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Aviso preliminar: los chicos de Mongolia son mis amigos, lo que puede hacer que mis palabras no valgan nada o valgan mucho más de lo que parece, porque escribo como español cabreado, pero también como un macarra de barrio dispuesto a partirse la cara con quien sea para defender a sus colegas. Un español cabreado puede empezar proclamando su respeto a las decisiones judiciales. Un amigo se ahorra los respetos y escupe directamente en el suelo.
A estas alturas, supongo a todos los lectores al corriente de que una juez ha condenado a Mongolia a indemnizar con 40.000 euros a José Ortega Cano, que les demandó por un cartel que anunciaba un espectáculo de la revista en Cartagena. 40.000 euros era exactamente la cantidad que Ortega Cano pedía y es la cantidad que la juez ha considerado justa para tasar su honor. Como los propios Darío Adanti y Edu Galán se han cansado de repetir estos días, cuando Ortega Cano fue condenado por atropellar a Carlos Parra, se tasó la indeminzación a la familia en 181.000 euros. No hacen falta muchos comentarios al comparar ambas sumas, sobre todo, porque no se me ocurre ningún precedente de una sanción tan alta por una demanda relativa al derecho al honor y a la propia imagen en España.
los ciudadanos que no tenemos estatuto de víctimas ni pertenecemos a una religión estamos indefensos o a merced de la libertad interpretativa del juez que nos toque
Sorprende la diligencia y rapidez de la administración de justicia en favor del demandante cuando, cualquier persona pública o semipública que se ha enfrentado a amenazas y coacciones (es decir, casi cualquiera que hable y escriba en público) puede constatar la sensación contraria: la indefensión. Cuando he recibido difamaciones, campañas agresivas y amenazas, y me he planteado denunciarlas, algunos expertos me han disuadido de ir al juzgado porque la legislación española es muy ambigua y resulta muy difícil demostrar que una amenaza es tal y ha traspasado los límites de la libertad de expresión. Salvo en casos muy concretos que tienen que ver con el terrorismo o (vaya usted a saber por qué) la religión, donde las figuras delictivas están un poco mejor definidas. Pero los ciudadanos que no tenemos estatuto de víctimas ni pertenecemos a una religión estamos indefensos o a merced de la libertad interpretativa del juez que nos toque, que puede entender, desde su personalísimo criterio, que “hijo de puta, te voy a rajar el cuello” es una amenaza punible o un simpático comentario con el tono un poco subido. Me deja pasmado que a mí (y a otras personas que han sufrido acosos graves y terroríficos) me digan que lo deje estar cuando alguien me organiza una campaña de odio, porque los jueces no están para esas tonterías, y que Ortega Cano encuentre tal receptividad y amparo por un cartel satírico. La juez sabe que una sanción así destruye la revista.
Llueve sobre embarrado y el fango nos llega ya casi a la cintura. Si me quito la careta de amigo un momento, puedo conceder que todavía hay garantías, que la misma semana en que sucedía esto, el Tribunal de Derechos Humanos Europeo reconvino a los jueces españoles por otra cuestión relacionada con la libertad de expresión, y que el sistema es lo bastante complejo y tiene contrapesos suficientes para neutralizar los excesos de cualquier juez, pero hay algo en el ambiente que propicia estas sentencias. Son demasiados casos en muy poco tiempo: fariñas, raperos, willys toledos… No son comparables, pero todos juntos ilustran un ánimo persecutorio, un acuerdo tácito para arrear fuerte a cualquiera que se salga del tiesto. Desde la calle, parece que hay un empeño ejemplarizante para crear un clima de autocensura y miedo que desanime a los graciosillos. No soy conspiranoico, no creo que nadie se haya reunido en una sala de juntas con un orden del día para crear esto, pero sí creo en el contagio y en la paranoia colectiva. Sí creo en espitas que se abren y aguas que se filtran.
Tanto los disparates judiciales como las pulsiones revisionistas, los debates sobre la legitimidad de la libertad creativa y las periódicas demandas de eliminar de la vista pública cualquier cosa que moleste u ofenda son manifestaciones de una sociedad en la que está calando la idea de que el texto es peligroso y hay que someterlo a vigilancia y control. Por mucho que nieguen con aspavientos que se trata de impulsos censores, me cuesta encontrar una palabra más adecuada que censura sin recurrir al eufemismo.
Olvidamos a menudo que nuestro compromiso con la libertad de expresión no se mide por nuestra propia libertad de expresarnos, sino por defender la libertad ajena, por mucho que nos moleste, asquee o hiera, y sea quien sea el ajeno. Si no somos capaces de hacer eso, es que no creemos de verdad en la libertad de expresión. A lo sumo, creemos en una libertad restringidísima que sería más privilegio que libertad: el privilegio de expresarse uno mismo, negado a los demás.
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Autor >
Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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