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Nieve por todas partes. Nieve y Rodrigo Rato, que es nieve compacta que no se derrite ni sobre la proa del barco de un Borbón. Los borbones tienen las proas más calientes, ya se sabe. El caso es que hoy, en el Congreso, la cosa iba de frío, en concreto de la cara del milagro económico. El único exministro que ejerce de ministro cuando le apetece, y con ese capricho llegó a la Comisión.
Su intervención, como conferencia estuvo bien; pero todavía estuvo mejor como juicio sumarísimo. Que fuera él el interrogado no le impidió ejercer de juez. Rato llegó a repartir culpas como si no llevara años paseándose por las instrucciones y las vistas de varios juicios por corrupción. Aún lo recuerdo una mañana en la Audiencia Nacional con una moneda en la mano y mirando los botones de una máquina de café como si intentara resolver un sudoku o como si se hubiera puesto las gafas de otro. Esas cosas pasan, la máquina no tenía rendijas para meter la tarjeta black. La tarjeta ya se la habían retirado, obviamente, pero hay que comprender que los buenos hábitos no se los quita uno de un día para otro. Esa era la versión del hombre milagro caído en desgracia: el cogote agachado para entrar en el coche policial, las manos cruzadas en el banquillo de los acusados, los ojitos de gatito sin sardinas.
Pero esa era, más bien, la imagen que nos convenía ver, la que nos resarcía como pueblo estafado. No obstante, cuando llegó al Congreso y se plantó ante los diputados y los periodistas, demostró otra cosa: no se había roto como político ni como hombre de poder; si llegamos a creerlo solo fue por una razón: no lo habían dejado hablar lo suficiente. Y la Comisión le permitió hablar como si fuera un Vicepresidente o un pontífice o Fidel Castro. No tenía límite de tiempo ni de autobombo. Empezó presumiendo de gestión y de transparencia y distribuyendo culpas a cholón y bebiendo agua. Se expresó con un tono de voz que sólo está al alcance de los políticos que llevan décadas bebiendo únicamente de los vasos que le llenan los ujieres (el agua de ujier sabe a Solán de Cabras aunque sea del váter—eso lo pensaba Rato mientras peroraba, pero no es el tema de este artículo). La cosa es que su tono conseguía que mientras se alababa a sí mismo todos nos fuéramos sintiendo un poquito culpables. Al final del discurso, eterno, casi nos ponemos aplaudir a lo loco, como cuando se aplaude a Kim Jong-un, es decir, suplicando piedad. Luego repartió copias en papel para que nos golpeáramos el pecho desde casa.
“No me vengan con mítines”, “¿Eso es saqueo?, es el mercado, amigo”, “los peritos judiciales se han peritado a sí mismos”… El profeta de la derecha española fue soltando lastre, tirando flechas, abundado en os-lo-dije, porque, como buen economista, no dejó pasar la oportunidad de recordar que, ya en su día, advirtió de riesgos de los que, en realidad, no se había dado cuenta. El mensaje era este: conmigo seguirían poniendo Noche de Fiesta en la tele. Ya sabemos que Jaimito Borromeo fue durante años el principal indicador del bienestar del país. Rato se sabe acosado por los barrotes. Quiso aprovechar la Comisión, quizás, para un último baile en el que vino a insinuar que, queramos o no, seguirá siendo siempre El Ministro. La impunidad del capitalismo moderno es así: la culpa siempre es de otro, o de los mercados. Mucho mejor que la religión, dónde va a parar.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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