Tendría que pensarlo
La pelota de Susan
Bárbara Arena 29/01/2018
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En tribus ancestrales se practicaba la antropofagia bajo la creencia de que, comiéndose el cuerpo del otro, uno podía adquirir sus capacidades. Por idéntica asociación, siempre que me topo con alguien brillante pienso que me gustaría comerme su cerebro. De joven me obsesionaba averiguar lo que las personas a las que admiraba habían leído, como si rellenando mi cabeza del mismo material fuese a convertirme en ellas. Buscaba las listas de los clásicos imprescindibles y los engullía con ansia, apuntalando a golpe de referencias una identidad sin la cual me sentía frágil; desnuda. Luego desistí en mi empeño de parecer una intelectual, sabedora de que nunca engañaría a nadie. ¡Intelectual yo, que no conseguía recordar un ápice de lo que se me presentaba como significativo! Inepta a la hora de fijar datos, el alimento que la lectura me ofrecía nada tenía que ver con nombres y fechas; lo único que mi organismo metabolizaba eran las imágenes. Jewel Bundren y su caballo. Grenouille capturano aromas. El caracol Osvaldo en un tren. Imágenes, imágenes, imágenes… Retengo imágenes con las que empapelo mis paredes interiores; imágenes que llevo conmigo y a las que recurro con frecuencia.
El pasado jueves, articulistas de todo el mundo celebraron que, un veinticinco de enero de hace muchos años, nació Virginia Woolf. Son innumerables los estudios que se han escrito ya sobre la autora. Desde luego, yo carezco del bagaje suficiente como para iluminar nuevos rincones. Tampoco es lo que pretendo. De hecho: mi intención hoy es rendir homenaje a otra mujer, una tan real para mí como la propia Virginia. Se llama Susan (inglesa de pura cepa, inteligente y emocional, crece igual que sus amados árboles: persiguiendo la luz y –simultáneamente– reafirmándose, profunda, en la tierra).
Susan es uno de los seis personajes principales de Las Olas, novela que Woolf publicó en 1931. Me interesa, sobre todo, su versión más joven: la Susan que aún no se ha comprometido con el campo, la Susan que no ha parido ni amamantado, la Susan cuya piel los vientos no han curtido todavía. Al principio del libro, se trata sólo de una niña. Una niña-amapola. Una niña-cuervo. Una niña que, como niña, observa y siente. Bajo los rayos del sol de la mañana, la chiquilla es testigo de una tragedia de colosal envergadura: su amiga, la guapísima Jinny, besa al compañero de colegio que ella ama. Así lo cuenta:
“Por entre el claro del seto vi cómo Jinny lo besaba. Levanté la cabeza desde la maceta y miré por el hueco del seto. Vi cómo Jinny lo besaba. Los vi, a Jinny y a Louis, besándose. Ahora envolveré mi angustia en el pañuelo que siempre llevo en el bolsillo. Y la angustia quedará firmemente apretada en una pelota. Iré sola al bosque de hayas, antes de la clase. No me sentaré a la mesa para hacer sumas. No me sentaré al lado de Jinny, ni al lado de Louis. Cogeré mi angustia y la dejaré sobre las raíces, bajo las copas de las hayas. La examinaré y la cogeré con las puntas de los dedos. No me descubrirán. Comeré nueces y buscaré huevos entre las zarzas, se me apelmazará el cabello, dormiré bajo un arbusto, beberé agua de charca y allí moriré”.
La pelota de Susan habla de lo inexpresable; de aquello que se queda dentro (que se enreda, que se anuda, que se enquista en el pecho y se hace grande hasta que, un buen día, te cuesta respirar). De pequeña, yo me parecía mucho a Susan. Desprovista de recursos verbales para explicar lo que me ocurría, me enclaustraba en un silencio que —a menudo— cobraba matices oscuros. Ponerse en palabras es un ejercicio trabajoso; uno al que, juraría, dedico gran parte de mi vida. Para desplegar la pelota que apretujo en mi bolsillo, me sirvo de imágenes como la de la pelota que Susan apretujaba en el suyo. Expongo lo sombrío y lo sombrío, expuesto, pierde fuerza; se vuelve débil, quizás manejable. Por eso hay que agradecer a los genios que existieran; porque poniéndose en palabras, nos explicaron a nosotros. Gracias, Virginia, por Susan.
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Bárbara Arena
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