La vida no es esto
La vergüenza
‘Pensionista ofrece 5.000 euros a empresa para que contrate a su hijo en paro, cualificado, responsable y trabajador’
Miguel Ángel Ortega Lucas 14/01/2018
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
CTXT está produciendo el documental 'La izquierda en la era Trump'. Hemos recaudado ya 4100 euros. Haz tu donación y conviértete en coproductor. Tendrás acceso gratuito a El Saloncito durante un mes. Puedes ver el tráiler en este enlace y donar aquí.
El sucedido data de hace más de dos años. Pero los clásicos no pasan de moda. Estaba por ahí, entre mis apuntes, esperando el momento para asaltarme otra vez por la espalda:
“Pensionista ofrece 5.000 euros a empresa para que contrate a su hijo en paro, cualificado, responsable y trabajador. Buen expediente profesional, según contrato cantidad negociable”.
Es un anuncio por palabras publicado en El Heraldo de Aragón, el 28 de agosto de 2015. El anuncio, por supuesto, devino en noticia. “Mi hijo está desesperado”, explicaba al Heraldo días después su autor –a quien se convino en llamar Antonio, así lo querría él, para no desvelar su verdadero nombre–. “Como padre, no puedo ver su dolor sin hacer nada. Puede que el anuncio me haga parecer indigno pero hace tiempo que perdí la vergüenza”.
Antonio, de sesenta y muchos años, ejerció toda su vida como abogado, la mayor parte para la administración pública en Huesca, y ya estaba jubilado; el hijo del que habla el anuncio era el quinto suyo, el más pequeño, de 39 años y con un niño a su cargo: había trabajado de informático y de administrativo, hacía tiempo que estaba en paro y se le acababan las ayudas (de la administración pública). Antonio no veía salida, quería ayudar a su hijo, así que se le ocurrió lo del anuncio (la desesperación es sumamente creativa). Lo que pretendía, matizaba también al periódico, no era más que “una colaboración económica. Una ayuda para que mi hijo pueda formar un negocio en el futuro o participar en uno ya existente”. Añadía también que había ayudado a crear “muchos puestos de trabajo” a lo largo de su carrera; que lo fácil hubiera sido pedir algún favor –de vuelta–, pero que no le parecía ético. Su hijo se enfadó “mucho”, decía, cuando se lo confesó, el anuncio ya publicado. Antonio lo había escrito y enviado sin decirle nada.
¿Cuándo empezó, en realidad, a escribirse ese anuncio en la cabeza de Antonio? Muchos días, muchos meses, algunos años atrás, tal vez. Podemos aventurar que el hijo de Antonio –joven real al que podríamos llamar Pedro– trató durante mucho de tiempo de convencer a su padre (convencerse) que todo estaba bien, que las cosas irían a mejor, que no se preocupara –“Estamos bien, papá, no te preocupes, estoy pendiente de varias opciones...”–. Podemos aventurar también que Antonio, ateniéndonos a lo poco (lo mucho) que podemos saber de él por sus declaraciones a la prensa, preguntaba de vez en cuando a su hijo; sutilmente, con tacto, haciéndole saber, sin entrometerse demasiado pero con la mayor confianza que pudiera, que él estaba ahí, que podía contar con él –“Si quieres ayuda, si necesitas dinero, hijo, dímelo, que no pasa nada...”–.
Podemos conjeturar, quizás (o no), que Pedro iba a veces –no demasiadas: para no molestar, para que no creyeran que– a comer con sus padres. Y que en aquellas comidas de fin de semana Antonio viera a su hijo cada vez más abatido, más lejano; como acurrucado al fondo de sí mismo –como cuando de niño, quizás, se quedaba cabizbajo en un rincón, sin querer contarle a nadie qué le pasaba–. Podemos conjeturar, en este caso, que Antonio, o la madre (¿había; hay también una madre?) le preguntarían con tiento, casi preguntando sin preguntar, como atravesando un jardín de cactus evitando pincharse –los tres–, si todo estaba bien, si de verdad no necesitaba nada... Podemos conjeturar que Pedro evitaría por todos los medios admitir lo que sucedía, qué le pasaba por dentro –“Nada, mamá, no te preocupes; está la cosa mal pero seguro que sale algo pronto, seguro...”–: con el tiento de quien anda a ciegas por un pasillo con miedo a tirar el jarrón de flores que siempre amenaza con caerse –a oscuras, por el pasillo, el estómago en la mano: “No tires el jarrón, no tires el jarrón, no vayas a tirar el puto jarrón...”–.
Podemos conjeturar que un día Pedro no pudo aguantar, y tropezó a oscuras, sin remedio, por dentro de sí mismo, y tiró el jarrón de flores, y se le cayó el estómago del puño cerrado de niño; y sin levantar la cabeza, para que no le vieran los ojos, dijo, tal vez, algo parecido a: “Es que no puedo más”.
Podemos aventurar –ya saben: es todo hipótesis, ficción posible, como los nombres de Antonio y Pedro– que desde aquel día Antonio empezó a dormir peor, aunque hacía ya tiempo que no conciliaba bien el sueño. Que se quedaba desvelado, hablando con su mujer (o a solas), pensando en su hijo, pensando en el hijo pequeño de su hijo; pensando en cuando su hijo era pequeño; pensando que su hijo no era ningún idiota, ningún vago tampoco: había jugado con decisión determinadas cartas hasta la fecha, y había ganado unas manos y había perdido otras (y no había dejado de luchar, no había dejado de caer y de levantarse; y hasta los contratos de mierda se acababan terminando también). Pero Antonio se alegraba de no haberle condicionado nunca: es un hombre educado, con estudios; conoce el panorama. Pudo quizás presionarlo para que hiciera mejor esto o lo otro, pero no lo hizo, sólo le orientó, dejándole a él la última palabra sobre sus decisiones –en este punto Antonio siente, quizás, una punzada de otro tipo en el estómago, en el aguijón del insomnio: ¿debió presionarle más, en realidad, aquella vez, o aquella otra, para que tomara un camino que parecía más seguro...? Pero, ¿y qué hay seguro, al cabo, en esta vida...?
Un día –podemos conjeturar–, quizás después de una noche especialmente turbia, Antonio estaba desayunando, como siempre, después de comprar el periódico, en el salón, o en la cocina de su casa. Pasó rápido, como siempre, las páginas de anuncios por palabras, mientras se tomaba el café, o una infusión. Pero esta vez algo le detuvo. Le cruzó una idea por la cabeza –arriesgada, triste, y sobre todo, sobre todo, quizás, humillante, “indigna”: para él, para su hijo, para su hijo y para él–; la descartó, quizás, al principio. Luego volvió a darle vueltas, mientras limpiaba la taza, los platos. Tenía ahorros suficientes, gracias a Dios y al trabajo de toda una vida. Tenía la fuerza suficiente para hacerlo –para saltarse todos los semáforos en rojo que sentía encendérsele por dentro, por tantas calles del no vayan a creer que–. Y el dolor de su hijo ya era, también, suficiente.
El antiguo abogado se sentó en la mesa, donde quizás daba el sol del mediodía, con un folio y un boli. Escribió y borró, garabateó y volvió a tachar. Al fin, dio con algo que le convenció:
“Pensionista ofrece 5.000 euros a empresa para que contrate a su hijo en paro, cualificado, responsable y trabajador. Buen expediente profesional, según contrato cantidad negociable”.
(No sé si alguien le dijo a Antonio, desde el Heraldo o cualquier otro lugar, que no tenía nada de qué avergonzarse si decía su verdadero nombre.)
CTXT está produciendo el documental 'La izquierda en la era Trump'. Hemos recaudado ya 4100 euros. Haz tu donación y conviértete en coproductor. Tendrás acceso gratuito a El Saloncito durante un mes.
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí