Análisis
Yemen, el baile en las cabezas de las serpientes
La guerra en este país no es una guerra olvidada sino una guerra no resuelta. Los saudíes y Estados Unidos militan en el mismo bando que al-Qaida para derrocar a los huthis, considerados el caballo de Troya de Irán
Miguel-Anxo Murado 9/01/2018
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Se dice que el mundo se ha olvidado de Yemen, que la comunidad internacional se desentiende de ese país. Visto de otro modo, se podría concluir que el problema es el contrario: en algún momento ha habido hasta una docena de países implicados en el conflicto; y, a base de repetir que la de Yemen es una guerra olvidada, lo cierto es que está presente en los medios de comunicación. La opinión pública, en general, sabe que allí se está produciendo una catástrofe humanitaria. No es una guerra olvidada, más bien es una guerra no resuelta, y en lo que hay centrarse es en el por qué.
La respuesta no encierra un gran misterio: de terminar ahora mismo, el conflicto de Yemen acabaría con la victoria de la milicia huthi. Son ellos quienes se han hecho con el control de la mayor parte del norte y el oeste del país, que son las zonas más pobladas. Las únicas excepciones son Taiz y Adén, dos ciudades importantes que están en manos de las milicias anti-huthis, sus aliados saudíes y al-Qaida, que también participa en la alianza de manera, digamos, extraoficial. La comunidad internacional –es decir, Estados Unidos– ha tomado partido desde el primer momento por ese bando pro-saudí. La razón: los huthis serían un caballo de Troya de Irán para hacerse con el control del estratégico estrecho de Bab el-Mandeb, que comunica el Mar Rojo con el Océano Índico. La verdad: nadie cree seriamente que los huthis reciban de Irán poco más que un apoyo simbólico, ni tampoco parece creíble que tengan ningún interés, ni medios, para cerrar el estrecho de Bab el-Mandeb. Pero Occidente no puede enemistarse con Arabia Saudí ni permitir que sea derrotada en su pequeño Vietnam particular. El reino se encuentra en un momento delicado políticamente y esto podría desestabilizarlo.
El resultado es la enésima reiteración de una paradoja que se ha convertido en una rutina: Occidente se encuentra del lado de al-Qaida haciendo la guerra –o en este caso, apoyándola– por un motivo que sabe espurio y con un objetivo que intuye inalcanzable. Hasta ahí la explicación de por qué no se resuelve el conflicto ni se resolverá hasta que no cambie la marea de la guerra y empiece a perder el lado que va ganando.
El resultado es la enésima reiteración de una paradoja que se ha convertido en una rutina: Occidente se encuentra del lado de al-Qaida haciendo la guerra por un motivo que sabe espurio y con un objetivo que intuye inalcanzable
Los sucesos de las últimas semanas permiten sospechar que eso no va a ocurrir pronto. Hay que definir lo que significa "ir ganando" en este conflicto. Para los huthis es fácil: la victoria consiste simplemente en resistir. Su lucha es de décadas. Comenzó en los años sesenta del siglo pasado, cuando los zaidíes –la secta del islam a la que pertenecen– perdieron su estatus en el país a consecuencia de la instauración de la República de Yemen del Norte, promovida desde Egipto por Nasser. Luego, después de la reunificación del país con Yemen del Sur, los huthis mantuvieron una guerra de baja intensidad con el régimen de Ali Abdullah Saleh, él mismo de origen zaidí pero partidario de la centralización del país. Cuando en 2011 se produjo la caída de Saleh, tras la Primavera Yemení, los huthis pensaron que la nueva constitución les favorecería. Pero cuando vieron que Arabia Saudí aprovechaba la circunstancia para imponer a su hombre fuerte Abed-Rabbo Mansur al-Hadi –lo de "fuerte", en este caso, no es literal–, los huthis no tuvieron problema en aliarse con su antiguo enemigo, el depuesto Saleh, para volver a tomar las armas. El zaidismo es una variante del islam asociada al chiísmo, por lo que se entiende la desconfianza con la que ven el ascendiente de Arabia Saudí en Yemen.
Gracias a la red clientelar de Saleh y su control del ejército, a la altura de 2015 los huthis estaban a punto de conquistar todo el país, lo que condujo a la intervención directa de los saudíes. Pero ni siquiera con todo el poderío de su ejército –siempre compensado por su legendaria ineficacia–, Riad ha logrado revertir la situación, más allá de recuperar la ciudad de Adén. De paso, han permitido que al-Qaida y el Estado Islámico se hagan con el control de las partes desérticas del este del país, cerca de la frontera omaní.
Los saudíes no son menos incoherentes que los huthis en sus alianzas: el grueso de las fuerzas anti-huthis está formado por militantes del partido islamista al-Islah, una variante yemení de los Hermanos Musulmanes egipcios, a los que los saudíes detestan y combaten en otros países. También Occidente –Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia– prefiere pasar por alto las amistades peligrosas de Arabia Saudí, y sigue vendiéndole material militar por valor de cientos de millones de dólares para su campaña en el Yemen. Estados Unidos le proporciona a Riad la inteligencia de sus satélites espía, con la excusa de que lo hace para que los bombardeos sean más precisos y causen menos víctimas civiles. Suponiendo que esa explicación fuese sincera, los resultados no están siendo los esperados: los saudíes han destruido casi medio centenar de hospitales y centros de asistencia, y causado innumerables víctimas entre la población civil.
Todavía podía ser peor, y ha sido peor. Tras el fracaso de la caótica campaña de bombardeos, los saudíes han pasado a intentar rendir a los huthis por medio del hambre. Ya antes de la guerra, Yemen era uno de los países más pobres del mundo, pero el bloqueo saudí ha causado una miseria inimaginable. También ha provocado la mayor epidemia de cólera de la historia moderna, consecuencia indirecta de la falta de combustible para las bombas de agua, que obliga a la población a beber aguas superficiales contaminadas. Ni siquiera esto ha logrado doblegar a los huthis, por lo que el verano pasado los saudíes decidieron probar una nueva estrategia: dejar caer a su "hombre fuerte" al-Hadi y ofrecerle un trato tentador a Saleh para que traicionase a los huthis.
El pacto se fraguó en Abu Dabi y consistía en colocar en el poder al hijo de Saleh, Ahmed, quien desde hace tiempo reside en los Emiratos. De haberse consumado esa maniobra, seguro que los yemeníes habrían sabido apreciar la ironía, porque la insistencia de Saleh en hacerse suceder por su hijo fue precisamente el detonante de la Primavera Yemení de 2011 que le derribó de la presidencia. Saleh, que llegó al poder por primera vez en 1978 mediante un golpe de estado, siempre ha dicho que gobernar Yemen es como "bailar en las cabezas de las serpientes". Es cierto, con el matiz de que también habría que incluirle a él, no sólo entre los bailarines, sino también entre las serpientes. Pero esta vez Saleh calculó mal el paso. El 4 de diciembre pasado, al poco de anunciar públicamente que se disponía a negociar con Arabia Saudí, los huthis detuvieron su coche oficial con una granada autopropulsada y un francotirador acabó con su vida. Fue su manera de declarar cancelada su alianza.
Aunque es probable que ahora muchos fieles a Salah se pasen al bando pro-saudí, a corto plazo su desaparición deja a los huthis con el control exclusivo de todo lo que habían conquistado con su ayuda. La verdad es que el día a día de la gestión de los huthis está dejando mucho que desear, por no decir que es un desastre; pero el tribalismo de Yemen, las complicadas lealtades locales y la falta de alternativas más atractivas hace improbable que el descontento de la población del norte les lleve a sublevarse contra los huthis, como sueñan los saudíes.
Esto también significa, por desgracia, que los saudíes continuarán su bloqueo económico. Por tanto, seguirá la hambruna. Sólo hay una esperanza, y es que la paciencia de los saudíes con la guerra, y la de la comunidad internacional con los saudíes, tiene que tener un límite. Los Emiratos, que son quienes tienen más tropas en la coalición pro-saudí, ya han empezado a insinuar su disposición a abandonar la partida, dejando a cargo de la zona de Adén a Aydarus al-Zoubaidi, un secesionista que pretende restaurar el viejo Yemen del Sur, pero con el islamismo suní en lugar del sistema comunista soviético que regía aquella república.
Es una admisión de derrota. Decíamos que para los huthíes la victoria es simplemente resistir. Para los saudíes, la victoria consistía, en principio, en restaurar a al-Hadi en el poder en la capital Saná, con un gobierno que les fuese favorable. Parece que ya han renunciado a que sea al-Hadi. Sólo falta que, antes o después, Riad admita su incapacidad para imponer su voluntad en Yemen.
En cuanto a la comunidad internacional, si realmente quiere aliviar la hambruna que asola al país, podría aprovechar esta debilidad saudí para revisar la resolución 2216, que impone sanciones sólo a los huthis, y que ha venido sirviendo de excusa para mantener el bloqueo. El siguiente paso sería forzar a los saudíes a un diálogo directo con los huthis. Es posible que esto sea ahora más fácil, una vez que ya no está Saleh complicando la ecuación, con sus danzas sobre cabezas de serpientes. A estas alturas, los huthis son conscientes de que no pueden conseguir el control total del país, y que, incluso si lo lograsen, no podrían consolidarlo. De hecho, se sabe que entre los huthis existe una facción moderada dispuesta a negociar. Seguramente, estarían abiertos a alguna fórmula que les garantizase el poder en su área de influencia y sus intereses en el conjunto del Yemen.
Nada indica que todo esto vaya a suceder en las próximas semanas o meses. Como en tantos otros conflictos, no habrá más remedio que esperar al mediador más convincente que existe: el agotamiento.
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