Perfil
Chaves Nogales, el hombre que volcó el parchís
En su libro ‘A sangre y fuego’, el cronista sevillano dio un brutal testimonio del comportamiento humano durante la guerra civil española, pero también se retrató a sí mismo
Miguel Ángel Ortega Lucas 5/01/2018
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Se puede saber más de alguien por lo que escribe sobre otros que por lo que escribe sobre sí mismo. Lo que sabemos del periodista y escritor Manuel Chaves Nogales lo sabemos sobre todo por un puñado de libros que recogen su obra, escrita fundamentalmente sobre los otros y para los otros. Sabemos que nació en Sevilla, en 1897; que murió en Londres en 1944; que muchos supieron de él en España mientras vivía y escribía en Madrid, y que no se supo casi nada más una vez muerto, durante décadas, más allá de ciertos reducidos círculos. Sabemos, por las imágenes que se conservan de él, que tenía el pelo enhiesto y la cara límpida, los ojos diáfanos y las cejas erizadas en una fulguración casi desafiante, como una pregunta electrificada; como si estuviera a punto de preguntar al fotógrafo a cuento de qué carajo quiere una foto suya (algunos periodistas también intuyen, como los indios, que una foto puede robar el alma).
Pero la mirada de Chaves es la de un hombre que sabe mucho más peligrosa la realidad que la superstición; precisamente porque cada hombre aplica su propia superstición a la realidad, y entonces la Realidad única y en mayúsculas, fatalmente, no existe. Claro que si uno se preocupa por acercarse lo máximo posible a Lo Que Pasa, causas, antecedentes y efectos, tendrá más elementos de juicio para aproximarse a la verdad.
Lo que sabemos de Chaves Nogales podemos saberlo por lo que escribió sobre otros, pero también, como memorable excepción, por lo que escribió sobre él mismo en el prólogo de su libro A sangre y fuego:
“Yo era eso que los sociólogos llaman un ‘pequeñoburgués liberal’, ciudadano de una república democrática y parlamentaria. (...) ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionado periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo”.
Resultaba que, para él, eso de “avivar el espíritu” de sus compatriotas implicaba hacer honestamente su trabajo:
“Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista...”.
La tentación, en fin, sería copiar y pegar todo ese prólogo (un testamento de lo que hubo antes y una profecía sobre lo que vino después en España) y dar así por terminado este artículo; no sería deshonesto, pero dejaremos ahí la cita. Es mucho ya, afortunadamente, lo que se viene hablando de esas primeras páginas de A sangre y fuego, un libro por el que podemos seguir sabiendo cosas de Chaves Nogales, pero sobre todo sobre nosotros mismos: los nosotros mismos de la guerra civil española.
Chaves ya había visto casi de todo cuando estalló esa guerra; sabía ya de la capacidad finita del ser humano para la honradez y de la colosal capacidad del animal racional llamado humano para la barbarie. Había visto más mundo –del palacio a la alcantarilla, del desierto a la estepa– que cualquiera de sus contemporáneos. Había estado en Rusia (donde se estrelló su avión, y sobrevivió) y había comprobado que “los rojos asesinaban y robaban a los burgueses y los blancos asesinaban a los obreros y robaban a los judíos”. Había estado en la Alemania del ascenso nazi y había comprobado, con sus propios ojos, cómo un delirio de redención colectiva aupaba al poder a una turba de psicópatas. Allí entrevistó al doctor Goebbels, con la imposición de que se redujera todo a tres preguntas cuyas respuestas debían publicarse “textualmente, sin comentarios ni interpretaciones”. Pero no iba a poder evitar decir, a posteriori, que se trataba de “un tipo ridículo, grotesco... Debajo de su gabardinita insignificante lleva la guerrera más ajustada de Alemania. Es de esa estirpe dura de los sectarios, de los hombres votados a un ideal con el cual fusilan a su padre si se les pone por delante”.
Ésos eran sus enemigos, ya entonces; siempre. Lo dejó por escrito en el mencionado prólogo, fuera ya de España, en 1937, en el cuartucho de un arrabal parisino (“que es donde caen todos los residuos de la humanidad que la monstruosa edificación de los Estados totalitarios va dejando”): “...mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo”. Si molesta eso del Espíritu Santo, o si parece demasiado pretencioso que parezca arrogarse él mismo lo que es o no la inteligencia, cámbiense ambas cosas por aquello que para cada cual simbolice la verdad de la vida, la verdad insobornable que resiste en el fondo de todo, lo que sobrevive aun acosado por todos los flancos por la crueldad, la mentira y la estupidez.
¿Qué es lo cuenta Chaves en ese libro de relatos (¿reportajes novelados?) absolutamente realistas sobre la guerra española (“cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera”)? Lo que siempre hay que contar, pero muy pocos están dispuestos a decir, y a oír: que la maldad es universal, que la decencia es universal, y que pretender dividir continuamente el mundo (más en una orgía de sangres, crueldades, valentías y estupideces a granel) entre buenos y malos por el color de la bandera que supuestamente defienden es tan pueril y suicida como el mismo suicida maniqueísmo que llevó a todo el país a la catástrofe: “He querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos”.
Esto no se suele decir, y no hay casi quien se atreva a decirlo desde las posiciones supuestamente progresistas (lo cual da una idea bastante exacta de la grandísima “madurez” de la sanísima democracia española), porque la misma intoxicación ideológica (es decir, religiosa), fundada sobre el santo dogma del ellos contra nosotros, cercena de un tajo la posibilidad de mirar las cosas como trataba de hacerlo Nogales: con la limpieza del que no mira si Fulano, al fusilar, lo hace en nombre de una u otra causa, sino simplemente que Fulano, en nombre de la causa que sea, está fusilando a alguien. Punto. (Igual que no le importa si una élite de iluminados trata de subyugar a un pueblo entero con esvástica, con hoz, con martillo o con destornillador. Igual que, cuando tiene, en ese mismo prólogo, que cuestionar el comportamiento de una República que sí reconocía como suya, lo hizo también y punto).
No se trata de que un objetivo político fuera esencialmente más noble y humano que otro (que lo era, y ésa es otra historia, la razón política, de parte de la democracia, y no del fascismo, de la que tantas veces ha hablado –sin que le quieran escuchar– Javier Cercas): es que “en nombre del pueblo”, explica Chaves –que sí estaba allí, que lo vio con sus propios ojos–, había quien humillaba, violaba y asesinaba. Igual que en nombre de “la Santa Cruzada” al pueblo se le crucificó, durante pero también después de la guerra, de todas las diversas formas que la bestia humana es capaz de concebir (sólo algunos pueden alumbrar la Capilla Sixtina, pero para joder al prójimo el talento es infinito y repartidísimo). Y continuamente, para ello, la consigna, el santo y seña, la coartada inapelable: Viva la República o Arriba España, Abajo Torrelodones o Viva la muerte. La coartada, porque muchos, muchísimos, según él comprobó, de los que gritaban una u otra cosa lo hacían por mera (comprensible) supervivencia. Pero también por conveniencia para con los fines más rastreros: en nombre del “control revolucionario”, por ejemplo, podía perfectamente imponerse la voluntad criminal de cuatro o cuarenta indocumentados, tal y como escribe sobre cierta banda que se hace llamar la columna de hierro; que dicen “luchar contra el fascismo”, pero lo que hacen es recorrer los pueblos del Levante sin control de las fuerzas republicanas, saqueando y ultrajando todo lo que la impotencia y el miedo de la gente (el pueblo de verdad) les permite.
Reducir estos relatos sólo a un testimonio memorable sobre la guerra civil (con magnífico estilo, por cierto), como se viene diciendo, es justo pero insuficiente: también lo es de la condición humana, y de eso tan problemático de lo español, entendido como repetición fatal de ciertos errores colectivos. Azuzados, como siempre, por nuestro virus del inquisidor en vena; el de la limpieza de sangre, el y tú de quién eres, nene, de qué familia, que yo me entere, de qué iglesia ideológica, de cuál credo político redentor del mundo y amigo o enemigo del mío, por tanto, según el cual te abrazaré o te apuñalaré, sin término medio. En los relatos de A sangre y fuego, nobilísimos ideales, esos, que sirven a los individuos más abyectos para abrirse paso por entre el fango y la sangre y la miseria moral; la picaresca elevada a barbarie; el arribismo y la violencia como forma de medrar y sobrevivir: de vivir, literalmente, sobre el resto de la gente, los que –decía Dostoievski– “no saben vengarse, no saben defenderse”.
Porque esos son el contrapunto de la historia (de todas las historias de esta historia): gente que responde o no. Personas deseando hacer justicia pero incapaces de hacer lo que los otros hacen, de seguir alimentando la espiral del despropósito; también gente que hace lo que tiene que hacer sabiendo que el precio a pagar será altísimo, y también gente que hace el bien (ese término tan naif, que suena ya a sarcasmo), que se comporta de la manera más decente posible entre la mierda: el señorito joven que puede matar o delatar a un huido rojo, y no lo hace –dicte su santa causa lo que diga–; la muchacha socialista que puede delatar y hacer asesinar a un cacique en un pueblo de la sierra de Madrid, pero que le da el carné de otro compañero socialista muerto, y le permite huir (el sujeto vivirá luego con toda la vergüenza la posibilidad de salvar a la muchacha, presa posteriormente en Valladolid, y no lo hará.) Es decir: el individuo, el hombre o la mujer solos ante sí mismos, ante su espejo que no miente, en momentos en que su propio coraje moral les hace o no dar un paso al frente, decir Sí, o decir No: la guerra civil que se libra dentro de cada una de las piezas arrastradas por el huracán del tablero.
Porque el mundo no soporta la ambigüedad, dijo alguna vez Marlon Brando, quiere que le cuenten cuentos (en el cine, en la literatura, y también en la historia universal) en los que el bien y el mal estén perfectamente definidos. Pero no es así la vida; no es blanca o negra, sino escurridizamente mestiza, así también el comportamiento humano. Muy difícil ver esto con las gafas unicolor de la ideología: porque no es incompatible –es justo lo contrario– estar a favor de la justicia social, los derechos humanos y etcétera (o todo lo que para uno sea el Espíritu Santo) con tratar de mirar las cosas con los mismos ojos libres de fanatismo con que trataba de hacerlo este hombre del que hablamos. Uno que tuvo que morir en el exilio de Londres, solo, separado de su familia, antes de cumplir los cincuenta, y no cómodamente instalado como amanuense del reino de cualquier color.
También puede saberse mucho de alguien por lo que escribieron otros sobre él. “Ambicioso, vacío, extravagante, la hora de Chaves Nogales pasó. Ni fue, ni ha sido ni volverá a ser nada”, escribió un tal Francisco Casares (que no sabemos qué llegó a ser) en 1938, en un libro titulado Azaña y ellos: cincuenta semblanzas rojas. Este lo atacaba desde el fascismo: pero “el silencio de quienes, desde el otro bando, deberían haberlo defendido de ataques tan viles, confirmaba tal condena”, escribió Andrés Trapiello –uno de los primeros en vindicar su figura en la década de los 90–, en su prólogo a El maestro Juan Martínez que estaba allí. Trapiello considera que “justamente había sido la clarividencia de Chaves la que le había condenado al ostracismo: de nuevo los más beligerantes de uno y otro bando se ponían de acuerdo en quitar de en medio a los pocos que les acusaban de haber cometido crímenes atroces”. “El mérito de Chaves fue decir lo que dijo cuando lo dijo”.
Efectivamente. Si ahora resulta incómodo para tantos decir esas cosas [y uno mismo escribe estas cosas sabiendo que pueden caerle palos de la policía ideológica del Twitter hasta en el carné de identidad], imagínese entonces. Hoy le llamarían como mínimo equidistante, que es el insulto (sólo en un país tan furiosamente fanático como el nuestro ese palabro podría devenir en insulto) que arrojan los sectarios a cualquiera que disienta también de sus tablas de la ley, y no sólo de las de los otros –algunos, plumillas con carné de partido: sin rubor alguno–. Pero resulta que Chaves jamás fue un equidistante; al revés: tomó partido continuamente por la decencia; se comprometió hasta la muerte misma contra todos los partidarios de la muerte, los “dispuestos a fusilar a su padre” con la excusa de alumbrar el Paraíso en la Tierra. Hubiera sido de los primeros en ser purgado con Franco, así como hubiera acabado en un campo de concentración de no haber salido de París: los nazis jamás olvidaron el retrato que les hizo.
De manera fatal debía conocer este hombre íntegro, de talento y coherencia feroces, el ostracismo de todos los que no entienden la libertad insobornable de pensamiento. Se creería olvidado, sepultado, ignorado por todos; pero aquí está, hoy: vivo. Para mortificación de los que tanto temen caer en las peligrosísimas aguas de la lucidez. Se hubiera llevado muy bien con Octavio Paz, con Albert Camus, con todos esos “equidistantes” indeseables (en su día, claro: luego los canonizan los mismos que entonces les hubieran despreciado) que han tratado de mirar de frente a la vida, y que distinguieron la nobleza y la vileza más allá de los colores del parchís ideológico del parvulario.
No es improbable que las infinitas veces que le preguntasen y tú de quién eres, de qué partido, de qué iglesia, de qué secta, Chaves Nogales respondiera, con su mirada socarrona y letal: “Periodista”. Igual que respondía Rick Blane/H. Bogart en Casablanca al oficial nazi, cuando éste le preguntaba su nacionalidad: “Borracho”.
Demasiado libre para sobrevivir entre españoles.
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[Para saber más sobre Chaves Nogales, el lector puede acudir asimismo al documental, nominado a los premios Goya en 2014, El hombre que estaba allí, escrito y realizado por los periodistas Daniel Suberviola y nuestro compañero de CTXT Luis Felipe Torrente.]
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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