Obras y Sombras
Todas las épocas de Sílvia Pérez Cruz
La cantante que escapó de las penas, los desengaños y las alegrías que pueblan la música popular que nos arropó siempre
Miguel Ángel Ortega Lucas 10/01/2018
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Quién es; quién será esta mujer que parece una niña antiquísima.
Por qué parece de otro tiempo (como si la conociéramos de antes, de mucho antes de todo), y sin embargo no deja de ser mañana, para mañana, la víspera de una noche que no hemos vivido todavía: Quién es esta mujer, esta anciana jovencísima que canta, canta, canta, no deja en toda la noche de cantar?
Se escapó de un romance de Lorca, de un delirio de luna y fuego por el Albaicín (“Luna, luna, luna llena...: / menguante”.) Pero también puede ser cierto lo que dicen; también podemos creer que nació en el bajo Ampurdán, criada quizás entre marineros, entre músicas del camino de la costa, entre matronas quemadas por el mismo sol que cobija a la pérdida y al anhelo: esos barcos como espejismos que traigan por fin aquello que se espera.
Nació donde debía, según la leyenda: sus padres, artesanos de la música, pulieron el diamante desde el principio. Cantaban, componían; y la niña aprendió a cantar respirando, a respirar cantando; a jugar. A vivir el arte como liberación, y no como obligación o pretensión o impostura. Por eso canta como canta, seguramente: porque al cantar podrá invocar y reunirse con toda la verdad de su vida.
Pinto las notas de una habanera,
azul como el agua de un mar antiguo.
Blanca de espuma, dulce como el aire,
gris de gaviotas, dorada de imágenes,
vestida de noche.
Pinta esta mujer, al cantar la habanera que compusieron, en catalán, Cástor Pérez y Glória Cruz (él procedía de Galicia, ella de Murcia), con todas las notas de la paleta del mar; como si fuera la misma voz del mar, el cántico de todas las huidas y todos los regresos y también la misma voz del fantasma que recordase (¡de pronto!) “los nombres de todos sus ahogados”.
(Para cuántos ahogados, para cuántos a quienes falte el aire y no puedan cantar; para cuántas lámparas encendidas toda la noche cantará esta mujer, esta garganta en llamas).
Cuando emerge en el escenario parece una muchacha que pasara por allí, camino o vuelta de la fuente, la melena despeñándose en miríadas, el vestido un cántaro que viene y va; cuando se pone a cantar no hay ya escenario: es una muralla, un balcón, una terraza vieja y soleada de arrabal. (De alguna manera incomprensible intuimos, sabemos quién es, quizás la hemos visto ya, antes; pero no acertamos a saberlo aún.) Cuando penetra del todo en el canto, perdiéndose en la canción como en una niebla, ya no está allí; nosotros tampoco: estamos viendo y respirando otro lugar, otra época transcurriendo al mismo tiempo en otro sitio, donde ella ha ido a parar, al cerrar los ojos:
puede cantar una copla y vemos entonces la calle en que se despliegan las farolas que callan más de lo que saben, en una esquina con postigos cerrados y silencio;
puede cantar cucurrucucú, paloma, y que las farolas sean los candiles de una cantina donde se nos va yendo toda la noche en tomar y tomar, en mirarla a ella cantando;
puede cantar ne me quitte pas, no me dejes, no me dejes, terriblemente hermosa, como una súplica, y esconderse poco a poco tras el telón ajado de un cabaret del otro siglo mientras le pedimos que no nos deje, que no deje en toda la noche de cantar;
puede cantar mecida por el viento furioso de un violín y vemos entonces a una zíngara de otro sueño, emperatriz pobre de un pueblo nómada, invocando la profecía de las hogueras (y así es como se enamora tu corazón con el mío);
puede cantar un fado y entonces vuelve a ser de nuevo la fantasmagoría de una voz que se despide o nos despide, al borde de otro balcón en que atraca el mar de golpe con luciérnagas de sol y de naufragios.
Y sin embargo (y sin embargo) “no soc marinera i perdo el nord”:
...pregúntale, abrázale y dile que no,
que no soy marinera y pierdo el norte.
Tampoco ella es marinera; también pierde el norte, a veces, como nosotros. Habrá estado buscándolo toda su vida, como nosotros, y seguirá en su búsqueda, arrancándose la pena a jirones de voz en el camino. Porque no nos canta su pena por darnos pena, sino para conjurar la pena: para que se vaya (porque para cantar de esa manera hay que haber estado a punto de ahogarse, también, unas cuantas veces).
Cuando la vimos cantar, el pasado 28 de noviembre, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, era al principio, sí, esa muchacha alegrísima del camino de la fuente: como si a su paso nos hubiéramos ido reuniendo allí todos, dejando lo que quiera que estuviéramos haciendo para escuchar el hechizo súbito. No era (sólo) el prodigio de la voz, la bellísima presencia, la luz risueña de atardecer desbordándole en los ojos; ni la ternura, la inocencia, la broma tintineando aquí y allá (no canta para la gente; canta con ella, desde la misma gente: por eso cala y cala); no era sólo la belleza y la perfección del canto y de las cuerdas del quinteto magnífico que la acompaña, estirando más y más allá lo que dice la poesía: es un Ay. Era un Ay, ayayay que devastaba.
Tiene esta mujer (pero quién es, quién será, que parece de antes de todo) una forma de decir Ay, y de prolongar el ay hasta donde quiere esa voz de cristal, que parece decirlo desde mucho antes de sí misma. Por eso puede cantar “Ay, si es que yo miento, / que el cantar que yo canto lo lleve el viento”, y parecer una mujer herida y brava de ojos oscuros llamada República española. Por eso puede cantar “No (h)ay tanto pan, no hay tanto pan”, y parecer efectivamente una mujer desahuciada, pero no vencida. (Lógico que pueda ser actriz: porque es de verdad; y aquella noche en el teatro quedó quieta, tiritando, emocionada, mientras llovían los aplausos por esa canción suya sobre los desahuciados.)
Por eso puede cantar, mejor que nadie, “Ay, ayayay, toma este vals, este vals, este vals”. Y, quizás sintiéndolo más que nadie, cantar al fin que ahí estará siempre, arrodillada ante el trono de la Canción, con nada en su voz más que “Hallelujah”: un Aleluya con que se desnuda ella misma, y a nosotros nos deja en cueros.
Se escapó de todas las penas, de todos los desengaños y todas las alegrías que pueblan las canciones populares que nos arroparon siempre. Le tiembla en la garganta el Guadalquivir de Carlos Cano, el arrabal de Carlos Gardel, el pueblo blanco, mediterráneo y sonámbulo de Joan Manuel Serrat. Es de la estirpe de Violeta Parra, de Amália Rodrigues, de Janis Joplin, de Chavela Vargas, de Edith Piaf. Cumplirá pronto 35 años. Se llama Sílvia Pérez Cruz. Marcará una época porque lleva en su voz todas las épocas, el corazón repicando “sobre las mesas de la tasca antigua y eterna” de su linaje.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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