanco, mohín, camisa, cincuentón) le preguntaba: “Lo que no sé es cómo te has apañado para caerte. Yo no sé. ¿Y la chica qué estaba haciendo?”. Lo preguntaba tanto que al final era un reproche. Por la chica debía referirse a alguien como la cuidadora de la otra señora accidentada: una joven latina que levantaba la barbilla de su acompañante con el dorso de la mano y le daba de beber traguitos lentos de una botella.
Esta joven le decía a la vieja cosas sonrientes mirándola a los ojos con los ojos, los pómulos, la boca, la diadema... Le dedicaba, en fin, todo su estar. Al rato llegó la hija. Apenas dijo nada. Había una falta de conexión; diría que venía de lejos: como si hubiera olvidado la fórmula idónea para comunicarse con su madre. A la anciana, el sueño le iba y le venía.
Sonó el móvil de la hija: era su hijo, o sea, el nieto. Le dio el teléfono a la enferma, que temblaba y no logró acercárselo a la oreja. “Ay, venga, vaya movilidad”, espetó la otra. La conversación duró un minuto. La hija se quedó irritada, dolida consigo misma. No supe esto porque le leyera la mente, sino por lo que ocurrió después. La hija fingió, de pronto, una voz absurda y ñoña, y dijo: “Guapa”. Se quedó seria otra vez, pero repitió, más infantil aún: “Guapa”, “guapa”. Fue combinando el gesto quemado y harto con esos achaques de niñez: “Guapa”, “guapa”, “guapa”, cada vez más rápido.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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