Saber parar
Me da mucho miedo que el feminismo –precisamente cuando realmente vamos ganando, al menos un poquito– acabe haciendo lo que ha hecho siempre la izquierda: un discurso sin freno
Santiago Alba Rico 17/02/2018
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Podemos decir que la humanidad se divide en dos grupos: el de los que aceptan todo lo existente, de las rosas a la OTAN, sin introducir cortes o rangos de existencia en el orden del mundo; y el de los que, al contrario, rechazan todo lo que existe, de la OTAN a las rosas, como artificios introducidos por el interés y la codicia humana. Lo propio de los humanos, como indica esta misma clasificación, es la de hacer pocas diferencias.
Aceptar todo lo existente, por el solo hecho de que existe, es tan ridículo como rechazarlo por el mismo motivo. La primera actitud es propia de la derecha; la segunda de la izquierda. La derecha, que no cree en la perfectibilidad social, cuenta sin embargo con todas las ventajas sobre la izquierda, que admite en cambio mejoras e incluso fogonazos transformadores, y ello es así porque afirmar es siempre más bonito que negar; y mientras que la OTAN parece convertirse en una rosa por el solo hecho de afirmar su existencia, las rosas parecen marchitarse, y perder color, cada vez que denunciamos a la OTAN.
La ventaja de los “conservadores” es que, no distinguiendo entre el bien y el mal, quieren que exista algo; la desventaja de los “radicales” es que, no distinguiendo entre el bien el y el mal, parece que no quieren que exista nada. Entre todo y nada, ¿quién no preferiría Todo, aún a riesgo de cargar con la corrupción, el cambio climático y el apocalipsis nuclear? La paradoja de los “conservadores” es que, a fuerza de conservar, conservan no solo las rosas sino también los pulgones y los hongos; no sólo las casas sino también los bombardeos de ciudades; no sólo los niños sino también el infanticidio; no sólo Todo sino también los infames zapadores que disuelven el Todo en la Nada. Los “conservadores” son tan “conservadores” que conservan incluso la existencia de lo que hace imposible o difícil la existencia. Ahora bien, lo que hace imposible o difícil la existencia se convierte, mediante este acto de afirmación, en algo existente y, por lo tanto, en algo casi irreemplazable o por lo menos defendible. La negación también existe y hay que salvarla, como a las ballenas y las luciérnagas. “Dejemos ser” todas las cosas; “dejemos ser”, por tanto, la negación de todas ellas. La gran ventaja –en definitiva– del orden existente es precisamente que ya existe. Los neoliberales, se comprenderá, son todos “neo-conservadores”.
La paradoja de los “conservadores” es que, a fuerza de conservar, conservan no solo las rosas sino también los pulgones y los hongos
Frente a los “conservadores”, los “radicales” no pueden rechazar la existencia de los pulgones y de las multinacionales sin rechazar la afirmación misma como principio. Somos hasta tal punto prisioneros de las palabras que no sólo ocurre que no podemos rechazar algo sin que parezca que lo rechazamos Todo; ocurre que, apenas usamos el verbo “rechazar”, sentimos la tentación de ir eliminando en cadena una cosa detrás de otra. La existencia es tan contagiosa e imperativa como la inexistencia porque, de alguna manera, todas las existencias se tocan, como las cuentas de un collar. Los conservadores “dejan ser”; los radicales “impiden ser”. Los “conservadores” ganan siempre. No podemos “dejar ser” sin dejar ser las rosas y los misiles; no podemos “impedir ser” sin impedir la existencia de los misiles y de las rosas. Sucede, en efecto, que muchos “radicales” no saben detenerse, empujados por la fuerza misma de los verbos, y si empiezan rechazando las malas leyes acaban rechazando el Derecho; y si empiezan rechazando la industria farmacéutica acaban rechazando las vacunas; y si empiezan rechazando el capitalismo acaban rechazando los tornillos y la luz eléctrica; y si empiezan rechazando el machismo acaban rechazando el carmín de labios y la penetración sexual; y si empiezan rechazando el maltrato animal acaban queriendo prohibir que se ordeñe a las vacas y se esquile a las ovejas (o que se lea en las escuelas a García Lorca, gran aficionado a los toros). “¿Para qué desmontar si podemos demoler?”, se preguntaba Lichtemberg en uno de sus famosos aforismos.
Muchos “radicales” no saben detenerse, empujados por la fuerza misma de los verbos, y si empiezan rechazando las malas leyes acaban rechazando el Derecho
Una de las cuestiones más difíciles en la vida y en la historia es saber parar a tiempo. Este “saber parar” es el saber que define al gran artista, al gran pensador y al gran revolucionario. ¿Cuándo terminar un cuadro o un poema? ¿Cómo interrumpir un razonamiento antes de que, despeñado en su ergotismo, nos arrastre a ese exceso de lógica que llamamos locura? ¿Cómo impedir que una cólera justa o una justa rebelión contra el orden establecido genere una nueva injusticia o se petrifique en un orden invertido e igualmente asfixiante? ¿Cómo cuestionar los puñales sin cuestionar también la luna? Frente a estos peligros el pensamiento “conservador” –que, como decía el maestro Juan de Mairena, acaba conservando la sarna en lugar de la salud– tiene la ventaja de que no toca ni la una ni la otra y siempre puede atribuir la sarna al pecado y la salud a la naturaleza; y la protección de la naturaleza a su sabia y celosa vigilancia.
Los “conservadores” que conservan materialmente las fuentes de destrucción junto a un pedacito menguado de luna y un tiznado jirón de aire, son más destructivos que los “radicales” que rechazan de palabra la afirmación misma, pero son también mucho más convincentes y tranquilizadores. Valga decir que, si “dejar ser” es más serio, más fácil y más bonito que “impedir ser”, si los humanos preferimos un Todo con lepra que una sana Nada, la única manera de interrumpir “la cadena del ser” y sus pegajosas contigüidades, allí donde el capitalismo “deja ser” todas las cosas por igual, es la de elaborar un verdadero discurso conservador. El rechazo puede lidiar una batalla pero no construir una civilización. Los “conservadores” no sólo llevan ventaja porque “dejan ser “ (porque embragan sin parar un mundo paradójico de vegetarianos y caníbales, de bosques e incendios, de pajaritos y cambio climático, de caballerosidad y acoso sexual) sino porque siempre encuentran un “crítico radical” que les hace parecer sensatos e independientes. Critican a los críticos “radicales”, de los que se burla también el sentido común, de manera que cada vez que “dejan ser” el canibalismo y los incendios forestales y el cambio climático y los abusos sexuales parecen estar acometiendo una obra de salvación (de niños, bosques, mujeres y mares) al tiempo que haciendo gala de mucho ingenio y mucha madurez. Basta leer en nuestros periódicos de la derecha los desenfadados comentarios de los “conservadores” ilustres sobre catalanismo, turismofobia, feminazismo o antisistemia para comprender que su legitimidad se nutre de una caricaturización nihilista del adversario. Ahora bien, al igual que los reyes –que tocan siempre bien la lira– los “conservadores” dan realmente en el clavo y por la misma razón: porque tienen mucha más existencia –incluida la policía– de su parte.
Los críticos “radicales”, cargados de razón, dan la razón a los “conservadores” cada vez que, ceñidos por la burla “conservadora”, se encierran lejos del “sentido común”, que es fundamentalmente conservador (de niños, de casas y de rosas). Un error muy grande de los “radicales” es el de interpretar estas reacciones “conservadoras” como un signo de que se va ganando la batalla (“en los debates sabes que vas ganando si ves a los adversarios echar espumarajos por la boca”), pues los espumarajos los arrojan no sólo los adversarios sino también los peluqueros, los conductores de autobús y los trabajadores del call center, y ello de tal manera que al final la prueba de que vamos ganando es que nos vamos quedando solos o, lo que es lo mismo, la prueba de que vamos ganando es justamente que vamos perdiendo.
Me da mucho miedo que el feminismo –precisamente cuando realmente vamos ganando, al menos un poquito– acabe haciendo lo que ha hecho siempre la izquierda: un discurso sin freno (“incapaz de parar”) que se adapta tan bien a la apariencia de querer eliminar los niños y las rosas y que ofrece por eso mismo un flanco fácil a las burlas y espumarajos de Pérez Reverte o Javier Marías, pero también a los chistes y desplantes de las peluqueras, las conductoras de autobús y las trabajadoras del call center. La pregunta es “qué hay que cambiar”, pero también “qué hay que conservar”. El feminismo –me parece– es la única posición realmente conservadora que existe: porque quiere conservar no sólo los cuerpos, con todas sus milagrosas fragilidades, sino también las conquistas del Derecho, tanto en el ámbito civil –libertad de expresión, libertad sexual– como en el jurídico: igualdad ante la ley, presunción de inocencia, seguridad procesal, proporcionalidad de las penas, casuística, distinción entre pecado y delito. OTAN no, rosas sí. Saber parar es el verdadero desafío radical. Toda verdadera revolución consiste –parafraseo a Benjamin– en poder encontrar el freno de emergencia.
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Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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