IRENE ESCOLAR / ACTRIZ
“A veces hay más verdad en el escenario que en la vida”
Miguel Ángel Ortega Lucas Madrid , 3/01/2018
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Irene Escolar.
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“Yo creo que a veces hay más verdad en un escenario que en la propia vida; siento que hay más de mí ahí que fuera de él”.
El escenario, la verdad, la vida; y todas las combinaciones posibles de ese artificio de espejos. Cuando dice ahí, Irene Escolar (Madrid, 1988) se refiere al escenario de la Sala Negra de los Teatros del Canal de Madrid, ante cuyo silencio susurra, sentada en una butaca de la primera fila, respondiendo a las preguntas muy bajito. Como con miedo de romper un sortilegio; alguna ceremonia invisible que se estuviera celebrando a ciegas, ahí delante, en el escenario, mientras hablamos –alguna obra que monten los fantasmas, por su cuenta, cuando no haya nadie aquí.
Puede que sea deliberado, por aquello de cuidarse la voz, o una actitud inevitable por encontrarse, ahora, más hacia adentro, justo en los minutos previos a una nueva función de Vania (escenas de la vida), la relectura del clásico de Chéjov de su director, mentor y amigo Álex Rigola; es decir, justo antes de vaciarse. Lo cierto es que Irene Escolar susurra en la sala vacía del teatro como lo hacen los fieles en una catedral, un santuario: sin olvidar jamás esa reverencia íntima que honra al lugar, y lo que significa.
Para Escolar, el teatro significa todo.
Es un silencio susurrante muy parecido, seguro, al que sentiría la primera vez que entró en cierta habitación de la casa de sus abuelos: “Mis abuelos tenían un cuartito, que aún puedo oler... Es curioso cómo se quedan tan adentro... –se refiere a los olores, a los recuerdos: al olor de los recuerdos–. Un sitio lleno de cosas; de baúles, de trajes de muchas épocas, pelucas, botes, abanicos, joyas... Antes, ellos llevaban su propia ropa. Como ahora...: mira, hay una similitud, porque con la ropa que traemos de casa es con la que hacemos la función con Álex... Ese cuarto es magia”.
Ellos son sus abuelos, Irene Gutiérrez Caba y Gregorio Alonso: por supuesto, actores, cómicos. En el caso de la primera, eslabón de oro de un linaje que se remonta aún tres generaciones más atrás: aquella Irene, así como sus hermanos, los también actores en activo Emilio y Julia Gutiérrez Caba, son hijos, y nietos, y biznietos, de actores. La saga comenzó en el siglo XIX, con don Pascual Alba, también autor. Pascual resulta el padre de la tatarabuela (Irene Alba) de la muchacha que habla ahora sobre esta butaca, con bufanda, una menta poleo en la mano –vaso de plástico de la cafetería de abajo– y la voz planeando como un secreto: “Lo pasaron muy mal. Si te cuento cómo dormían, el frío que pasaban, la poca comida que había... Hacer teatro en aquellas condiciones...”. Después de la guerra civil, y mucho antes de la guerra civil.
En otro lugar muy ligado, fatalmente, a la guerra civil, la Residencia de Estudiantes, vimos hace meses a Irene Escolar protagonizar una obra que es muchas obras, con esta actriz oficiando en soledad un malabarismo de resultado fulgurante. La propuesta –desarrollada por ella misma– se llama Leyendo a Lorca. Consiste, simplemente, en Irene Escolar de pie ante un atril, bajo una discreta iluminación, leyendo para el auditorio fragmentos de algunas de las obras del dramaturgo, asesinado en el prólogo de la guerra civil, Federico García Lorca. Digno de ver cómo puede esta muchacha, sólo con esta voz, desde las mil habitaciones secretas en que sucede cada escena, levantar un retablo vivo ante el espectador en que puede verse lo que ella lee. Como el mismo Lorca quería: que el teatro sea “la poesía que se levanta del libro y se hace humana”, que a los personajes se les vean “los huesos y la sangre”.
Esta voz que susurra ahora en la sala vacía puede sonar amedrentada o taxativa, seductora o violenta, de hombre o de mujer, revelándose no sólo con la voz sino con todo el cuerpo en llamas, con toda el alma usurpada por el espectro del personaje que trata de vampirizar (pero, ¿es ella la que posee al personaje, o es a la inversa?); hasta atronar con la furia gélida de la bestia Bernarda Alba. Ésa que su misma abuela interpretase hace treinta años en la película de Mario Camus. Aquella tarde, en la Residencia, el sonido de un teléfono móvil quiso interrumpir su monólogo en el momento en que gritaba “silencio”. El “¡¡Silencio!!” que la actriz bramó a continuación dejó temblando al insensato del teléfono, y a la sala entera. Acto seguido sonrió, y el público con ella.
Actuando, dice, “siento fuego. Puedo llegar a sentir cómo se me encienden las mejillas, siento la fuerza desde los pies... A veces lo siento. Cuando estás muy conectado” puede suceder. “No siempre”. Pero a veces sucede.
Entonces, desaparece: “De pronto, delante de la cámara, o en el escenario, es como si no la conociéramos de nada. Parece otra persona”. Lo decía el productor cinematográfico José Luis Escolar, que es su padre, en un documental dedicado a la abuela Gutiérrez Caba. Pero no exageraba, aun siendo su padre: todos somos muchos. “Yo es otro”, decía Rimbaud. Y todos, en realidad, en mayor o menor medida, somos actores: todos llevamos máscara. “La única diferencia entre un actor profesional y un actor de la vida real es que el profesional conoce un poco mejor el tema. Actuar no es más que estafar”, dijo otro que también era muchísimos, Marlon Brando –éste sí exagerando algo.
Pero para la más joven de su saga, por muy bien que conozca el tema, actuar no es estafar; es exactamente lo contrario. Por ahí habíamos empezado la conversación: hay “más verdad”, a veces, en el escenario que en la propia vida, “porque delante de otro”, en la llamada vida real, “está siempre esa máscara que es inevitable ponerse, como protección. Ojalá no existiera”. “Puede parecer raro, ser más de verdad ahí, pero para mí no lo es”. Las otras máscaras, las de sus personajes, le ayudan, asegura, no a ocultarse más, sino a iluminar más zonas en sombra de sí misma: “Para poder ponerte esas máscaras tienes que ser muy libre contigo; conocerte, dejarte empapar por eso... Creo que es importante tener una sensación de pureza. Cuanto más puro seas, en más lugares puedes indagar”.
“Siempre me he sentido muy afortunada por tener una pulsión... no sé de qué... de algo que, para bien y para mal, me ha hecho sentir muy profundamente las cosas. Una pulsión que este trabajo me permitía sacar, fuera bueno o malo, y cuestionarme constantemente, investigar...”.
Es probable que Irene Escolar lleve indagando, sobre sí misma y sobre el mundo, los 29 años que lleva en él. Las crónicas señalan que su primer montaje profesional, Mariana Pineda (también Lorca, desde el principio), fue en 1998, en el Teatro Bellas Artes y bajo dirección de José Tamayo: un cría de diez años. Casi veinte años, y veinte obras exactas después, los nombres asociados a su carrera teatral, en la autoría o en la dirección, viran de Mario Gas a Miguel del Arco, de John Steinbeck a David Mammet. En televisión ha facturado una soberbia Juana la Loca en la serie Isabel de TVE. Después de participar en más de una decena de películas, se llevó el Goya a la Actriz Revelación en 2016 por su trabajo en Un otoño sin Berlín.
El premio fue un alegrón lógico para ella. Pero si uno se fija bien en el momento en que subió a recogerlo, puede apreciar que el aplomo, la contención (la dicción incluso), que mantuvo, aun eufórica, en unas circunstancias en que otras sólo saben hacer pucheros, son de alguien a quien puede atribuirse, indiscutible y literalmente, la expresión popular tener tablas.
El hecho de nacer en tal ilustre estirpe de comediantes del camino sería para ella un privilegio (del que es absolutamente consciente), y es lógico que le abrieran puertas. Pero suelen olvidar muchos, en éste o en cualquier otro caso similar, que, después de abiertas las puertas, uno tiene que cruzar solo el umbral. Una vez, y otra, y otra. Habrá –le dejamos caer– quien piense que su vida ha sido más fácil por venir de donde viene... “Pues no”, responde, la voz endurecida por primera vez en toda la conversación. “Cada vez que tengo que sacar un proyecto adelante es una lucha. Una gira es una lucha. Vivir razonablemente con esto es muy complicado. Y lo demás son falacias”.
¡Silencio!, parece a punto de decir; pero no lo dice: sonríe de nuevo, como aquella vez. Además, el silencio continúa solo en la sala desierta, interrumpido sólo por algún compañero casual que cruza más allá con cachivaches o se acerca con sigilo a recordarle que muy pronto tiene que reunirse con ellos; queda poco para la hora de la función.
El silencio. Esta conversación no tiene libreto, pero algo susurra desde el escenario vacío unas viejas palabras de don Antonio Machado: éste esperaba, de la poesía, arrancar “unas pocas palabras verdaderas”. ¿No sucede que es cada vez más extraordinario que la gente hable con palabras verdaderas, que nos digamos la verdad; no es cada vez más frecuente que la gente trate de esconder sus zonas de sombra donde nadie pueda verlas? ¿No se deberá a eso la ironía a que se refería al principio: que pueda encontrarse más verdad en el escenario que en la calle...?
“Estoy de acuerdo. La importancia de buscar la autenticidad en una sociedad que intenta que todos nos parezcamos cada vez más, y que haya más complacencia, o menos diferencia; más artificiosidad. Hay una fuerza que nos lo impide, que nos genera inseguridades, complejos. Que quiere una globalización de las personalidades... Hay una frase muy bonita en El Público [Lorca de nuevo; hace memoria uno, dos, tres segundos...]: “Tengo una gran capa de músculos, pero mis huesos están hechos de orquídeas”. Yo puedo parecer de una manera, pero por dentro hay algo frágil, vulnerable. Me intento relacionar con la gente que es auténtica, porque lo demás me parece artificioso y aburrido”.
–De ahí que considere el teatro como un refugio.
–Sí... A la gente, en la calle... es como si no la entendiera bien: hablan alto, corren... Pero me digo que no pasa nada, porque tengo un sitio al que ir, un sitio aislado. Alguien muy sabio para mí habla del exilio interior. Y no tengo que hacerlo sola: puedo compartirlo con mis compañeros, con el público... Tengo un lugar en el que me siento cuidada y feliz. Eso es un refugio.
–Porque sentía, ya de niña, el mundo como un lugar hostil...
–Lo he empezado a sentir después, al ser más consciente. De niña tenía mucha fuerza. He empezado a ver la hostilidad de más mayor. Hay muchas cosas que no me gustan. Esta injusticia permanente; la fealdad; la ansiedad globalizada por la sobredosis de todo...
En el teatro, Irene dice conseguir ese raro ejercicio de “liberarse de todas las cosas” que perturban de continuo la caja de pandora de la mente: “No preparar, no pensar, liberarte de todo lo que eres. Contar desde ti. Parece fácil pero se convierte en algo muy complejo”. Tampoco será fácil ponerse delante del público, aunque lo lleva en la sangre y se sienta tan arropada, tan en casa: “Los primeros días te pones nervioso, pero luego hay una cosa, un compartir, muy bonito. No son nervios, qué va... Es mucho gozo: ‘Te voy a contar una cosa, a ver si te puedo cambiar...’”.
–¿Es eso lo que busca también al actuar, cambiar algo en el espectador?
–Sí. Aunque sea por una hora. Cambiar algo. Por una frase que se te queda, algo imaginario que se te despierta, un recuerdo que te viene... Lo que a mí me pasa cuando vengo al teatro como espectadora; busco belleza.
–Cuando entra aquí, ¿siente que respira mejor?
–Siento que respiro. Fuera me cuesta un poco respirar.
–¿Con qué sueña?
–Sueño con... ...Ah, buena pregunta... –Se lo piensa despacio; deja que lo piense con ella el silencio de la sala, antes de que llegue al fin la algarabía de la nueva función–. Es que muchos de los sueños que tenía se han materializado. Y es una fortuna que me haya pasado. Así que, eso mismo: ser consciente de esa fortuna, y ser generosa. Gran parte de mi sueño es vivir así.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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