Perfil
Julio Camba y el arte de no tomarse en serio
Escribir como cautiverio; masticar y saborear como forma de libertad
Esteban Ordóñez 3/01/2018
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Julio Camba (Vilanova de Arousa,1884) leía con una visera verde. Eso dicen, y así se le ve en una foto en el hotel Palace, donde pasó sus últimos 13 años de vida. No sabemos si lo hacía siempre o si fue ocurrencia de algunos días y la foto fijó ese apéndice de tenista a su frente para la posteridad. Tanto da: algunas metáforas mejoran la realidad; ya lo sabía el gallego. Jonathan Franzen compuso Las correcciones con orejeras, tapones en los oídos y vendándose los ojos. Otros teclean con capucha. Son medidas de cautividad que uno se aplica a sí mismo: crear, escribir, no es para muchos de estos maniáticos, y no lo era para Camba, un fluir natural ni irremediable.
A diferencia de Umbral, que necesitaba ver su nombre impreso cada día para cerciorarse de que seguía existiendo, a Camba, según ha contado el historiador Francisco Fuster, no le gustaba escribir: le angustiaba la redacción diaria porque le impedía llevar la vida ociosa que deseaba. Trabajaba así, con ese ritmo constante, por dinero. Él prefería una rutina laxa, demorada, espaciosa; no obstante, su forma de ser literato fue meterse a columnista. Dijo González Ruano, en un artículo publicado en ABC un año después de la muerte de Camba, que no galleaba de profesional ni de hombre de letras: “Fuera de comer bien, yo estoy seguro de que a Camba no le interesaba nada”. Bajaba cada tarde de la habitación 383 del Palace con su bastón y se colocaba cerca de la calefacción. “Nunca le vi pedir un agua mineral, ni leer, ni ojear un periódico”, anotó Ruano, concluyendo que al gallego no le importaba la literatura ajena y que desdeñaba la propia. En la foto de la visera, tomada en el cuarto del hotel, aparece, sin embargo, una mesita atestada de libros.
Escribir como cautiverio; masticar y saborear como forma de libertad. Camba parecía desestimar toda pirueta intelectual sobre la felicidad y la trascendencia del hombre. Su talento fue el de captar las ficciones contemporáneas, carearlas y revelar el ridículo (“los hombres no son ni buenos ni malos: son absurdos”). El hombre, en todo caso, sólo dispone de una forma de verdad: la satisfacción momentánea del organismo. A esa conclusión llegó su estómago y él no quiso contradecirlo.
A Camba no le gustaba escribir: le angustiaba la redacción diaria porque le impedía llevar la vida ociosa que deseaba
No se tomaba en serio, o se tomaba demasiado en serio como para dejarse seducir por nada. En Mi nombre es Camba, su primera columna para ABC, explicó: “Yo necesito saber que el lector me conoce ya, que es indulgente con mis apasionamientos, que, acostumbrado a mis pequeñas paradojas, no va a tomarlas completamente en serio (…) y que muchas veces, en lugar de enfadarse contra mí, va a sonreír afectuosamente, diciendo: Pero, ¡qué tonterías se le ocurren a este hombre…!”. Camba se batía en el ring de “ciento cincuenta centímetros cuadrados” de la columna; sólo se prodigó en ese formato. Bregó en España Nueva, El Mundo, ABC, El Sol… Únicamente escribió un libro que no fuera una recopilación de sus apariciones en prensa, La casa de Lúculo, y lo hizo porque apoquinaron con antelación. Se cuenta que acabó siendo uno de los periodistas mejor pagados del país, y pese a eso no aprovechó para separarse del articulismo diario el tiempo suficiente para emprender proyectos literarios más acordes a los géneros tradicionales con los que un autor se consagraba. Resistió en un trabajo cuyas rutinas soportaba poco. Debía de sentir una ganancia secundaria en el columnismo sobre la cual sólo puede especularse.
Especulemos. A una novela (o un ensayo) se le suponen varias cosas: que el escritor se ha cargado de lecturas, ha tomado tiempo y perspectiva, ha escogido un contenido y una forma de contarlo, lo ha revisado, y le ha parecido que el taco de papel que envía a la imprenta es, en cierta medida, la mejor representación de sí mismo. Para un escritor que no se toma en serio de manera casi patológica, esto conllevaría toneladas de angustia.
Camba pensaba en forma de columnas: extractaba lo que veía, sus ojos no enviaban imágenes a su cerebro, sino breves estructuras narrativas. Cada escena, cada lectura, cada fleco de conversación que captaba activaba el proceso de fermentación literaria. El columnismo es una enzima. “El articulista no puede gozar de nada porque todo, en su organismo, se vuelve literatura, así como esos enfermos que no gozan de ninguna comida porque todas ellas se les convierten en azúcar”, dijo.
El autor de La rana viajera no empleaba sus textos como tablas de la ley o lápidas diarias; él asumía, honradamente, que la emocionalidad con que uno se levanta es variable y que a través de ella filtraría las vivencias y la información: en consecuencia, cualquier tentación de ponerse categórico no es más que un engaño propio y sobre todo una trampa para el lector. Por eso, Camba no fijaba posiciones; ensayaba paisajes.
Las columnas de Camba eran sinceras porque entendían que en una criatura tan voluble como el ser humano nada se mantiene fresco e invariable más de una jornada. El aporte diario permite sintetizar con la tranquilidad de que mañana habrá tiempo para contar otra cosa y, al final, las piezas irán completando un relato, incongruente a veces, como la vida; un relato que irá alcanzando al lector no de forma inmensa y total, sino poco a poco, sin molestarlo ni secuestrarle de su realidad, dejándole tiempo para que actúe sobre lo leído.
Camba era un escéptico que jugaba al billar pero escribía sin carambolas retóricas. Fue un joven anarquista que se marchó a Argentina siendo adolescente, inaugurando una devoción viajera que lo iba a convertir en uno de los mejores contadores de ciudades del periodismo español. Tras una huelga, el Gobierno porteño deportó a los huelguistas extranjeros. Él se subió al barco. Al llegar a su pueblo, las mujeres y los niños lo señalaban con pavor: “¡El anarquista!, ¡el anarquista!”. Él confesó que disfrutaba de aquellos cuchicheos con “sonrisa cyranesca”. La prensa contó la historia cambiándole el nombre. Se le llamó Julio Canela, Canoba y, como remate histriónico, Julio Caníbal.
asumía que la emocionalidad con que uno se levanta es variable y que a través de ella filtraría las vivencias y la información: en consecuencia, cualquier tentación de ponerse categórico no es más que un engaño propio y sobre todo una trampa para el lector
Fundó un periódico anarquista, El Rebelde. La justicia le abrió causas por sus escritos y llegó a ser encarcelado, aunque salió en libertad tras el juicio. Pronto pasó al diario El País y luego entró como cronista parlamentario a España Nueva. Fue cambiando la militancia política por el desencanto y el distanciamiento crítico. En esos días, dio coba a una broma de Cristóbal de Castro, que lo propuso al Congreso como representante anarko-aristócrata.
Ante la protesta de alguien que no entendió la chanza y se indignó erigiéndose él en verdadero anarko-aristócrata –fuera lo que fuera eso– Camba se revolvió, se declaró representante de ese libertarismo gourmet (“como el donjuanismo, es una nobleza de nacimiento”, se chuleó) y aportó, de paso, una de las claves de su estilo periodístico: “si hay algo digno de ser tomado en serio son precisamente las bromas y los objetos de diversión”.
Sus crónicas del Congreso se reúnen ahora en una edición de José Miguel González Soriano. En sus páginas se lee a un Camba descreído, beligerante contra el conservadurismo e inmune a la solemnidad. Exhibía un aburrimiento perplejo que le permitía cuestionar la totalidad del sistema sin ejercer de analista político: apuntar la lupa al espectáculo humano bastaba para exponer las vergüenzas del país.
Con 23 años, a Camba no le abrumaba el éxito. Formar parte de esa fábrica de santificación de nombres que era la prensa no le apagaba la suspicacia: “Los periódicos son como los hombres. A medida que los hombres se van haciendo viejos, se van haciendo marrulleros, conservadores y tímidos (…) tienen sus intereses creados y tienen esa triste experiencia que les enseña a no meterse a redentores”. El pronóstico llega vigente hasta hoy.
Corrían tiempos de corrupción, caciquismo y pucherazos. Camba, como buen Fígaro, se metía en la mente de los políticos y navegaba en su lógica. No negar la locura del loco, sino aceptarla y prolongarla hasta que la perversión se manifieste por sí misma. Ninguna manipulación resiste el que se la tome demasiado en serio. Sobre las sospechas de la compra de votos del diputado Fernando María Ibarra, el cronista se colocó a su lado: “[El votante] Da su voto a cambio de algo que el candidato le promete y casi nunca le paga. Pues bien; los electores del Sr. Ibarra han cobrado ya (…) es, tal vez, el único diputado español que ha cumplido sus compromisos electorales”. También se mostró a favor del derecho a voto de los muertos y declaró que daban a “todos los vivos una lección de civismo” al levantarse del eterno reposo y acudir a las urnas.
La ironía cambiana preñó toda su producción de un sedimento de resignación, pena, risa y despreocupación. No es sólo una ironía estilística; es una ironía que trastoca la propia urdimbre de la realidad
La ironía cambiana preñó toda su producción de un sedimento de resignación, pena, risa y despreocupación. No es sólo una ironía estilística; es una ironía que trastoca la propia urdimbre de la realidad. Lo que hace pasar a esta realidad por algo irrompible son las costumbres, las simplificaciones, la asunción de que vivimos en un entorno sólido; la creencia de que nuestra forma de existir y actuar arraiga en leyes naturales. Camba cuestiona todo eso y sus personajes, incluido él mismo, sin esa sujeción, aparecen desorientados, siempre a punto de percatarse de su sinsentido y desarbolarse.
Camba fue a Londres y se burló del engolamiento británico; a Suiza, y dijo que no había suizos, que un suizo en Suiza era tan raro como un esquimal en Madrid (“esa fuerza misteriosa que le lleva a uno el dinero como un imán, como un conjuro, ese poder extraño y terrible, eso es el suizo”). Al llegar a París, comparó el alma francesa con el champán (“¡Pum! Un taponazo que llega al techo: espuma, brillo. Parece que va a pasar algo extraordinario y no pasa nada”), y lo hizo, además, en una época de fascinación hacia todo lo francés, incluidos poetas y cruasanes.
Desarticulaba también los encantamientos líricos, la intelectualización de la naturaleza. Un amigo suyo, con motivo de uno de sus viajes a Galicia, le preguntó por la belleza del mar, y él respondió aguándole toda inclinación poética: “Agua, agua salada que no sirve para beber: he aquí el mar (…) Suponed el agua del mar en una palangana, y a ver qué queda de su belleza”.
Mario Parajón, en el prólogo de Esto, lo otro y lo de más allá, contó una anécdota de infancia del autor. Don Joaquín, el maestro, acostumbraba a repartir collejas a los alumnos que emborronaban las cuartillas con tinta. Un día, Julio manchó el papel y cuando se olió la sombra del maestro sobre él, se anticipó y se tapó la nuca con la palma de la mano hacia arriba, dejando la punta de la pluma levantada. Don Joaquín, esa autoridad, se ensartó. La magnitud de su herida fue proporcional al daño que quería infligir. La anécdota parece poco verosímil, sin embargo, muestra a un Camba como espejo que deforma y vence a quien mira demasiado convencido de sí mismo.
De su fallecimiento, vamos a decir poco. Le pilló en el hospital un día de febrero de 1962, después de que le diera una embolia en su casa, el hotel Palace: imaginamos que llevaba calada la visera verde. La muerte no debió suponerle gran cosa. Quizás, incluso, le hizo gracia: al fin y al cabo, morirse es algo que no está ni mal ni bien.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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