Safaa Fathy / FILÓSOFA, ESCRITORA Y CINEASTA
“Los celos de los padres y los hermanos tienen un punto incestuoso”
Miguel Ángel Ortega Lucas 14/02/2018

Safaa Fathy, en una imagen reciente.
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“La escritura es otro modo de calcular el tiempo”.
Podríamos espigar otras, pero esa frase que pronunció Safaa Fathy (Minia, Egipto, 1958) hacia el final de su intervención en la Casa Árabe, el pasado mes de enero, quizá posea, además del peso de la verdad, un resplandor secreto que ayude a entender mejor su vida; sus vidas, mejor dicho.
No es muy conocida en España, pero su obra, amplia y ecléctica, abarca la poesía, el teatro, el ensayo filosófico y el cine; escrita en árabe, inglés y francés. Doctorada por la Sorbona en 1993 –con una tesis sobre Beltolt Brecht–, directora del programa del Colegio Internacional de Filosofía durante más de un lustro, su nombre suele sonar junto al del pensador francés Jacques Derrida, a quien tradujo al árabe y con quien hizo un libro (Rodar las palabras) y una película, D'ailleurs Derrida. El filósofo influyó poderosamente en su concepción del mundo; comparte con él esa relación, exasperada pero fatal, que Safaa Fathy mantiene con la literatura. Acaba de publicar en España, con Amagord, su más reciente compilación de poemas, Al Haschische (“Término árabe”, explica en el mismo pórtico del volumen: “plural de Al Haschicha, / hierba seca, / también hijo por nacer, petrificado en el vientre de su madre”. Y: “La droga que todos conocemos”).
No es en absoluto su primer poemario publicado, pero lo cierto es que tardó mucho tiempo –tenía ya más de treinta años– en vencer el pudor, “la vergüenza” que le causaba declarar que escribía poesía. Por muchos motivos que irán emergiendo a lo largo de esta conversación que tuvimos con ella, apenas tres días antes de su regreso a París, en el apartamento madrileño de La Latina donde se refugió estos últimos meses para acabar un nuevo libro (España, dice, le transmite una “energía” muy sana). Pero cifra en sus ocho años la edad en que empezó a escribir. Y a aprender –como una tronera en la pared por la que escapar de una celda– lo que suponía poder tener otra forma de calcular el tiempo.
Por ahí, precisamente, sin darnos cuenta, comenzamos la conversación: a cuenta de lo que decía Derrida, en el documental que ella misma filmó, sobre el misterioso concepto que los peces pueden tener del tiempo. De momento, sin embargo, sólo podemos concebirlo en términos humanos: esa sucesión lineal de acontecimientos en que emplazamos los llamados pasado, presente, futuro. Por eso pedimos a Safaa, al tomar asiento, que nos hable de su vida desde el principio.
“Muy complicada” –dice, mientras sirve las primeras tazas de té frente a un ventanal desde el que se domina el atardecer sobre Madrid–... Nací en el sur de Egipto. En la ciudad donde encontraron a Akenatón y Nefertiti, donde la primera religión monoteísta conocida, porque sólo adoraban al Sol. Mi madre y su familia vivían en el desierto, con una estructura social y hábitos muy distintos de los egipcios medios. Tenían costumbres ancestrales, extremadamente conservadoras.
¿En qué sentido?
En la herencia, la estructura social; muy tribal. En la aldea de mi madre ni siquiera preguntaban a las mujeres si querían casarse (mi padre era de otra aldea, no tan extrema en este sentido). Había muchos rituales; para todo. No hace mucho, quizás en los años 30 o 40 del siglo pasado, los procedimientos en torno a la muerte eran muy extraños: los hombres tenían que cubrirse con motivos negros, dormir a la intemperie, ayunar... Estaban muy influenciados por los coptos [cristianos ortodoxos de Egipto, cuyo origen de sangre se remontaría efectivamente a los faraones]; el calendario, las costumbres de la Pascua... No existía el divorcio, y cuando mi hermana quiso hacerlo (lo hizo finalmente), mi madre se resistió mucho...
“Para que entiendas la clase de familia de la que vengo”, continúa: “Un tío de mi padre mató a mi bisabuelo materno, y otro tío de mi madre, en vendetta, mató entonces al otro”, al homicida primero; a éste “lo cortaron en pedazos”, por haber dado muerte al patriarca del otro clan. Todo por algo relacionado, al parecer, “con una mujer”.
Esto sucedió antes de que los padres de Fathy, procedentes de las familias enfrentadas, se casaran. Cosa que acabó sucediendo con igual naturalidad (dictaminaron que la espiral de violencia acabara ahí), y por cuestiones quizá igual de pragmáticas: había entonces muy poca gente que fuera a la universidad, explica, y su padre y los hermanos de su madre se educaron “en los mismos sitios, así que se hicieron amigos”. Después de un tiempo, “por alguna razón, decidieron que alguna de sus hermanas se casara con él”. Y le tocó a su madre. Sin preguntar a la mujer en cuestión, por supuesto, qué opinaba del asunto. “Mis padres se casaron en esas circunstancias. Mi madre era muy guapa. Pero no se vieron hasta el mismo día en que se casaron, en Alejandría, en el salón de una casa. Jamás habían visto una foto el uno del otro. Llevaron flores, un fotógrafo, y supongo que un peluquero...”.
¿Alguna vez habló de ello con su madre?
Sí. Me dijo que ella quería casarse en la ciudad y no en la aldea. Rezaba por eso. Dio gracias por salir de allí. La otra opción hubiera sido seguramente casarse con un primo de allí mismo. De esa forma, pudo irse.
Fathy creció en un hábitat contradictorio, de ambivalencias asombrosas: ciertos hábitos de su familia seguían siendo “muy arcaicos”, pero tanto ella como sus hermanos acudieron a colegios occidentalizados en Alejandría, una de las ciudades más cosmopolitas del Mediterráneo todavía por entonces. Se mudaron mucho: su padre, oficial de policía, trabajó en control marítimo en barcos egipcios, y también en comisarías y prisiones: “Cuando me hice activista de extrema izquierda”, dice, casi riendo, “algunos de mis amigos fueron sus prisioneros”.
¿Cómo fue esa relación?
Dificilísima. Mi padre era extremadamente tradicional, más que mi madre. A las chicas no nos permitían nada, nada. Sólo íbamos al colegio y volvíamos, nada más. No nos dejaban ni visitar a las amigas; mi madre nos lo consentía a veces, en secreto. Pero eso era todo. Sin embargo estábamos muy occidentalizadas. Llevábamos vestidos cortos sin ningún problema... [Muestra una foto en su ordenador de cuando tenía 12 años, junto con un hermano pequeño, en El Cairo: efectivamente, podría ser cualquier niña española de los años 60.] El velo es algo mucho más reciente, de finales de los ‘70... Pero no nos permitían nada.
Y llegaría un momento en que dijera hasta aquí...
En el primer año de universidad. En el mismo sitio donde nací, Minia. Entré a estudiar literatura inglesa, aunque lo que quise hacer en principio era periodismo (esa facultad estaba en el Cairo, pero no iban a dejarme ir a vivir allí sola). En la facultad había activistas de extrema izquierda e inmediatamente me hice una de ellos. Mi padre aún era policía, y durante cuatro años tuve problemas tremendos con mi familia. Porque me encerraban en casa.
¿Literalmente?
Literalmente. Aunque fue gradual. Me hicieron ir a la prefectura de policía, a firmar un papel en el que me comprometiera a no participar en ningún tipo de actividad política; si no firmaba, me echarían de la universidad. Era la época de la dictadura de Anwar el-Sadat [Premio Nobel de la Paz en 1978 por los acuerdos de Camp David]. Cuando me negué, me encerraron. Dije: “No voy a firmar eso”. Porque sabía las consecuencias; si firmaba me obligarían también a casarme a la fuerza... Mi padre era entonces el asistente del máximo oficial. La confrontación fue absoluta. Me encerraron. Pero no me echaron de la universidad y la acabé; lo aprobé todo. [...Encerrada, continuó aprendiendo seguramente esa “otra manera de calcular el tiempo” que permite la poesía, las palabras mágicas...] El tercer año conocí a mi pareja, un escocés... Muchas cosas pasaron. Pero conseguí finalmente irme de allí. Aunque mi padre me llevó a los tribunales: consiguió que un médico firmara un documento para declararme demente, para que no me dejaran viajar sola. La lucha continuó, pero mi padre me dejó ir al fin para trabajar en El Cairo.
Tiempo después recalaría en París, para dar clase en la Sorbona. (Dice Belén Quejigo en el prólogo del poemario que “los nómadas no buscan tener una residencia fija en la tierra, no esperan echar sombra o raíces... sólo tienen geografía humana, huellas que desaparecen...).
¿Cree que, en algún aspecto, esa obsesión de control por parte de muchos hombres puede deberse a algún miedo hacia la sexualidad de las mujeres, a que vean en su libertad una amenaza?
Es miedo a eso, claro; es un control de su sexualidad. Hay un concepto del honor respecto a la mujer [la antiquísima honra, en España] que sólo se reduce a la sexualidad. En el hombre puede ser robar u otras cosas. En este caso lo inmoral se atribuye a la mujer por la cuestión sexual. Pero también puedo verlo en mi caso por la historia de mi familia, porque otras familias eran mucho más libres entonces... Muchas veces he pensado que los celos de los padres y los hermanos tienen un punto incestuoso. Algo inconsciente y negado en la superficie, por supuesto.
Esa opresión, matiza, depende también en los países árabes de cada familia, de la educación o el entorno (urbano o rural)... Cuando llegó [el presidente] Nasser [anterior a el-Sadat], “se expandieron mucho las clases medias” en Egipto, y con ello el acceso de las mujeres a la universidad. Aun con dichas resistencias a “dejar a las chicas ir a estudiar a otra ciudad, alquilar un piso compartido...” Y con universidades con reglas parecidas a las de las casas, como “una extensión de las familias”.
Respecto a la situación que pueden sufrir las mujeres en el resto del mundo: “American Film Institute realizó un gran estudio que acabó reflejando que muchas mujeres sienten dolor durante el sexo, o fingen los orgasmos para complacer al hombre. Es una cultura basada en enterrar el dolor. En Egipto la invasión de los cuerpos de las mujeres es increíble, entre el acoso, la violación en las propias familias, en los trabajos, en el transporte púbico... En Francia, lo sé con toda certeza, en algunos ambientes es normal acostarse con alguien para conseguir un trabajo; actrices, periodistas... Era hora de hablar de esto. Supongo que, dentro de todo este movimiento [se refiere al reciente #MeToo], habrá episodios inventados, pero la mayoría son reales”.
Las causas serán muchas, y muy complejas, pero, en esencia, ¿cree que es más una cuestión de poder, de educación...?
Es una cuestión de poder y de educación, sí. En muchos lugares del mundo, Oriente Medio, África, India, la violación no es considerada un crimen. Y en Occidente, hasta los años 70, a las violaciones no se les daba mucho crédito. Muchas veces no se denunciaba por eso [el “desprecio”, dice, que podía sentir un policía ante el testimonio de una mujer]. Ahora hay muchas más pruebas científicas y la policía lo maneja de manera muy distinta. Pero queda mucho por hacer.
Necesitamos una orientación distinta en las estructuras, en el paradigma político, económico, social, que incluya a la gente, no sólo a las mujeres; a todo el mundo
Sobre el poder, la perversión de quien abusa del que está abajo porque puede, hay quienes opinan que si las mujeres mandaran en la proporción en que lo hacen los hombres, el mundo sería mejor.
No, no, no creo en eso. No es una cuestión esencialista, de que las mujeres por el hecho de serlo sean mejores en el poder. Es una orientación política, ética, filosófica... Ese discurso es completamente naif, que las cosas cambiarían automáticamente con las mujeres en el poder. Sólo hay que ver cómo trata [Angela] Merkel a Grecia, por ejemplo. Creo que se trata de toda la estructura. Por supuesto que un poder más compartido sería mejor. Pero necesitamos una orientación distinta en las estructuras, en el paradigma político, económico, social, que incluya a la gente, no sólo a las mujeres; a todo el mundo. Que incluya y que no excluya. Un paradigma inclusivo.
Otra poeta, Alejandra Pizarnik, al preguntarle en una entrevista a principios de los 70 qué opinaba sobre el papel de la mujer en la sociedad, respondió que para ella se trataba de aquello que decía Rimbaud, Changer la vie. Cambiar la vida entera desde su raíz, porque este mundo no está bien pensado para nadie. Paras las mujeres desde luego, pero para los hombres tampoco.
Claro. Es que no es bueno para nadie. El paradigma tiene que cambiar; con más participación, más apertura a la diferencia, más respeto a la naturaleza... Lo otro está haciendo a la gente muy infeliz.
De hecho, la conducta de un machista irredento, de un misógino, no digamos de un acosador, no es precisamente la de alguien que esté de acuerdo con la vida...
Por supuesto. Es alguien miserable. [Miserable, en inglés –el idioma en que transcurre esta conversación– califica a alguien como triste, desgraciado.]
Cuanto más arte haya, más pacífico será todo.
¿Cuál sería el lugar de la poesía, del arte, en todo esto?
Definitivamente con la poesía la gente estaría mucho más en paz. Si tuviera un lugar, una presencia mayor, y no fuera sólo la práctica secreta de algunos; si tuviera una existencia real en la vida de la gente, el comportamiento podría cambiar. Cuanto más arte haya, más pacífico será todo.
Porque la poesía no es escribir cosas, sino ¿una manera de ser?
Es una manera de vivir. Escribir poesía no te hace ser poeta. A veces escribes y otras no. Es mirar al mundo continuamente desde otro punto de vista, otra percepción. Todo el tiempo ves algo. Y eso puede emerger cuando escribes. Cuando el poema viene a ti, es por las cosas que sientes, piensas, percibes; ahí aparece la escritura. La poesía es completamente distinta de cualquier otro discurso escrito. En la narrativa pueden surgir cosas poéticas, pero en la narrativa la historia te lleva a la visión; en la poesía, la visión es previa a la escritura.
Una concepción que se transluce de manera diáfana en la poesía de Fathy: casi siempre como una torrentera del inconsciente. El árabe, explicó en su conferencia en Madrid, es su “idioma materno, del inconsciente”. Su poesía, al menos la publicada ahora, está escrita en francés, “el idioma de la vida cotidiana” para ella. Y sin embargo pareciera ser la voz más profunda –¿árabe?– la que escribió esto, por ejemplo:
En la noche de las noches, revivió la decisión. ¿En quién? En de una vez por todas. Sucedió la noche de un viernes que la protagonista estaba sentada a la mesa de un restaurante arábigo-andaluz, rodeada de su familia política. Pasadas las diez de la noche, inclinó la cabeza, dejó de hablar, se mantuvo un
segundo
en el límite y entró de nuevo en hipnosis
En motín marino
En insurrección
En Tebaida, cautiva
En barricada de la memoria
En camino de horas
‘Caminando caminando’
¿Cuándo empezó a escribir poesía?
Con ocho años.
[Nos reímos:] Pero no publicó, ni siquiera dijo que la escribía, hasta muy tarde. Esa “vergüenza” de la que habló...
Sí, me sentía muy avergonzada. Tenía algo que ver con el permiso. Nadie me decía ‘no escribas’ (en mi familia, salvo mi hermana, no tienen ni idea de lo que hago...). Pero no me sentía autorizada. Autorisée [lo dice en francés, para subrayar el juego verbal, que también es posible en castellano e inglés: ser una autora; estar autorizada a serlo...]. También sucede que en Egipto nunca hubo muchas poetas. No al menos en ese momento. Como si la poesía en árabe fuera más para hombres... Bueno, mira a Emiliy Dickinson. Tampoco publicó poesía en su vida... Sí, no me sentía autorizada. Me llevó mucho tiempo, quizás con el segundo libro, decir “estoy escribiendo poesía”. No “soy poeta”, sino “escribo”. Pero al principio no podía decirlo.
¿Ha descubierto ya para qué escribe, por qué lo necesita?
Para vivir. Para ser capaz de vivir... Porque creo que mi existencia necesita doblarse. Vivo en un nivel, en la vida cotidiana; pero en otro nivel, vivo en otro sitio distinto.
Necesitamos de varias existencias para sobrevivir.
Sí. De hecho todo el mundo lo hace. Tiene muchas existencias y tratamos de combinarlas, alternarlas. Tenemos más de una existencia seguro. [El primer poeta que nombra, al preguntarle por sus referencias, es Fernando Pessoa: quizás el poeta más desdoblado en identidades de la historia.]
¿Y cree que son más reales esas existencias que emergen al escribir que la real?
Sí. Lo creo... He descubierto que he terminado un libro, hoy mismo. Un libro de setecientas páginas...
¡Oh, felicidades!
Lloré. Me senté a llorar. [Sucedió no muchos minutos antes de que este preguntador llegara a su casa.] ...Y me sentí muy extraña, conmovida. Llamé a mi marido, a mi hermana... Me sentía abrumada, sorprendida... Y es así, como algo que vino, me tomó... Es una sensación muy extraña. Es la primera vez en mi vida que escribo setecientas páginas de literatura, de ficción. Es terrible...
¿Se siente triste porque se haya acabado?
No. Es que no podía creer que fuera a hacerlo. He estado trabajando muy duro, y no sabía... Es una historia sobre todo esto que hemos estado hablando de Egipto. Sobre todas estas experiencias antiguas; algo épico, si quieres llamarlo así... Nunca pensé que lo terminaría. Creía que algo pasaría y no podría, que algo me interrumpiría... Vine aquí a España para hacerlo, hace tres meses... Cuando lo vi terminado hoy no podía creerlo: ¡No es verdad, no es verdad...!
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Al Haschische, el último poemario de Safaa Fathy, ha sido publicado en edición bilingüe francés/español por Amagord Ediciones.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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