Adelanto editorial
La conjura de los irresponsables
En su nuevo libro, Jordi Amat polemiza con los relatos hegemónicos sobre el Procés responsabilizando a la clase política de la crisis en Cataluña
Jordi Amat 3/01/2018
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Jordi Amat (Barcelona, 1978) es filólogo, ensayista y un articulista solvente y en progresión en La Vanguardia. Su último libro es 'Com una pàtria. Vida de Josep Benet' (Edicions 62, Barcelona, 2017), una biografía de Benet, abogado, historiador y político, y otro acceso al catalanismo, social y proclive a la izquierda, derrotado por Pujol en la Transición. Es, por otra parte, uno de los escasos periodistas -catalanes o/y españoles-, que ha seguido el Procés con escepticismo, desde criterios democráticos y de control de políticas y discursos. Acaba de salir su panfleto -es decir, un texto breve, directo y beligerante- sobre el Procés. Un más que recomendable 'La confabulació dels irresponsables' (Anagrama), traducido al castellano por Isabel Obiols bajo el título 'La conjura de los irresponsables'. Se trata de una exposición y balance de la irresponsabilidad de la clase política española y catalana, que ha culminado con la aplicación del 155 y el enquistamiento de un problema que podría haber sido una solución. CTXT les ofrece un pequeño avance del libro.
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El objetivo principal de este panfleto es repensar un tópico. De una manera acrítica se ha asumido que la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatuto de Autonomía fue el punto de inflexión que hizo mutar políticamente la corriente central de la ciudadanía de Cataluña. Una mutación que ha puesto en crisis el sistema político catalán y la estabilidad institucional española. Más que una verdad, es un tópico. O es una verdad parcial y, como así lo es, hay que afirmar que es una verdad interesada. La honestidad obliga a repensarla. No se trata solo de intentar fijar una verdad imposible. Se trata de intervenir en el debate público desde la historia reciente, más para comprender que para tomar partido, porque es irresponsable legitimar esta explicación sin más. Durante años el tópico de la sentencia ha distorsionado la comprensión de un proceso político mucho más complejo y en ningún caso unidreccional. Digámoslo rápido: la gente no se fue a dormir autonomista una noche y se despertó soberanista al día siguiente. No. Pero el relato del procés –el procés sobre todo ha sido un relato, demasiado a menudo desmentido por los hechos– ha convertido aquel episodio en una fuente de legitimidad permanente, en una herida que parece que solo pueda terminar suturando una independencia que nada hace pensar que haya sido más que una ilusión.
Las páginas de este cuaderno pretenden impugnar, antes que nada, este tópico. Esta crónica quiere ser la descripción de una cadena de conductas políticas que, si nos han llevado hasta aquí –hasta el colapso del sistema–, forzosamente se han caracterizado por la irresponsabilidad. Esta atropellada indagación en los últimos veinte años, que constituirá el capítulo central de la biografía civil de una generación que no contaba con ninguna épica (para ser más exactos, mi generación, la que creció dentro de la ilusión frustrada del fin de la historia), ha terminado por adquirir la estructura de un drama con el desenlace inquietantemente abierto. Este librito pretende ampliar las voces y la cronología con el objetivo de problematizar los relatos hegemónicos que nos han contado. Este acta notarial debería dar fe de una crisis constitucional española que se ha ido pudriendo, una crisis que ha terminado por dejar en suspenso el Estado que se refundó durante la Transición –con un punto ciego en el centro, oscuro y desnudo, irradiando inestabilidad institucional, como previó un tal Antonio Pedrol Rius–. Este panfleto quería ser un ensayo.
El punto ciego
Hace poco menos de un año una grúa de color amarillo enfilaba la calle de la Cala dels Crancs en dirección al chalé Cap Salou. Era mayo de 2017. A medida que la grúa se acercaba al destino, empezaba el final de un litigio iniciado veinticuatro años atrás. Los últimos propietarios del chalé, que había sido lujoso pero que en los últimos lustros no había hecho otra cosa que degradarse (más saqueos, más pintadas), habían sido el Ayuntamiento de Reus y el Colegio de Abogados de Madrid. Se lo había dejado en herencia el hombre poderoso que lo hizo construir para pasar ahí los veranos. Antonio Pedrol Rius. Pedrol murió en 1992. Cuando la grúa terminó el trabajo, el chalé ya no existía.
Un personaje singular, Pedrol. Hombre de un mundo gris. Hijo de una familia sin renombre, nacido en 1910 en Reus, formó parte de las Congregaciones Marianas –un trampolín juvenil para acceder a las palancas de poder civil del catolicismo organizado– y estudió Derecho en Zaragoza. Buen estudiante, buenas notas. Y, ya de entrada, carrera profesional en Madrid, desde donde enviaba crónicas para el diario catalanista y democristiano El Matí. Después, la guerra. Y las consecuencias de la Guerra Civil, como a todos los españoles de su generación, le cambian la vida. Gana. Se integra en el mundo de la victoria; será uno de los técnicos calificados que formarán parte del cuerpo jurídico y militar que dará cobertura legal a la represión. ¿Ideología? Diría que no importa demasiado. Más relevante es entender que, lentamente, se fue convirtiendo en un paradigma del nuevo sistema. Como tal, y como tantos otros, hará dinero, mucho, y de manera opaca.
A finales de la década de los cuarenta funda un banco. No en Madrid. En Tánger. La ciudad era una plaza financiera excepcional. La moneda oficial era el franco marroquí, de acuerdo, pero esa no era la artimaña de la que se podía sacar provecho. Allí, la gracia era que estaba permitida la libre circulación de divisas. Con un añadido. En ese mercado internacional, en ese y en ningún otro, corría la peseta. Bingo. Durante unos años sería la ciudad abierta para nuestros contrabandistas de divisas. Allí, a través de esa fórmula y de aquella entidad, el primo segundo de Pedrol –el político republicano Josep Andreu i Abelló– se hizo millonario. Era un mecanismo del cual también participó, para enriquecerse, el padre de Jordi Pujol.
Durante el tramo central del franquismo el despacho de derecho mercantil de Pedrol gana prestigio mientras él se fuma unos habanos inacabables. Sus clientes hacen grandes negocios al calor de la dictadura. Él los hace con ellos. No se mete en política. No lo necesita. Se mueve bien en los vasos comunicantes del poder de la capital porque es una pieza del engranaje de la élite del sistema.
Triunfo en Madrid y recuerdo del Reus de su infancia. No pierde los orígenes. Nada lo ejemplifica mejor que su metódico estudio sobre el asesinato del general reusense Prim, prologado por un personaje tan turbio como Eduard(o) Aunós. Nada lo evidencia de una manera tan ostentosa como aquel chalé lujoso en un gran terreno y con unas vistas grandiosas al mar. En Salou también sabrá hacer buenos negocios, por cierto, porque participa del invento de la Costa Dorada. Y el día en que ETA asesina al almirante Carrero Blanco es elegido decano del Colegio de Abogados de Madrid, cargo que irá reeditando hasta su muerte. Esto pasaba en 1973. En 1974 era elegido presidente del Consejo General de la Abogacía Española. Fue en tanto que una cosa y otra, y naturalmente como hombre del poder, que el rey Juan Carlos lo nombró senador.
Nadie le había votado. Estaba ahí porque el rey lo había escogido a dedo. Era uno de los senadores reales: una figura pensada como válvula de seguridad para mantener el control en el paso del sistema al sistema. Era gente de orden, pero gente valiosa. De Justino de Azcárate a Camilo José Cela, de Maurici Serrahima a Martín de Riquer. Pedrol también. Fue un secundario de peso cuando se estaban levantando los cimientos de la refundación del Estado español. En plena Transición. En el Senado. Durante la discusión de la Constitución. El texto había sido redactado por los ponentes, discutido después en el Congreso –en la Comisión Constitucional, en el Pleno– y después había llegado al Senado.
Pedrol advertía de algunos peligros. No tenía ningún afán saboteador, sino todo lo contrario. Lo que pretendía era localizar fisuras en el ordenamiento constitucional en construcción con el objetivo de sellarlas. Quería blindar la estabilidad del nuevo sistema. El árbitro de ese nuevo sistema –el Tribunal Constitucional– podía nacer tarado. Había dos problemas. El primero lo explicó el 19 de julio de 1978 en el artículo «El Tribunal Constitucional, ese preocupante suprapoder». Se publicó en el diario de la Transición –El País–, y en él se pensaba el problema como una consecuencia inherente al espíritu de aquel proceso de transformación institucional. El consenso era su virtud, pero podía ser su trampa.
Fruto del deseo de forjar ese consenso para llevar adelante el proceso de institucionalización de la nueva democracia, el senador real afirmaba que el proyecto constitucional era intrínsecamente ambiguo. La ambigüedad podía significar equivocidad, pero también pragmatismo. Antes de terminar rehenes de los puntos que podían bloquear el cambio, era mejor diseñar un sistema abierto. Más adelante, si se producía un bloqueo, ya se encontraría el mejor atajo sobre la marcha. El organismo que se encargaría de resolver los problemas derivados de esa ambigüedad fundacional sería el Tribunal Constitucional. Su poder, razonaba Pedrol, sería enorme, porque la resolución de los casos ambiguos lo convertiría, de facto, en un órgano constituyente. Sus miembros terminarían decidiendo, en reuniones a puerta cerrada y sin debate público, lo que los parlamentarios no habían aclarado del todo. La responsabilidad de los magistrados sería enorme y en su elección pesaría su independencia de criterio, claro está, pero había un agravante: «Para arbitrar conflictos entre políticos se adjudica casi íntegramente a los políticos el derecho a nombrar esos árbitros.» La separación de poderes, en último término, llegados al nudo de los conflictos institucionales, no sería total, porque la mayoría partidista determinaba la mayoría en el Alto Tribunal.
Segundo problema. Dos meses después de publicar ese artículo, Antonio Pedrol Rius planteó un caso hipotético. Esta vez lo hizo en el Senado. 6 de septiembre de 1978. Sostenía el todopoderoso presidente del Colegio de Abogados de la capital que el TC podía quedar deslegitimado si se llegaba a producir el siguiente escenario.
Un referéndum enfrenta a grupos mayoritarios. Gana una posición. El gabinete jurídico del partido derrotado detecta que la ley aprobada contiene aspectos anticonstitucionales. Decide presentar recurso. La resolución, en esta tesitura, pone en cuestión, a la fuerza, el edificio constitucional. Ninguna salida es del todo buena. Si el Constitucional no dicta sentencia en función de lo que considera que se ajusta a la ley, sacrifica su prestigio. No se lo podría permitir. Y si procede como tiene que hacerlo, «¿no se atraerá el Tribunal Constitucional, si hace esta declaración, la hostilidad, la impopularidad de millones y millones de ciudadanos?» Pedrol sabía que su planteamiento iba a contracorriente. Chocaba contra el espíritu sobre el que se estaba edificando el Estado democrático: el consenso. Se puso lírico.
Le parecía que había detectado una grieta. Y planteaba una solución, adaptada de la Constitución francesa. Antes de convocar el referéndum, el TC tendría que dictaminar favorablemente la constitucionalidad de la ley. Una manera de despejar el callejón sin salida. Pero si sus palabras no se inscribían en la Constitución, temía, se podía crear «una situación que podría llegar a ser dramática en el futuro político». A pesar de que su enmienda fue descartada por la Unión de Centro Democrático, de algún modo se asumió al cabo de un año. En la ley orgánica del TC de 1979 se incluiría la posibilidad de un recurso previo de inconstitucionalidad, pero en 1985 la disposición fue anulada para evitar que el recurso se utilizase para retrasar la entrada en vigor de leyes aprobadas (tal y como tan a menudo estaba haciendo la oposición). De este modo, la grieta se reabrió en pleno proceso de consolidación de la nueva democracia española.
En ese punto ciego se incrustó la reforma del Estatuto de 2006. El 28 de junio de 2010 el escenario planteado por Pedrol se produjo. Y desde entonces la grieta no ha hecho más que ensancharse. El cortocircuito que podía destruir el corazón del sistema: la ruptura del vínculo entre la ciudadanía y el Tribunal Constitucional. Es ahí donde estamos. Girando cada vez con más fuerza en el remolino de la degradación institucional.
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Jordi Amat
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