Manifestación del grupo Potere Operaio en Milán.
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Los amigos Manolo Monereo y Javier Aguilera me solicitan mi respuesta a la recensión crítica de Emmanuel Rodríguez de la edición española de mi último libro, La variante populista. Acepto su invitación tras algunas dudas, porque el texto de Rodríguez no me pareció que pudiera suscitar un debate interesante: tras replicar a los numerosos ataques de los “negristas” italianos, su lectura me provoca, en realidad, una sensación de dejà vu (es curioso que los intelectuales post-obreristas, aunque declarándose refractarios a las jerarquías y a las disciplinas de partido o de movimiento, emplean un lenguaje que nunca se distancia del catálogo de conceptos que el “maestro” Antonio Negri y sus fieles han codificado en un verdadero y propio catecismo). Nada nuevo en el frente hispánico, por tanto, pero vayamos al asunto.
No me detengo sobre la primera parte del artículo, que propone un sintético, y no siempre riguroso y fiel, resumen de las tesis del libro. Respecto a la segunda parte, que por el contrario entra en los asuntos de fondo, contestaré sucintamente sobre las cuestiones más relevantes: Estado y economía; capital y trabajo; tecnología y composición de clase; pueblo y nación y Europa y América Latina. De la crítica que Rodríguez hace a lo que he escrito sobre la relación entre Estado y globalización capitalista, alguien podría pensar que no ha leído el libro, pero visto que lo ha leído, me veo obligado a tomar nota de su mala fe. En parte alguna del libro encontraréis la tesis de que la globalización coincidiría con el triunfo del mercado sobre el Estado. Al contrario: siguiendo el análisis, entre otros, de Dardot y Laval, sostengo que no estamos frente a una “retirada” del Estado de la economía, sino en un proceso de desmantelamiento de la sociedad fordista y de sus instituciones políticas, nacionales y supranacionales, totalmente proyectado, planificado y realizado por los estados conforme a los principios del ordoliberalismo, que se basan en la existencia de un Estado fuerte, al que atribuyen una doble tarea: 1) crear las condiciones jurídicas, políticas y culturales necesarias para el funcionamiento del mercado, del que se reconoce explícitamente la incapacidad de autoregularse (cfr. von Hayek y otros), y 2) construir un sujeto social "hecho a medida" de las necesidades de la fase actual del desarrollo capitalista.
Vayamos ahora a las relaciones entre capital y trabajo y entre tecnología y composición de clase. La concepción post-obrerista de la relación capital-trabajo en la actual fase capitalista propone una mezcla contradictoria de neo-proudhonismo y arqueología marxista. A la arqueología marxista pertenece el entusiasmo por el progreso tecnológico (bien sintetizado por el Manifiesto aceleracionista que relanza el concepto –que suena hoy como un patético residuo del siglo XIX– según el cual el desarrollo de las fuerzas productivas crea por sí mismo –por hegeliana necesidad histórica– las condiciones para la transición al socialismo). Un entusiasmo que elimina el problema de la no neutralidad de la tecnología (en particular de la tecnología digital, que genera un nivel incomparablemente más radical de subordinación/integración de la fuerza de trabajo en el capital respecto al de las tecnologías fordistas), y presume que el proletariado puede heredar el sistema técnico del capital tal y como es para convertirlo en el instrumento de su propia emancipación.
Neo-proudhoniana es, por el contrario, la idea de un capitalismo “parasitario” (impugnada por Marx en su crítica al socialismo utópico) que “roba a la fuerza de trabajo los resultados de una cooperación social que se desarrollaría espontánea y autónomamente del comando capitalista (a quien sostiene idioteces similares habría que sugerirle que se aprenda de memoria el Capítulo VI Inédito del Capital). De aquí se derivaría la tesis de la ruptura de las relaciones de fuerza entre el trabajo vivo y el trabajo muerto, por la que hoy el primero dominaría/usaría al segundo y no a la inversa. Y llegamos aquí al ridículo: los “trabajadores del conocimiento” que los post-obreristas identifican con la nueva vanguardia revolucionaria son, en todo caso, reducidos ellos mismos a trabajo muerto, a capital fijo en su forma digitalizada, compuesta por la integración entre computadora, software e inteligencia humana objetivada, estandarizada y sistematizada, mientras la “creatividad” de este sector laboral se reduce al desarrollo de tecnologías, productos y servicios que sirven para controlar/disciplinar la amplia masa de trabajadores ejecutivos, precarizados, descentralizados en áreas de bajo costo y sobreexplotados. Estamos, por tanto, ante una versión post-moderna de la aristocracia obrera de leniniana memoria o incluso a la de los empleados en diseño de métodos y sistemas de control de la era taylorista.
En este punto debo añadir tres incisos. Uno: Rodríguez rechaza mis críticas al concepto de trabajo inmaterial sosteniendo que el término no hay que entenderlo en sentido literal, sino como “subsunción general de la subjetividad en los procesos de valorización del capital (la vida puesta a trabajar)”. Pero aquí la abstracción se hace, si ello fuera posible, más “inmaterial”, impalpable, resultando que, en vez de atribuir a las concretas formas de vida un papel antagonista, en cuanto irreduciblemente externas a las relaciones de producción, se impone a la vida reducida a pura abstracción el papel de “capital variable”. Dos: las tesis recien expuestas se basan esencialmente en las páginas del “Fragmento sobre las máquinas” de los “Grundrisse”, donde Marx habla al final de la ley del valor. Teniendo en cuenta que la teoría marxista del valor trabajo, tomada en clave puramente económica (además de ser científicamente contestable: véase Sraffa), pierde todo contenido subversivo (contenido referido a las relaciones de fuerza entre las clases y no a la teoría económica), es evidente que las formas concretas en las que la teoría “se encarna” en las diversas fases del desarrollo capitalista cambian con el tiempo, así como es evidente que se podrá hablar del fin de la ley del valor sólo si y cuando se acabe con el dominio del capital sobre el trabajo. Rodríguez y los negristas sueñan que viven en un mundo donde esto ya ha tenido lugar: benditos sean, pero mientras sigan soñando, el capitalismo “tendrá los siglos contados” (citando las palabras de un conocido economista). Tres: los negristas se obstinan en leer la crisis como fruto exclusivo de las contradicciones inmanentes al modo de producción, siendo incapaces de captar la naturaleza eminentemente política de la crisis actual: una crisis de hegemonía que hace que grandes masas populares dejen de delegar y de confiar en las élites, mientras que solo éste carácter político de la crisis nos permite tener alguna esperanza de relanzar la lucha de clases.
Antes de pasar a los temas de lo nacional-popular, haré dos consideraciones. La primera referida a la crisis de la globalización. De la delirante visión de un mundo unificado que Negri expuso en Imperio (versión post-moderna del super-imperialismo de Kautsky) no queda rastro alguno. Esto no significa que se hayan acabado los flujos globales financieros (los comerciales, por el contrario, efectiva y significativamente se han ralentizado, mientras crecen las pulsiones proteccionistas y mercantilistas), sino que hemos entrado en una fase de caos sistémico (cfr. Wallerstein y Arrighi) en el que renace la lucha inter-imperialista entre las grandes potencias, las mega-empresas multinacionales (que mantienen, se diga lo que se diga, relaciones estratégicas con sus países de origen), y los bloques regionales. El esquema de centro, semiperiferia y periferia sigue siendo válido pero sufre modificaciones con el rápido desarrollo de las relaciones geopolíticas de fuerza, surgiendo imperialismos subregionales (Brasil, por ejemplo) que crean sus propias periferias, pero aparecen a su vez subordinados a bloques regionales más poderosos (Estados Unidos y China, en primer lugar).
La segunda se refiere al progresivo eclipse del concepto de multitud en los discursos post-obreristas (en ausencia de toda consideración autocrítica, algo ya típico: cuando una categoría se queda sin fundamento alguno, los negristas pasan de largo fingiendo como si nada hubiera pasado). El fracaso de tal concepto, incapaz de dar cuenta de las dinámicas reales de los conflictos de clase de los últimos veinte años, ha llevado a la recuperación de la categoría obrerista “clásica” de composición de clase, aunque declinada en formas nuevas. Paradójicamente, el concepto de multitud, a pesar incluso de su abstracción, representaba un avance, mientras que la vuelta a los conceptos obreristas tradicionales es un paso atrás, aunque sólo fuera porque la de multitud era una imagen más cercana a la realidad de una masa fragmentada de piezas de clase heterogéneas, resultado de medio siglo de contrarrevolución neoliberal.
El mérito de haber afrontado esta realidad “hecha pedazos” y de haber descrito las modalidades de una posible recomposición política lo tiene Ernesto Laclau y su concepto de pueblo. En su crítica, los post-obreristas, como de costumbre, juegan sucio. Mantienen que la idea de pueblo en Laclau coincide de hecho con la que fue configurándose históricamente con el nacimiento de los modernos estados-nación y las grandes revoluciones burguesas. Por el contrario, Laclau habla de pueblo en relación a un proceso (específicamente asociado a la crisis de los sistemas políticos post-democráticos, surgidos de la contrarrevolución neoliberal) a través del que: 1) los distintos momentos conflictivos generados por la incapacidad sistémica de responder a determinadas reivindicaciones económicas, sociales, identitarias, etc, pueden –en determinadas circunstancias y condiciones– aglutinarse en torno a una demanda particular que asume un papel hegemónico; 2) inéditos proyectos políticos pueden aprovechar la ocasión de estos “momentos” para construir un pueblo, para dar así unidad simbólica a los distintos impulsos antagonistas y encauzarlos hacia un resultado contra-hegemónico y antisistémico. En mi libro estas tesis son asumidas críticamente (sin esconder los puntos débiles: que se trata de una descripción empírico/fenoménica de algunos procesos reales, el excesivo peso atribuido al aspecto retórico/comunicativo de los fenómenos sociales frente a una escasa atención al papel de las clases sociales, etc), pero sobre todo son releídas a la luz del pensamiento gramsciano y de las categorías de hegemonía, guerra de posiciones, el hacerse Estado de las clases subalternas, el partido como formación de intelectuales orgánicos, etc.
El último punto es dirimente porque, siendo verdad que el que escribe compartió durante mucho tiempo la historia del obrerismo italiano, como recuerda Rodríguez (que como sus amigos italianos me reprocha tácitamente la “traición”), es igualmente cierto que mi biografía política se inicia, entre finales de los 60 e inicios de los 70 del siglo pasado, en una formación política que se denominaba, no casualmente, Grupo Gramsci. Por lo que para mí la recuperación de la teoría gramsciana es, más que un giro, un retorno a los orígenes, impuesto por la extraordinaria actualidad que el pensamiento de Gramsci está hoy revelando (véase su redescubrimiento en América Latina, Asia y África). Que se me vincule al giro trontiano, por tanto, no tiene fundamento alguno, teniendo en cuenta que Tronti siempre fue, y lo sigue siendo, antigramsciano: su fidelidad al PCI y a sus posteriores mutaciones hasta el PD se debe fundamentalmente (véase la larga vídeo-entrevista dirigida por mí y publicada por DeriveApprodi) a su autodefinición como “viejo bolchevique”, es decir, un realista político (su amor por Maquiavelo y Schmitt no es casual) que decide estar allí donde más fuerza hay para defender así mejor los intereses de los más débiles (argumento débil, pero que nada tiene que ver con Gramsci). En mi libro, la capacidad de las tesis de Laclau (y más aún la del Gramsci nacional-popular) para analizar la realidad de los conflictos sociales y políticos contemporáneos se mide sobre todo en relación a las revoluciones bolivarianas (Venezuela, Bolivia y Ecuador) y a los casos de Podemos en España y de Sanders en los Estados Unidos. En la edición griega del libro, que está a punto de salir, he actualizado y profundizado estas partes y he añadido algunos párrafos dedicados al ascenso de Corbyn en Inglaterra, al movimiento de Mélenchon en Francia, a Syriza y a la evolución de Podemos y del M5S (Movimiento 5 Estrellas) italiano. Aquí me limitaré a algunas notas sobre Europa y América Latina, a las que sin embargo debo adelantar un breve excursus sobre el tema de la relación entre Estado, pueblo y nación.
La formidable aceleración histórica que el mundo ha sufrido a partir de la contraofensiva capitalista tras el ciclo de luchas de los años 60 y 70 del siglo XX y su aparente triunfo definitivo, asociado al derrumbe del bloque soviético y a la revolución tecnológica iniciada en los años 90, han neutralizado la capacidad de análisis e iniciativa política de las izquierdas: las socialdemocracias se han convertido en masa al neoliberalismo, las izquierdas radicales entraron en una depresión, entre remordimientos y nostalgia del compromiso fordista o –en el caso de los post-obreristas– se dejaron llevar por la euforia de un imaginario vuelco en las relaciones de fuerza entre el capital y el trabajo. No sorprende, por tanto, que no sepan captar los elementos, al mismo tiempo, de continuidad y de discontinuidad entre la crisis de la primera y de la segunda globalización. El concepto de globalización viene asumido acríticamente en la versión ideológica que proporciona el pensamiento único dominante, eliminando el hecho de que la internacionalización de los flujos de dinero y de mercancías es un dato permanente de la historia del capitalismo, eliminando la actualidad del análisis leninista del imperialismo (que obviamente hay que actualizar respecto a la caótica evolución de las relaciones de fuerza geopolíticas señaladas con anterioridad) y asumiendo el discurso cosmopolita burgués que anuncia el triunfo definitivo del mercado sobre la política por el que, de vez en cuando, se aceptan “de forma realista” las restricciones de la economía o, peor, se atribuyen al cosmopolitismo burgués las virtudes del internacionalismo proletario. De la cuestión nacional, que ha agitado durante más de un siglo el debate en el marxismo, se han perdido los rastros de los años 70 del siglo pasado, cuando el presunto fin de la época colonial ha marginado los análisis de autores como Franz Fanon, Samir Amin o Gunder Frank (por no hablar de los teóricos del sistema mundo). De ahí que hoy cualquier referencia a la soberanía nacional sea tildada como algo de derechas. Poco importa que ello haya regalado a los populismos de derechas el apoyo de amplias masas proletarias, tanto las pertenecientes a los sectores inferiores “incivilizados, racistas y sexual-fóbicos” (Franco Bifo Berardi ha hablado con desprecio de nacional-obrerismo) que no interesan a una izquierda que apuesta por las vanguardias de los trabajadores del conocimiento.
Admitiendo por un momento que los “verdaderos” proletarios sean hoy estos sectores más aculturados de la clase trabajadora (que yo sigo sobre todo considerando clases medias emergentes), ¿cuándo tales sujetos (o las viejas aristocracias obreras) han hecho una revolución? ¿Es o no un hecho que todas las grandes revoluciones socialistas las hicieron las masas campesinas, dirigidas por minorías obreras e intelectuales pequeño-burgueses? Es o no un hecho que en todos estos procesos revolucionarios la cuestión de la soberanía popular y nacional (inseparables) han desempeñado un papel determinante, porque sólo cuando las situaciones en las que la opresión nacional y la explotación de clase iban juntas se daban las condiciones revolucionarias. Condiciones políticas no económicas (Gramsci dijo que Lenin hizo una revolución contra “el Capital” conquistando el poder en un país económicamente atrasado). ¿Es o no un hecho que también hoy en los países occidentales las masas populares reivindican intereses y necesidades que les niegan los procesos de internacionalización de los flujos de mercancías y de dinero?
Si la soberanía popular y nacional no se funda en reivindicaciones identitarias de tradiciones, tierra y sangre, sino en procesos de construcción hegemónica de una comunidad de lucha, de un pueblo que nace uniendo distintos impulsos antagonistas contra las élites políticas y económicas, si la nación es entendida como la proyección simbólica de un pueblo que comprende a todos aquellos que –prescindiendo de la etnia, la lengua, la religión, el sexo, etc– viven y luchan en un determinado territorio, no existe razón alguna para que ese tipo de ideas sean de “derechas”. Como máximo se podrá decir que es una estrategia política perdedora en base al dogma de la imposibilidad de realizar el socialismo en un sólo país. Pero las revoluciones bolivarianas se han hecho a contrapelo de las izquierdas radicales (troskistas, maoistas, neoestalinistas, post-obreristas, etc) empeñadas en degollarse en estériles luchas ideológicas, fueron el resultado de procesos muy similares a los descritos por Laclau, nacieron de la conjunción de rebeliones de masas contra los gobiernos neoliberales y partidos y líderes populistas que cooptaron/integraron en su seno a sectores de las izquierdas y los movimientos. ¿Estas revoluciones no son socialistas? Quizás. ¿ Que hoy todas están en crisis cercadas por el imperialismo y las nuevas luchas sociales? Es verdad. Pero eso no significa que no tengan nada que enseñarnos (y no sólo en lo negativo). Representan de hecho las únicas experiencias que han sabido interrumpir la hegemonía del consenso de Washington. Su pecado mortal no fue el soberanismo populista , sino el haber apuntado a una integración regional (el ALBA) contra-hegemónica basada casi exclusivamente en la reconversión de la renta petrolera hacia el gasto social, de haber apostado, por tanto, a un neo-extractivismo que no ha permitido desarrollar eficaces estrategias de desenganche (delinking, cfr. Samir Amin) del mercado global. Mientras tanto anotamos que las “izquierdas radicales”, ante las dificultades económicas que estos regímenes están atravesando, se posicionan en la práctica junto a las oposiciones neoliberales de derecha, demostrando otra vez su naturaleza oportunista y su incapacidad de medirse con los tiempos largos de la historia.
¿Que Europa está a distancia estelar de América Latina, de procesos de regreso a burguesías compradoras de sus élite nacionales? ¿Estamos seguros? En la lucha interimperialista que opone a los grandes bloques regionales, Europa es la cazuela entre la gran potencia declinante y la gran potencia emergente, entre EE.UU y China. Europa ha impulsado su proceso de unificación para competir mejor. Pero la condición para hacerlo ha sido un proceso de centralización que ha puesto en manos de Alemania –la única dotada de recursos industriales, financieros, demográficos y técnico-científicos– la hegemonía total sobre los países miembros. Su política neo-mercantilista, basada en el crecimiento de las exportaciones y en los principios ordoliberales que inspiran las políticas económicas (lucha contra la inflación y contención a toda costa del coste de la fuerza de trabajo) han condicionado todo el proceso de unificación, determinando: 1) el desmantelamiento de los sistemas industriales del sur de Europa, reducidos a reservas de mano de obra barata y suministradores de productos semi-elaborados para la industria alemana; 2) la colonización de los países del Este tras la caída de la URSS, la reunificación de las dos Alemanias y la guerra de los Balcanes; y 3) la imposición de políticas feroces de austeridad (administradas conjuntamente con el BCE, el FMI y las instituciones de Bruselas) a los países “indisciplinados” como Grecia (a su vez reducida a casi una colonia). El instrumento que ha permitido realizar esta presión y reducir a la obediencia a los países satélites ha sido la unificación monetaria (sobre el asunto no me extiendo porque existe ya una vasta literatura sobre ello). En otras palabras, en la región europea se ha formado una articulación local del esquema centro, semiperiferia y periferia, que vuelve a plantear, en términos distintos pero no demasiado respecto al contexto latinoamericano, las mismas contradicciones y la misma necesidad de retomar el tema de la soberanía popular y nacional en el análisis teórico y en la gestión práctica de la lucha de clases. Oportunista no es quien invita a tener todo esto en cuenta, sino quien, como Negri, se hace agit prop de un “patriotismo europeo” que corta los amarres con Marx y con Lenin, que describieron siempre el ideal de una federación de países europeos como una pesadilla reaccionaria.
Obviamente, el tema del Estado está estrechamente vinculado al de construcción de un pueblo y al de soberanía popular y nacional. Me limito, por tanto, a concluir afirmando que, frente al anti-estatalismo de las izquierdas radicales y en sintonía con el concepto gramsciano del “hacerse Estado” de las clases subalternas, estoy convencido de que la utopía del “fin del Estado” es un residuo del que hay que desprenderse, al basarse en una idea del “fin de la Historia”, de un Edén en el que todo conflicto inter-humano –y, por tanto, toda exigencia de mediación política– se habrá acabado, una idea que hoy parece no menos improbable que el dogma cristiano de la resurrección y la ascensión final de los justos al Paraíso. En las constituciones bolivarianas se configura un proyecto de Estado que no protege sólo los derechos humanos y civiles, sino también a aquellos sujetos y comunidades colectivas, garantizando su autonomía y el autogobierno democrático, pero sobre todo garantizando la posibilidad de defensa conflictiva de estas prerrogativas también y sobre todo frente al Estado que los reconoce. El hecho de que estas constituciones aún no se hayan utilizado en gran medida no cuestiona la validez del principio.
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Autor >
Carlo Formenti
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