OBRAS Y SOMBRAS
Janis Joplin: a cantar dulce y a morirse luego
Actuar era “como hacer el amor” con miles de personas; la depresión post-polvo, directamente proporcional
Miguel Ángel Ortega Lucas 8/11/2017
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a cantar dulce y a morirse luego.
no:
a ladrar.
así como duerme la gitana de Rousseau.
así cantás, más las lecciones del terror.
Alejandra Pizarnik
Porque antes, o por encima, o más allá de las lecciones del terror, “cantando puedes sentir cosas que no sentirías ni estando un año de fiesta”.
Una fiesta para la niña triste del ladrido. Una fiesta de cumpleaños en un entierro. Una fiesta interminable de carnaval para Janis Joplin, y que la tormenta rabiosa y dulce de guitarras y sudor y neón barra el vacío en estampida.
Pero las lecciones del terror.
Ser la niña más rara del lugar queda muy romántico visto después, en la distancia brillante de los años y la leyenda. Pero la posteridad no existe; sólo el presente continuo en que sucede todo, mientras puede uno presenciarlo. Janis Joplin nació en un lugar donde el tiempo no iba a ser jamás el suyo. Por eso huyó: antes que para encontrar un lugar, para encontrar su época.
Trató antes de adaptarse; trató de ser lo que se esperaba de ella, lo que desesperadamente se pretende siempre, al principio al menos: ser aceptada por la tribu. Quería –contaba su hermana Laura en el documental Janis, little girl blue [Amy J. Berg, 2015]– ser como cualquier niña de clase media en los Estados Unidos de los años 50, como las niñas y las mujeres que veía en la televisión, en las revistas. Barbies perfectas esperando en delantal a los niños perfectos del colegio y al marido felicísimo de vuelta del trabajo (perfectísimo todo, perfecto...).
Ella no era nada perfecta, no casaba con ese delicado perfil, no soñó nunca en realidad con jugar a las casitas. Como instintivamente repelía a las que sí cumplían ese patrón (y casi todas querían cumplirlo), se unió muy pronto a una pandilla masculina, en el instituto, con la que frecuentaba locales de country y blues y (ella más que ninguno) buscaba alegremente pelea: si los hombres no la miraban, que al menos se fueran con un ojo a la virulé.
En la etapa final de la secundaria, a unos cuantos individuos se les ocurrió que sería muy gracioso condecorarla con el título del hombre más feo del instituto, foto de periódico por medio.
Aquello “la destrozó”, dijeron sus amigos mucho después. Pero es probable que fueran los pedazos de ese espejo-espejito mágico imposible los que afilasen la voz que rompería luego todos los cristales del llanto. A los 17 descubrió que podía cantar. Y en este caso no le hizo falta la corroboración de nadie.
Se fue, al cumplir los veinte, allá donde pudiera encontrar a “la gente que había escrito los libros y las canciones que le interesaban”. Adonde pudiera encontrar su época: California, 1963. Ya se había desatado el vendaval de la contracultura, abonando los beatniks un camino en el que parecían colisionar al unísono el Medievo y el futuro: los trenes en los que viajaba Bob Dylan de polizón, cruzándose con los caballos siniestros del Ku-Klux Klan. En California, años 60, “puedes hacer lo que quieras y nadie se mete contigo”. Tras un concierto de Dylan, la todavía anónima Joplin se acercó a él entre la multitud y le dijo: “Te amo. ¿Sabes que yo también voy a ser famosa?”. “Claro”, le respondió él, con su proverbial cinismo: “Todos seremos famosos algún día”.
Pero el oráculo aquel que bullía en el corazón de Joplin no iba a mentir. No era la fama exactamente lo que deseaba. Su “ambición”, escribió en una carta, no era “de fama o dinero”, sino de “amor”; el de encontrar su sitio, el de sentirse en casa. La fama (escandalosa), sin embargo, iba a ser inevitable, entre la fascinación popular y la crítica proclamando que se trataba de la mayor vocalista desde Aretha Franklin. Hacia 1967, 68, era ya casi tan famosa como Dylan, voz prodigiosa del coro en torno al cual toda una generación esperaba el alumbramiento de un seísmo social llamado a cambiar el mundo, pero que las drogas y otros demonios se encargaron de exterminar, como puntualmente suele ocurrir.
¿No era la fama lo que deseaba? No de forma consciente, pero la soledad busca su redención, en voz baja, por entre el laberinto. Si la ambición era el amor, qué vía más expeditiva para ello que la aclamación, la corroboración de un espejo-espejito mágico e informe de muchos miles de rostros gritando que te quieren. Actuar era como “hacer el amor” con todos esos miles al mismo tiempo, decía. Y la depresión post-polvo, directamente proporcional. El escenario le hacía sentir que era “alguien”, según otra amiga. Bajar de él, entonces, regresar a la desolación de ser nadie: alguien a quien nadie mira –my unhappy, my unlucky, / my little girl blue.
Y el irse a casa sola.
Por eso había que disfrazarse, casi de continuo; cada vez más conforme crecía la hidra de cien mil cabezas de la fama, confirmado ya el oráculo. (También le habían prometido fortuna y gloria los camaradas que la reclutaron para la primigenia The Big Brother Band and the Holding Company: eso les escribió a sus padres cuando huyó a San Francisco por segunda vez, en 1966, después de que un presunto prometido le destrozara de nuevo el espejo y el corazón; el infinitésimo desgarro. Por esa época, incluso trató de disfrazarse de modosa universitaria: como un Cristo con dos pistolas).
Coronada ya con su peluca azul y rosa, alzada en los tronos de Monterey (1967), de Woodstock (69), crecía sin embargo la sospecha de que “cuanto más te acercas a convertirte en una estrella, menos sentido tiene”, escribió a su familia, a los padres a los que lamentaba tanto haber “decepcionado”: ni todos los focos del mundo eran capaces, al parecer, de exonerar al matrimonio de la íntima vergüenza que les producía aquel monstruo escénico, patito feo convertido en cisne negro del rock’n roll. No eran dos generaciones; eran dos siglos distintos. Pero, antes que la aclamación de 25.000 almas, Janis hubiera preferido la de aquellos dos señores de Texas.
Volvió a su pueblo natal en 1970. Para asistir, contra todo pronóstico (¿ajuste de cuentas?), a una fiesta-aniversario de su promoción del instituto. Ante los medios de comunicación locales, la reina del rock acostumbrada a los baños de masas y a los platós de televisión parece estar a punto de derrumbarse tras la pecera doble de sus gafas como volutas de humo: ¿Qué es lo que más recuerdas de Port Arthur?, le preguntan. “No recuerdo mucho... Sin comentarios” –casi como una niña en la pizarra que no se sabe la lección–. ¿Eras diferente [del resto de alumnos]? “Me sentía apartada (...) No fui al baile de promoción... No, no me lo pidieron; no creo que quisieran llevarme... ¡Y he estado sufriendo desde entonces!”, zanjaba como exagerando, como ironizando. “Un médico le dijo a mi madre que si no me enderezaba acabaría en la cárcel o en el manicomio antes de los 21. Así que cuando salió mi segundo disco, mi madre me felicitó por no haber acabado así”.
Sólo un par de meses después, durante la grabación de su cuarto disco, fue hallada muerta (sobredosis de heroína, y alcohol) en su habitación de hotel en Los Ángeles. Tenía, por supuesto, 27 años. Por supuesto, estaba sola.
Dos años más tarde, muy poco antes de suicidarse, la poeta argentina Alejandra Pizarnik la saludaba, en una penúltima confesión, desde su cama de hospital, en Buenos Aires:
...hay que llorar hasta romperse
para crear o decir una pequeña canción,
gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia
eso hiciste vos, eso yo.
me pregunto si eso no aumentó el error.
Casi al mismo tiempo, Leonard Cohen, que había coincidido con Joplin en otro hotel, el Chelsea de Nueva York, dedicaría a su recuerdo una de sus canciones más célebres, llamada así mismo, Chelsea Hotel –que conocería dos versiones distintas–. Rememorando en ella su encuentro sexual (extrañísima pareja), su corazón legendario, su manera de decirle en la cama: “Da igual; somos feos, pero tenemos la música”. Su manera de salir corriendo para no mirar atrás:
...Pero huiste, ¿verdad, nena?
Diste al fin la espalda al dolor.
Te esfumaste en el sueño más profundo,
subiendo en marcha al tren de medianoche.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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