Análisis
Arabia Saudí, castillos de arena y juegos de tronos
El príncipe heredero lucha por su supervivencia con un proyecto contradictorio: una teocracia que intenta mostrarse moderada, una economía del despilfarro reformada con obras megalómanas y una diplomacia guiada por miedos más que por alianzas
Miguel-Anxo Murado 21/11/2017
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Al principio, parecía un indignante caso de overbooking: en plena noche del sábado 4 de noviembre, los respetables clientes del Hotel Ritz-Carlton de Riad, Arabia Saudí, se vieron obligados a abandonar apresuradamente sus habitaciones de entre 1.000 y 14.000 dólares la noche. Tenían que dejar sitio a otros no menos ilustres, si bien involuntarios, huéspedes. Estos incluían una docena de príncipes, decenas de ministros y exministros, además de cientos de empresarios. Todos ellos habían sido detenidos a lo largo del día en la mayor purga que ha conocido Arabia Saudita en su larga y no demasiado pacífica historia. Aunque sea sólo por una vez, quienes dicen que hay cárceles que parecen hoteles de cinco estrellas tienen razón.
Pese a que las autoridades insisten en presentar la redada como una campaña de lucha contra la corrupción, evidentemente se trata de un episodio de lucha por el poder. Más en concreto, es un intento por parte del poderoso príncipe heredero, Mohammed bin Salman, por afianzarse con vistas a heredar el trono, lo que quizá ocurra pronto. Con todo y con eso, la escala de esta "noche de los cuchillos largos" es tal que no tiene precedentes en el país –y no porque Arabia Saudí haya sido nunca una balsa de aceite. Sus ramificaciones en política exterior, que ya están afectando al Líbano, pueden llegar a ser muy desestabilizadoras.
Para entender la extraña política de este país hay que ir siempre al árbol familiar, porque los conflictos son aquí más genealógicos que ideológicos. No es por nada que el nombre del país es un apellido. Arabia Saudí es, efectivamente, la propiedad de la familia al-Saud. Ésta sólo ha detentado el poder a lo largo de tres generaciones –aunque parezca un país "antiguo", Arabia Saudí sólo existe desde 1932. Este corto período de tiempo, sin embargo, ha sido suficiente para engendrar una familia demasiado extensa como para poder repartir los frutos del poder de manera satisfactoria. Abdulaziz Ibn Saud, el fundador de la dinastía, tuvo él sólo un centenar de hijos, la mitad varones. Actualmente, entre los 15.000 miembros de la familia real hay unos 5.000 príncipes de sangre que consumen el equivalente a 40.000 millones de dólares al año. Esto supone una carga cada vez más pesada sobre la riqueza del país, sobre todo tras años de bajos precios del petróleo.
Aunque las autoridades insisten en presentar la redada como una campaña de lucha contra la corrupción, evidentemente se trata de un episodio de lucha por el poder
Los mecanismos del poder, o la falta de ellos, agravan esta rivalidad. Arabia Saudí no cuenta con un sistema de primogenitura estricto, y menos aún con instituciones democráticas, por lo que la sucesión de los reyes ha sido siempre traumática. La del príncipe Mohammed bin Salman, cuando llegue el momento, no va a ser una excepción. Su padre, el anciano rey Salman, le colocó en una buena posición de salida, no sólo nombrándolo heredero sino también dándole el ministerio de Defensa. Pero el joven príncipe ha malgastado esa baza lanzando al país a una desastrosa guerra en el Yemen. Sus tíos y primos, con el apoyo de sectores importantes del ejército y la empresa, planeaban ya su caída desde la pasada primavera. De ahí nace esta "campaña contra la corrupción": es el contragolpe con el que el príncipe pretende asegurarse su supervivencia.
La personalidad del príncipe Mohammed es clave en todo esto. Los medios occidentales se esfuerzan por verle como un reformista. Los críticos insisten en su ambición. Lo que más le caracteriza, sin embargo, es la temeridad. Muchos lo achacan a su juventud (nació en agosto de 1985), aunque, a este paso, quizás no tengamos oportunidad de comprobar si cambia con los años. La intervención en el Yemen habría sido un desastre aunque hubiese salido bien, pero incluso sus ideas reformistas mejor intencionadas han resultado hasta ahora impulsivas y erráticas. La autorización a las mujeres para que puedan conducir vehículos –ciento treinta años después de la invención del automóvil--, o la limitación del poder de la policía religiosa son medidas muy positivas, pero, aisladas y condescendientes, no forman parte de ningún plan real de transformación de la sociedad.
De mucho más calado son los cambios que el príncipe está intentando introducir en la economía saudí, pero ni los objetivos parecen realistas ni los resultados, satisfactorios.
Príncipes y mendigos
Si la lógica de las luchas por el poder en Arabia Saudí hay que buscarla en la sangre y el parentesco, el impulso se encuentra en el petróleo y la economía. Arabia Saudí es un "estado del malestar", una especie de estado del bienestar fallido. El sector privado representa la mitad del PIB, pero está controlado de manera rentista por los príncipes, y emplea casi exclusivamente inmigrantes y expatriados, por lo que apenas genera beneficios para la población general, de 32,2 millones de habitantes. Los saudíes trabajan en su mayor parte en el sector público, donde los salarios son tres veces más altos que los de los trabajadores de la empresa privada. Pero el mercado laboral es tan ineficiente y la sociedad tan desigual que al menos un 30% de la población vive en la pobreza. En gran parte para controlar el descontento, la energía y otros bienes básicos, como el agua, están subvencionados. Puesto que el petróleo ya sólo garantiza una renta media de 5.000 dólares al año, se entiende que este sistema no es sostenible.
Quizás tampoco sea reformable, como a menudo sucede con los sistemas rígidos e hipertrofiados. El plan del príncipe Mohammed consiste en igualar el mercado laboral a base de rebajar el salario de los funcionarios en un tercio, reducir el gasto público suprimiendo las subvenciones a la energía y liberalizar la petrolera pública ARAMCO vendiendo un 5% de la misma en bolsa, que a su vez debería servir para crear una "ciudad de la tecnología" a orillas del Mar Rojo para diversificar la economía.
Es lo que se conoce como Visión 2030 y, más que una visión, se está revelando como un espejismo en el desierto. Cuando se intentaron los recortes en los subsidios de la electricidad y el agua, la respuesta de la población obligó a dar marcha atrás. También hubo que retirar las bajadas de salarios en abril ante las protestas de los funcionarios. En cuanto a la "ciudad de la tecnología", parece más una visualización de los defectos de la economía saudí que su solución. NEOM, como se la conoce, costará 500.000 millones y estará casi completamente en manos de robots. Se diría que es una metáfora de en qué se ha convertido el reino: un despilfarro gestionado por autómatas.
Cuando se intentaron los recortes en los subsidios de la electricidad y el agua, la respuesta de la población obligó dar marcha atrás
Lo que nos lleva de vuelta al Ritz-Carlton. Fue allí donde, hace menos de un mes, se hizo la presentación, solemne y triunfalista, del proyecto NEOM. En torno a los canapés se encontraba la élite del empresariado saudí y los rostros más conocidos de la familia real. Menos de un mes más tarde, muchos de ellos están hospedados contra su voluntad en ese mismo hotel. En el salón de baile donde se mostraron los vídeos en 3D del proyecto duermen sobre colchonetas los policías encargados de vigilarlos.
La fijación iraní
La política exterior saudí tiene que ver con su economía, pero no es determinante. Quizás la guerra del Yemen se explica en parte por la necesidad de explotar la Zona Vacía, una vasta área rica en petróleo que está en la frontera entre los dos países. Pero más por la geoestrategia, que, en este caso, se basa no tanto en intereses concretos como en prejuicios religiosos. Irán, la fijación de Riad, puede ser una amenaza real, pero el elemento clave en la hostilidad saudí es que se trata de una potencia chií y no sunní. Eso hace que, aunque no esté desprovista de elementos racionales, la estrategia exterior saudí tienda a la paranoia y la desmesura.
De nuevo, la personalidad del príncipe Mohammed agrava esa deriva. La intervención en la guerra del Yemen se ha basado en el temor a que Irán lo convierta en una base suya –algo de lo que, francamente, hay pocos indicios. La presión sobre Qatar, que llegó al borde mismo de la guerra, se justificaba por la actitud amistosa de este emirato con Irán, pero ha tenido el efecto de convertir la amistad en alianza. Lo mismo ha ocurrido en Siria, donde Riad ha invertido una fortuna en apoyar a grupos yihadistas suníes y lo único que ha conseguido es arrojar a Damasco en brazos de Teherán.
Riad interpreta la presencia del partido chií Hezbollah en el gobierno de Beirut como una injerencia iraní
El actual conflicto de Arabia Saudí con el Líbano hay que verlo en este contexto de frustración por los repetidos fracasos en esta pugna, en parte real y en parte imaginaria, con Irán. Riad interpreta la presencia del partido chií Hezbollah en el gobierno de Beirut como una injerencia iraní. Pero, en realidad, Hezbollah ha formado parte de gobiernos durante años, su fuerza electoral y el sistema libanés de gobierno a base de cuotas sectarias lo hacen casi inevitable. También los saudíes han tenido una presencia constante, probablemente mayor, en la política libanesa, que han ejercido durante muchos años a través de la familia suní Hariri, primero por medio del constructor Rafiq Hariri, hasta su asesinato en 2005, y por medio de su hijo Saad a partir de entonces.
Hariri no es precisamente un entusiasta de Hezbollah. Al fin y al cabo, se cree que fueron ellos quienes mataron a su padre. Pero la política libanesa es pragmática, por decirlo de alguna manera, y en 2009 Hariri firmó un pacto de gobierno con la milicia chií, y volvió a hacerlo el año pasado. En virtud de ese pacto, Michel Aoun, un general cristiano, aliado de Hezbollah, se convirtió en presidente y el propio Hariri en primer ministro. Aquello se entendió en su momento como una tregua entre Arabia Saudí e Irán. Lo que ha ocurrido ahora el 4 de noviembre, el mismo día de la "noche de los cuchillos largos", es que el príncipe Mohammed decidió romper esa tregua forzando la dimisión de Hariri.
De que la dimisión fue forzada da pistas el hecho de que Hariri hizo el anuncio en Riad, en la televisión saudí y con un discurso sospechosamente parecido a los que se reiteran en Arabia Saudí sobre el Líbano. Poco antes, el móvil del primer ministro libanés se había quedado repentinamente sin cobertura, y poco después el propio Hariri desapareció durante días, en medio de rumores insistentes de que había sido secuestrado por las autoridades saudíes. Es cierto que dimitir en circunstancias pintorescas parece una especialidad de Saad Hariri: en su anterior mandato como primer ministro lo hizo durante una reunión con el presidente Obama en el Despacho Oval. Pero esta vez la cosa es más grave.
Si la familia Hariri ha sido el testaferro de Riad en la política libanesa, ¿qué ganan los saudíes haciéndole dimitir? Una hipótesis es que Hariri irritó al príncipe Mohammed al negarse a expulsar a Hezbollah de su gabinete
Si la familia Hariri ha sido el testaferro de Riad en la política libanesa, ¿qué ganan los saudíes haciéndole dimitir? Una hipótesis es que Hariri irritó al príncipe Mohammed al negarse a expulsar a Hezbollah de su gabinete. Otra es que se pretende reemplazar a Saad Hariri por su hermano mayor Bahaa. Esto es poco creíble. Bahaa rechazó hace años suceder a su padre al frente del Movimiento Futuro con la pobre excusa de que la política libanesa le resultaba aburrida –será cualquier cosa menos eso. Más probablemente, el príncipe Mohammed está poniendo en práctica su táctica preferida: crear una situación caótica con la esperanza de que el río revuelto le acabe beneficiando. En este caso, piensa que forzando una crisis en Beirut la inestabilidad animará a Israel a atacar de nuevo a Hezbollah, como en 2006 –aunque el príncipe quizá debería recordar que Hezbollah ganó aquella partida.
Sembrar el caos en la política libanesa no resulta difícil. De hecho, podría ser redundante. Los libaneses están tan acostumbrados a la inestabilidad que, de momento, no parece que noten la diferencia. Después de todo, estuvieron más de dos años sin primer ministro entre 2014 y 2016; unos días sin Hariri no son gran cosa. Pero el príncipe Mohammed tiene otros medios para crearle problemas al Líbano: como tantos otros países de Oriente Medio y el Norte de África, los saudíes controlan buena parte de su deuda. Y aunque el precedente del acoso a Qatar debería haberle enseñado que esta clase de tácticas pueden tener efectos indeseados, los precedentes respecto al propio príncipe Mohammed hacen pensar que no lo tendrá en cuenta.
Por otra parte, el contexto favorece las decisiones poco meditadas, y otro huésped reciente del Ritz-Carlton tiene mucho que ver con esto. Cuando Donald Trump visitó Arabia Saudí en mayo –su primer viaje al exterior como presidente–, su eterna falta de carácter disfrazada de franqueza conectó con la irresponsabilidad disfrazada de espíritu visionario del príncipe Mohammed. El resultado fue que el príncipe se quedó con la impresión de que Trump le daba luz verde para hacer y deshacer en Oriente Medio, y puede que así sea. Ahora habrá que ver hasta dónde llega este proyecto personal y contradictorio del “príncipe loco”: una teocracia con voluntad de mostrarse moderada, una economía del despilfarro reformada a golpe de proyectos megalómanos y una política exterior guiada por los miedos más que las alianzas.
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Miguel-Anxo Murado
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