Análisis
Cabalgar un león es más fácil que gobernar el Yemen
El país parece abocado a un conflicto crónico de larga duración, en el que Teherán y Riad dirimen sus luchas hegemónicas en Oriente Medio. Las conversaciones de paz, en Suiza y en Kuwait, no han deparado resultados
Ignacio Gutiérrez de Terán 31/08/2016
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“Cabalgar un león es más fácil que gobernar el Yemen” es una de las frases memorables del gran poeta yemení Muhammad al Baraduni que muchos compatriotas suyos deben de estar rumiando desde hace cinco años. Sobre todo ahora, a la vista del atolladero en el que se encuentran, apresados entre la espada de la alianza Sáleh-huzíes y la pared del gobierno de Adén, apoyado por las monarquías del Golfo, con el telón de fondo de campañas militares sangrientas y negociaciones de paz sin resultados.
En enero de 2011 se había iniciado la revolución popular, al calor del antecedente tunecino, con una serie de manifestaciones y marchas en la capital, Sanaá, y otros núcleos urbanos. Al igual que en otros países árabes, los “movimientos de jóvenes” y los activistas urbanos desempeñaron una función destacada a la hora de difundir las convocatorias e incitar a la gente a sumarse a las protestas. Y, también como en otros países árabes, de las demandas iniciales de menos corrupción y más libertad y trabajo se pasó a la petición expresa de un cambio de sistema y la expulsión del presidente y el partido hegemónico, debido, entre otras cosas, a la reacción violenta de los cuerpos de seguridad y las maniobras difamatorias de los medios de comunicación oficiales.
En realidad, la única persona que ha conseguido dominar, a medias y durante un tiempo, este león desbocado yemení ha sido, precisamente, el expresidente Ali Abdallah Sáleh. Su biografía es la típica de un líder al uso en Oriente Medio: carisma, habilidad para manipular los vínculos clánicos y tribales tan relevantes en Yemen, astucia para mantener controlados a sus colaboradores y debilitarlos a la vez con disputas intestinas, instinto de tahúr para jugar sus modestas bazas con las potencias regionales e internacionales y suerte para salvarse de los atentados o neutralizar los grandes desastres políticos, económicos y militares que puedan producirse en derredor (por ejemplo, la guerra del Golfo de 1991 y su apoyo declarado al líder iraquí Saddam Husein). Sáleh había sido capaz de capitanear la unión de los dos Yémenes en 1990, ganar la guerra de 1994 con la región del sur, pasar de enemigo de EE.UU. y Occidente a colaborador esencial en la lucha contra el terrorismo internacional... Entre medias, una nación asolada por la pobreza, el analfabetismo y los levantamientos armados en las regiones periféricas. Durante décadas casi nada ha tenido continuidad en Yemen salvo la determinación de Sáleh por aferrarse al poder, cualidad que lo igualaba más aún a sus colegas árabes. Pero la “revolución de los jóvenes”, como dio en llamarse, acabó, o eso parecía, con su buena estrella.
Según datos de NN.UU. de agosto de 2016, el número de desplazados desde 2013 asciende ya a casi 3.200.000
Al fin, tras meses de manifestaciones, combates callejeros y la deserción de estrechos colaboradores, Sáleh tuvo que abandonar el cargo. No fue fácil: mucho pesó un intento de asesinato en junio de 2011 que le abrasó el 40% de su cuerpo y obligó a evacuarlo a un hospital de Arabia Saudí. A cambio de una amnistía y la potestad de moverse libremente por Yemen, Sáleh consintió en quedar relegado a un segundo término y permitir un relevo de gobierno. A pesar de mantener buenas relaciones con Arabia Saudí y otros países del Golfo, consideraba que su salida y la designación posterior como presidente de su número dos, el también militar Abdu Rabbuh Mansur Hadi, hombre de su confianza desde 1994, respondían a una conspiración de las monarquías del Golfo y Estados Unidos. Nunca abandonó la esperanza de retornar a la presidencia, en la creencia de que la revolución yemení había sido incapaz de desmantelar el Estado clientelista y oligárquico edificado por Sáleh, su familia y su partido, el Congreso Popular General.
Por desgracia, tenía razón. La transición yemení fue una sucesión de despropósitos. Las elites políticas y militares litigaban fieramente entre sí, la oposición política se mostraba inoperante, y los movimientos populares parecían desconcertados e incapaces de asumir el protagonismo. Los conflictos armados y las tensiones territoriales, en lugar de calmarse, fueron en aumento, tanto en el sur, con los grupos secesionistas, como en el norte, con el movimiento de los huzíes y, sobre todo, la reactivación del islamismo yihadista, en primer lugar de al-Qaeda y, progresivamente, del Estado Islámico o EI. La elección misma de Mansur Hadi, en un plebiscito en el que sólo él concurría como candidato, en febrero de 2012, había herido de muerte al movimiento revolucionario. Los referentes de la sociedad civil que habían encabezado la revolución fueron apartados de las rondas de negociación celebradas en Arabia Saudí y despojados de cualquier capacidad de decisión en beneficio de las clases dirigentes políticas y militares. El margen de acción de Hadi ha sido asimismo muy limitado y nunca ha gozado de la popularidad suficiente para convertirse en un referente nacional. No era de extrañar que Sáleh, que en realidad nunca se había ido, intentase retornar a cualquier precio.
Para ello, recurrió a una alianza “contra-natura” con quienes hasta hacía poco habían sido sus enemigos acérrimos: los huzíes. Esta denominación hace referencia a una extensa coalición de tribus y facciones zaydíes (chiíes) procedentes del norte de Yemen y liderados por una familia de líderes políticos y religiosos del mismo nombre. Los huzíes no sólo se habían unido a las concentraciones anti-Sáleh en Sanaá en 2011 sino que habían librado crudísimas batallas con su ejército entre 2004 y 2010. El telón de fondo de estos sangrientos enfrentamientos era la lucha por el liderazgo de la comunidad zaydí, a la que también pertenece el expresidente, la manifiesta animadversión de los activistas zaydíes a la colaboración de Saleh con EEUU en la lucha contra el yihadismo internacional y la disparidad de criterios sobre Irán. Los huzíes, que tampoco estaban satisfechos con el rumbo de la transición yemení, aprovecharon la inefectividad del gobierno central y la frustración de la población para iniciar una sorprendente campaña militar en 2013 que terminó llevándolos al palacio presidencial en Sanaá, con el apoyo de los militares fieles a Sáleh, en septiembre de 2014. Allí forzaron la dimisión del presidente, Abd Rabbo Mansur Hadi. Semanas después anunciaron la disolución del Parlamento, la creación de uno nuevo de 551 miembros y la redacción de una Constitución. Las medidas adoptadas por los huzíes constituían el golpe de gracia a la iniciativa del Golfo de 2012, auspiciada precisamente por los saudíes. Los huzíes decían reencauzar así la revolución yemení, “secuestrada” por una oligarquía política insolidaria y rehén de los intereses extranjeros. Curiosamente, quienes se levantaron en armas contra ellos meses después decían defenderla también.
Yemen se parece cada día más a Libia, con sus dos gobiernos enfrentados, cada uno en una región distinta, y la injerencia de potencias regionales rivales
Hoy en día, tanto estadounidenses como saudíes se lamentan del “golpe de Estado” de los huzíes y Sáleh pero, en realidad, tienen parte de responsabilidad. Riad consideraba, allá por 2012, que la prioridad era, lo mismo que en Egipto, neutralizar el avance de los Hermanos Musulmanes. Por ello, no prestaron demasiada atención cuando los huzíes se enfrentaron abiertamente a las milicias y tribus afines al Islah (partido islamista tradicionalmente hostil al activismo religioso zaydí y próximo a los Hermanos Musulmanes), el poderoso clan de los Ahmar y los grupos salafistas yihadistas, en especial las redes de al Qaeda en la Península Arábiga (AQAP). A la par, los huzíes entraron en combate con las unidades del ejército fieles al general Ali Mohsen al-Ahmar, hermanastro de Sáleh y enfrentado a este tras el inicio del levantamiento popular, y las escasas facciones proclives a Mansur Hadi. Todos estos rivales eran asimismo enemigos de Sáleh, que impuso la inhibición de las unidades del ejército que le seguían siendo fieles. Si se tiene en cuenta la probada capacidad operativa de los huzíes, curtidos en un sinfín de enfrentamientos militares con el ejército, y el apoyo decidido de Irán es fácil comprender su éxito. El error de cálculo de los saudíes y sus aliados del Golfo fue pensar que la acometida huzí se detendría en Sanaá y dejaría al margen los territorios del sur, donde el movimiento secesionista se había reactivado tras 2011.
Pero no fue así. Invocando la defensa de los “valores de la revolución yemení”, los huzíes se lanzaron hacia Adén y denunciaron las maniobras “ilegales” de Mansur Hadi para permanecer en el poder. Este había burlado el arresto domiciliario impuesto por aquellos en Saná y se había refugiado en Adén, desde donde había expresado su deseo de recuperar el territorio nacional y “defender la legalidad”, apoyado por Arabia Saudí. Irán, por su parte, declaró su apoyo a la acción militar huzí. Por segunda vez –la primera había sido en Bahréin, en 2011-- desde el inicio de las revueltas árabes, Arabia Saudí decidió intervenir en un Estado de la Península Arábiga para salvaguardar sus intereses estratégicos. El 25 de marzo de 2015, junto con una decena de países árabes aliados, lanzó la llamada “Tormenta de la firmeza” (Asifat al-hazm) para detener la ofensiva de las milicias huzíes y las unidades militares leales al expresidente Sáleh.
Los análisis más simplistas hablan de una guerra entre sunníes y chiíes o el antagonismo entre el norte y el sur. La realidad es mucho más complicada
Hoy por hoy, la campaña liderada por los saudíes se ha mostrado incapaz de derrotar a los huzíes y las tropas de Sáleh. Han impedido la expansión de estos por la región del sur y les disputan fieramente algunos bastiones en el norte como Taizz, pero parecen lejos de expulsarlos de Sanaá o evitar, incluso, las periódicas incursiones huzíes en territorio saudí. Los huzíes y las tropas de Sáleh tampoco parecen capaces de asentarse en los territorios que controlan manu militari. Según datos de NN.UU. de agosto de 2016, el número de desplazados desde 2013 asciende ya a casi 3.200.000, un millón de ellos desde el inicio de la campaña militar saudí. Los bombardeos de áreas urbanas por parte de los dos bandos han sido recurrentes así como los excesos cometidos contra la población, hospitales y centros de asistencia. Al tiempo, los grupos yihadistas están aprovechando la ocasión para hacerse con pequeñas franjas de territorio, en especial en el sur, donde sus atentados alcanzan una efectividad mortífera en Adén. Tras la sangría humana –unos 10.000 muertos desde marzo de 2015 según datos de Naciones Unidos-- deben de reseñarse los daños producidos en los bienes materiales y el patrimonio cultural yemeníes, tanto en Sanaá como en Adén o los vestigios de la presa de Maareb.
Tal y como están las cosas Yemen parece abocado a un conflicto crónico de larga duración, uno más en la región. Las conversaciones de paz, en varias localidades suizas primero y en Kuwait después, no han deparado resultados. Unos y otros imponen condiciones imposibles de cumplir: Sáleh se descolgó en los contactos preliminares de Suiza con la imposición de que ni Hadi Mansur ni representantes suyos podrían participar en ellas, lo cual significaba negociar sin interlocutor. Los partidarios del gobierno de Adén, apoyados por Arabia Saudí, exigieron ya en Kuwait que los huzíes y las huestes de Sáleh se retiraran de las localidades que siguen bajo su control y depusieran las armas, exigencia que tampoco parece lógica dado que los “golpistas” no han sido derrotados en el campo de batalla. Encima, ambas partes siguen reforzando sus estructuras de poder: los huzíes y Sáleh anunciaron en verano de 2016 la creación de un consejo político para dirigir los asuntos del país; y el gobierno de Hadi Mansur en Adén trata de reforzar sus relaciones diplomáticas con el entorno.
Yemen se parece cada día más a Libia que a Túnez, el país que mejor ha salido de las revueltas árabes de 2011, con sus dos gobiernos enfrentados, cada uno en una región distinta, y la injerencia de potencias regionales rivales. Esto lleva cada vez más a la polarización tribal, regional y religiosa, hasta el punto de que los análisis más simplistas hablan de una guerra entre sunníes y chiíes o el antagonismo entre el norte y el sur, cuando la realidad es mucho más complicada. Los huzíes, a pesar de su chiísmo militante, cuentan como aliados con tribus y facciones de confesión sunní, lo mismo que Sáleh, que tanto aborrecía antes la propaganda pro chií duodecimana de ciertos predicadores huzíes, tiene muchos seguidores que profesan el rito chafií sunní. En el otro lado encontramos alianzas interconfesionales y transregionales parecidas, pues no faltan las tribus y personalidades religiosas zaidíes (una rama del chiísmo, disociada del rito duodecimano imperante en Irán) enemistadas con los huzíes por su supuesta iranización y alejamiento de las enseñanzas fundamentales del zaydismo. Igual de preocupante es la internacionalización del conflicto, similar en este caso al conflicto sirio. La influencia de los actores nacionales resulta cada vez más reducida, pues el futuro del país queda pendiente de las decisiones que puedan adoptar las potencias regionales e internacionales implicadas de forma directa o indirecta en la contienda, en especial Teherán y Riad, que han convertido Yemen en un nuevo teatro donde dirimir sus luchas hegemónicas en Oriente Medio.
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Ignacio Gutiérrez de Terán es profesor titular del Departamento de Estudios Árabes e Islámicos y Estudios Orientales de la Universidad Autónoma de Madrid. Es especialista en historia contemporánea del mundo árabe e islámico y transiciones políticas en Oriente Medio. Entre sus obras recientes destacan Yemen, la clave olvidada del mundo árabe (Alianza Ensayo, 2014) junto a Francisco Veiga y Leyla Hamad Zahonero, o el Informe sobre las revueltas árabes (Ediciones del Oriente y Mediterráneo, 2011) coordinado junto con Ignacio Álvarez-Ossorio.
“Cabalgar un león es más fácil que gobernar el Yemen” es una de las frases memorables del gran poeta yemení Muhammad al Baraduni que muchos compatriotas suyos deben de estar rumiando desde hace cinco años. Sobre todo ahora, a la vista del atolladero en el que se encuentran, apresados entre la espada de la alianza...
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