Tendría que pensarlo
Cobardes
Bárbara Arena 13/02/2018
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Cuando tenía trece años, fui severamente castigada por mis compañeros de colegio, que me rechazaron y aislaron durante un periodo de tiempo considerable. Nótese que utilizo el término castigo, de lo que se deduce que yo no era una santa (nunca lo he sido, nadie lo es). Nótese también que he hecho alusión a la severidad, aunque la palabra que deberíamos usar aquí es desproporción. El castigo fue muy desproporcionado y, por desproporcionado, injusto. Varias cosas que quizás ya intuía quedaron apuntaladas, entonces, en mi cerebro: la maldad y la bondad son conceptos complejos; el verdugo y la víctima, seres poliédricos. Sabedora de mis errores del pasado y consciente de mi naturaleza claroscura, acudí a clase (singular patíbulo) con la cabeza gacha, dispuesta a dejarme sepultar por una montaña de porquería que –si he de ser sincera– casi me mata. Me costó entender (y no sólo entender, también sentir) que el hecho de que hubiera fallado (o fuera fallida) no legitimaba la violencia que estaba recibiendo (violencia de la que tardé en recuperarme y de la que aún me quedan trazas). La responsabilidad que cada parte se adjudica en situaciones de abuso suele estar descompensada, pero de ello escribiré en otro momento. Hoy vengo a hablar de lo mucho que aprendí sobre las jerarquías, sobre el poder que le confiere a uno el respaldo grupal y sobre el papel que ejerce un personaje supuestamente neutro: el cobarde.
La humanidad se ha dado de bruces las veces suficientes como para saber que, inmersos en la masa y bajo la influencia de figuras autoritarias, todos somos susceptibles de perpetrar atrocidades. Cuando los miembros de la Familia Manson cometieron sus asesinatos, estaban convencidos de que hacían lo correcto. No creo que sea necesario servirme del ejemplo de los regímenes dictatoriales del s. XX; el asunto está bastante claro. Quienes me interesan en estas situaciones, no obstante, no son los perros que –liderando la jauría o azuzados por la misma– avanzan carentes de vacilación, sino las personas que dudan; esas que se encuentran en un espacio comprendido entre uno y otro lado y que no se deciden a pronunciarse por miedo a represalias. Aunque aquella etapa escolar se me aparece en la memoria como un trance nebuloso, una escena en concreto sí se me ha quedado grabada: caminaba yo por un pasillo vacío, sola, cuando una antigua amiga se acercó para susurrarme: «Lo que te están haciendo es horrible, se han vuelto locos». En ese instante, oímos pasos. «Mejor que no me vean contigo». Asentí y se alejó. Mientras duró el infierno, esta chica no se dirigió a mí en público. Ni siquiera me concedió un gesto silente, una migaja desde la prudencial distancia.
Si me estás compadeciendo, ni se te ocurra: yo también he participado en atropellos y he permitido que, delante de mí, se produjeran. Lo cierto es que la percepción de la importancia de un mismo hecho varía de forma abismal dependiendo de si eres el agredido, el agresor o un agente externo. Además: la valentía es ingrata. Casi nunca compensa interceder, enfangarse, salir escaldado; mejor cerrar los ojos y punto. En ciertos contextos, algo tan sencillo como expresar discrepancia puede llegar a ser un acto heroico (y, desde luego, nadie está obligado al heroísmo). Ahora bien: convenido que la muchedumbre condiciona hasta límites insospechados; convenido que la cobardía es entendible y disculpable, no sobra acordarse de que el colectivo es una suma de individuos. La acción particular (un leve viraje, una manifestación impulsiva) puede ser no sólo relevante sino vital.
Pienso, por ejemplo, en Paula. Llevo en mi corazón cómo, en medio de un comedor plagado de adolescentes hiperactivos, Paula se atrevió a alzar la voz frente a un bravucón que –aplaudido por su manada– me empujó contra una mesa. Paula no era popular, tampoco mi amiga. No ganaba nada, nada suyo estaba en juego. Si Paula se hubiese parado a considerar los pros y los contras, habría concluido que casi nunca compensa interceder, enfangarse, salir escaldado; que mejor cerrar los ojos y punto. Pero Paula no soportó lo que estaba presenciando y, con su apoyo chiquitín (enorme para mí), me salvó un poco la vida. Cuando analizamos lo ocurrido con Weinstein, surge la misma pregunta que –una y otra vez– nos persigue, nos acorrala, nos examina: ¿dónde estaban los demás? Nadie comprende nunca por qué las cosas llegan a pasar, pero las cosas empiezan a pasar –siempre– por lo pequeño. Nadie comprende nunca por qué las cosas llegan a pasar, pero las cosas empiezan a pasar –siempre– en nosotros.
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Bárbara Arena
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