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Diario de Moscú (I)

Un grillo blanco

Primera entrega del diario de un profesor de lengua y literatura española contratado para dar clases en Moscú, Idaho

Rubén Ángel Arias 24/03/2018

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No es, ni mucho menos, un caso aislado: un profesor de lengua y literatura españolas es contratado por una universidad de Estados Unidos. El profesor, zamorano de nacimiento y vasco de adopción, hace sus maletas y parte rumbo a Moscú (Idaho): una pequeña e improvisada ciudad en el corazón del lejano oeste. Una isla mínima desde la que escribe sus diarios.

7 de agosto de 2017

Anudas lo tuyo y partes, a como dé lugar.

8 de agosto

Cuando dije que me iba un año a trabajar a Moscú (Idaho) y que me había propuesto llevar un diario, nadie se tiró a las vías del tren para impedirlo. Nadie me hizo la pregunta pertinente y devastadora: un diario, ¿tú?, ¿para qué? Así que yo tampoco me la hice y ahora estoy a once mil trescientos veinte metros de altura, sobrevolando Groenlandia y tomando notitas.

 “No creo hacer ningún mal anotando aquí, día a día, con franqueza absoluta, los modestos e insignificantes secretos de una vida sin misterio“. Así comienza Le Journal d'un curé de champagne, de André Bresson. Desde que despegamos he intentado verla tres veces, pero me quedo entre hipnotizado y dormido al cabo de los seis o siete primeros minutos. Es obvio que me he pasado con los tranquilizantes. He tomado el último hace unos cuarenta minutos y compruebo, demasiado tarde, que no era necesario. Su efecto me empuja hacia el interior ralentizado y gomoso en que las benzodiacepinas han convertido mi cerebro. Ahora mismo debo de ser el tipo más apacible y liviano del avión. Un Buda o, ya puestos, puestísimos, un cura rural que ha sobrepasado todos los conflictos que comporta su fe, su vocación. ¿Y cuál es tu fe, muchacho, tu vocación cuál? Un cura rural que sale ileso de una obstinada y generosa ración de tentaciones. Nada me alarma ni me ajena. Lo sé, hago la prueba. La prueba consiste en convocar todo lo que me acoquina y embota: el miedo a la altura, el miedo a caer, el miedo a estar encerrado, el miedo a un accidente y el miedo a que todo arda (en este orden, de menos a más miedo). El nirvana podría ser esto, esta intrascendencia que cumple, me lo figuro, con todas las expectativas de un arrebato místico al uso. Miro a mi alrededor y veo las mismas caras lelas, santas. Así que ahí vamos, me digo, trescientos santos de camino a Idaho en el interior de un tubo gástrico que consume keroseno y orfidales. Trescientos santos presurizados. Trescientos santos extáticos y veloces. Vemos a dios en todas las ventanas.

En Moscú me espera una luz herrumbrosa, estorbada. Es imposible ver más allá de esta ceniza ácida y gris. Es el humo de los grandes incendios de Montana, me informan, cosa que, dicha así, parece legendaria, parece que Montana fuera un estado destinado a arder eternamente. Después, en casa, consulto mapas, gráficos de la calidad del aire (cada cual con sus neurosis), y descubro enseguida que, en la costa oeste, el verano, el final de la estación, merecería un cambio de nombre, temporada de incendios.

En Moscú me espera una luz herrumbrosa, estorbada. Es imposible ver más allá de esta ceniza ácida y gris

9 de agosto

Como siempre, el jet lag me espera y se toma su tiempo. Me levanto alteradísimo a las cuatro de la madrugada (hora moscovita) y escribo lo que toca al día de ayer y a mi llegada. Cuatro líneas bastan.

Cené con I., mi supervisora, en una pizzería del centro de Moscú. Apenas recuerdo de qué hablamos, así de traspuesto me habían dejado los tranquilizantes. Amnesia anterógrada, lo llaman. Era ya de noche y el pueblo parecía un asentamiento improvisado y precario, como si sus habitantes hubieran decidido abandonarlo y partir con las primeras luces de la mañana.

10 de agosto

Después de desayunar sin cálculo y sin apetito, me presto como animal de compañía y voy, de nuevo con I., a recoger a alguien que llega al aeropuerto de Lewiston. El viaje desde Moscú –tres cuartos de hora en coche– me deja aturdido y feliz. No puede haber más trigo y más paisaje que los que he visto esta mañana. Un paisaje cereal, abundantísimo, sembrado de sí. Un desierto ondulado –bulboso– de campos sin lindar, como posesiones todas de un solo señor que no necesita roturar lo que es suyo porque todo lo es.

Comemos no sé dónde, no sé qué y me voy a dormir. Pero antes, avanzo algo en la lectura de Intxaurrondo, la novela autobiográfica de Jon Arretxe. Es imposible no pensar, no recrearse, en las palizas que le propiciaron los guardias civiles. Unas palizas hiperbólicas, como hiperbólica es también la estupidez de quienes lo torturaron. De la parodia gruesa al realismo hard boiled. El relato avanza sin arcenes, sin áreas de descanso. Hacia la mitad, Arretxe empieza a mentir y miente de manera extraordinaria. Lo hace porque necesita fumar, porque tiene el mono y no se aguanta y los guardias le prometen que si habla le dejarán hacerlo. Entonces él fábula y fábula una historia en verdad muy verosímil sobre un acto de kale borroka bastante banal que deriva en un tiroteo con la policía. Consigue entonces que le den un pitillo y fuma y da gusto leer ese pasaje. Si vuelvo a fumar lo haré así, con ese celo, con esa convicción, con esa  rotundidad. Todo va bien, la escena es casi un banquete. El tabaco lo marea y lo alivia y él prosigue con la invención hasta que sus torturadores, en un clímax de imprevisible inteligencia, se dan cuenta de que miente y deciden vengarse. Arretxe asegura haber disparado al aire una pistola como la de ellos. El sargento al cargo pone la suya encima de la mesa y le invita a empuñarla y a hacer como que dispara con ella. Arretxe obedece. Arretxe sabe que ha perdido y apura el cigarro de una última calada que lo deja aturdido y sonriente. Su impericia con el arma lo delata. “Tú no has pegado un tiro en tu puta vida, imbécil”, le dice el sargento. Fin. Comienza la segunda fase del interrogatorio: no le dejarán dormir durante días. O lo que es lo mismo, le provocarán un jet lag severo. Como este mío, pienso, y apago la luz.

11 de agosto

¿Cómo no se dieron cuenta en la frontera? Cómo me dejaron pasar, cómo no atendieron ahí –al lugar, a la hora–, cómo no vieron eso: Zamora, 1978. Cómo no leyeron en el pasaporte las evidencias de la mercancía, cómo se les escaparon los signos brutales de una existencia improvisada y sin costuras. He entrado al país burlando todos los controles. Como Platero, tampoco yo he pagado tributo a los Consumos. He llegado en feliz contrabando de mí mismo. Cincuenta y nueve kilos de piel y voluntad, de cuerpo nómada, provisional, cincuenta y nueve kilos de derrota químicamente pura. Carne y vida de estraperlo. Así abro hoy mi comercio con el mundo.

Me vuelvo a despertar a las cuatro de la mañana. Una mañana de nada, de nadie aún. Experimento el desfase horario como una retirada: el mundo se aleja y eso no está mal, pero el cuerpo pide regreso, proximidad y una cama o más pequeña o más poblada.

He entrado al país burlando todos los controles. Como Platero, tampoco yo he pagado tributo a los Consumos. He llegado en feliz contrabando de mí mismo

12 de agosto

Me acerco a la biblioteca del pueblo. Ya en un primer rastreo, aparto una veintena de libros de historia, almanaques y mapas. Y me atrinchero tras ellos. O con ellos. O en su contra. Uno nunca sabe.

Tomo notas y dejo que el capricho (esa modalidad pizpireta del deseo) se ponga al mando y elija las referencias que debo seguir. Traduzco, leo y leo, escribo. Sigo leyendo. No termino, no se termina nunca de leer.

El primer asentamiento blanco en la zona data de 1871. En la primavera de aquel año, los hermanos Lieuallen, Asbury y Noah –junto a otras veinte familias venidas desde Walla-Walla (Washington)–, llegaron al valle llamado entonces, e indistintamente, Cielo de los Caballos, Jardín de los Glotones y Arroyo del Paraíso, pero que ya antes, en un tiempo sin escritura, había recibido el nombre de Tat-Kin-Mah –o Lugar de los Ciervos Moteados– en la lengua de los Nez-Perces.

Se desconoce qué buscaban o de qué huían aquellos primeros colonos, pero nada nos impide imaginarlos como a los desterrados de Poker Flat de los que habla Bret Harte en un cuento memorable. Gente que huye del dolor común de la existencia. Gente que huye de otra gente. Gente atribulada y jovial que todavía alberga alguna esperanza.

Samuel Miles Neff, uno de los integrantes de aquel grupo de pioneros, fue el primero en abrir un negocio. Apenas un casucho de tablas donde el stock resultaba siempre ridículo y los precios disparatados. Harina, azúcar, tabaco común y tornillos eran los productos que podían encontrarse y que los Coeur d’Alenes –una tribu que habitaba más al norte– saqueaban con regularidad hipotecaria.

La tienda de Neff hacía también las veces de oficina de correos. De ahí su importancia a la hora de decidir el nombre del asentamiento. Neff había nacido en Moscow (Pennsylvania) y, ya de adulto, se había mudado a Moscow (Iowa), y –como sus recientes vecinos comprobaron enseguida– no estaba dispuesto a vivir en otro lugar que no llevara ese nombre. De ahí que dedicase sus esfuerzos a convencer al resto del glamour y la pertinencia de llamar Moscú a las siete u ocho precarias viviendas en las que pasarían, al menos, el próximo invierno.

La curiosidad, o el enigma, aparece cuando se rastrea el nombre del lugar donde Neff había pasado su infancia. El Moscow de Pennsylvania no tuvo nada que ver con Rusia sino con el modo en que los primeros pobladores blancos tradujeron –o deliraron– el nombre que la tribu de los Masco se daba a sí misma. John Gunther se muestra favorable a esta hipótesis en su prolijo y chismoso libro de viajes (Inside USA, 1946). El mismo Gunther que, a su paso por Idaho, preguntaba a los agricultores cómo habían logrado que sus patatas tuvieran el tamaño descomunal que les había dado la fama. “Abonamos la tierra con harina de maíz y la regamos con leche”, le respondían.

Neff nunca estuvo en Rusia, ni tampoco se han encontrado en esta zona vestigios de inmigrantes que procedieran de allí. Decidió el nombre movido por la nostalgia de su pueblo natal sin llegar a saber, muy probablemente, que el origen de aquel nombre que lo cautivaba se perdía en una alucinación idiomática de significado incierto.

“Demasiados libros para un solo hombre”, recuerdo que me dijeron mis compañeras de departamento cuando me vieron desempacar y se dieron cuenta de que apenas llevaba otra cosa en la maleta. Se equivocan: “nunca son demasiados los libros de un hombre solo” (Trapiello).

Salgo en bici, llevo la cámara. Tres horas de un sol innegociable y ondulaciones sin término. Parafraseo a B. Traven y cito mal el título de un librito suyo alucinante: La destrucción del horizonte por la curva de mar.

Salgo en bici, llevo la cámara. Vuelvo a casa con esa alegría diaria, accesible, de quien termina de silbar lo comenzado.

19 de agosto

Salgo en bici, llevo la cámara. Dos horas y media. “Viene uno como dormido cuando vuelve del desierto” (José Hernández, 1872).

20 de agosto

Salgo en bici, llevo la cámara. Casi tres horas de combadura. Insisto mentalmente en esa palabra para huir de las metáforas marinas tan tentadoras, tan fáciles, con las que describir lo que veo. Esta extensa comarca a la que los colonos procedentes de Canadá llamaron Palouse (del francés pelouse: ‘tierra con hierba corta y espesa’). Me pregunto hasta qué punto la fertilidad de estos terrenos no estará relacionada con su ondulación, con su –de nuevo– asombrosamente regular combadura.

21 de agosto

Salgo en bici, llevo la cámara. Dos horas. “Los paisajes pueden ser engañosos”, dice John Berger, “a veces da la impresión de que no fueran los lugares en los que transcurre la vida de sus pobladores, sino un telón detrás del cual tienen lugar sus afanes, sus logros y los accidentes que sufren”.

24 de agosto

Salgo a caminar, llevo la cámara. Dos horas. El que mira estos campos se canta para adentro.

25 de agosto

Salgo en bici, llevo la cámara. Dos horas y pico. Los indios se hacían camas y almohadas con las hojas de la hierba que crecía en lo que ahora son todo plantíos. Se adelantaron a Whitman en unos cien años. No les hizo falta la escritura para soñar su poema, para dormir sobre él. Del paisaje original apenas quedan vestigios. De aquella hierba asilvestrada e innumerable solo sobrevive algún calvero que escapó del rigor geométrico de los arados.

29 de agosto

Mi adolescencia fue un ejercicio de retirada voluntaria. Un repliegue, una huida cóncava, una meditación. Había descubierto lo que significaba ensimismarse y convertido aquella experiencia en una actitud.

Todo lo que ha venido después no ha sido sino el intento por revertir aquella primera convicción, aquel primer alumbramiento. Una vida dedicada a rectificar la adolescencia.

Un intento tan terco como infructuoso, pues un par de semanas aquí han bastado para que me vuelva a ensimismar.

Mi adolescencia fue un ejercicio de retirada voluntaria. Un repliegue, una huida cóncava, una meditación. Había descubierto lo que significaba ensimismarse

1 de septiembre

“He visto a los mejores cerebros de mi generación […] que partían solitarios por las calles de Idaho en busca de ángeles indios visionarios que fueran ángeles indios visionarios” (Allen Ginsberg, Aullido). Ginsberg habla de las calles de Idaho como un escritor europeo jamás hablaría de las calles de Portugal, las calles de Italia o Grecia. Por qué no apuntar más alto: las calles de Oceanía, las calles del mundo, las calles de esta región de la galaxia.

6 de septiembre

Salgo en bici, llevo la cámara. Dos horas de viento racheado. Vuelvo ciego de polvo y de semillas.

11 de septiembre

El Rentable. Cada vez que me preguntan que qué hago, que a qué me dedico, respondo lo mismo: soy Rentable. El Rentable de la Universidad de Idaho. Ocupo uno de esos puestos de profesor visitante con que el estado se ahorra un salario. Vivo con la mitad de lo que cualquier otro profesor residente cobraría por las mismas horas de trabajo. Lo comido por lo servido, digo también, ajustándome a la realidad. A Idaho le debo la experiencia de estar aquí. Idaho me debe dinero.

15 de septiembre

Salgo en bici, llevo la cámara. Una hora y media. He visto la harina húmeda y transgénica al fondo de las acequias como regueros de pólvora blanquísima.

16 de septiembre

Salgo a caminar, llevo la cámara. Apenas dos horas. 

20 de septiembre

Salgo en bici, llevo la cámara. Una hora y media. El miedo a aburrirnos del paisaje. La certeza de que lo fotografiamos de manera extrema para evadirnos de él.

24 de septiembre

Al campo se llega sin previo aviso. Todos los caminos se pierden en él. Tras las últimas casas y roulottes, sin importar la dirección, termina uno en los sembrados, en su perenne e hipnótico sube y baja. Ese límite apenas perceptible donde los caminos se desvanecen y se hacen tierra de labor merece un nombre: desembocadura.

27 de septiembre

Los días se me van en algo muy poco misterioso, se me van en escuchar mi propia voz, hacia adentro. Es un ejercicio tan bobo como exigente. Empiezo sin querer, bien de mañana, y de ahí en adelante me escucho sin interrupción.

28 de septiembre

Lleno el día de reflexiones de largo alcance, para acomodar la escritura, para invocarla y dejarla pasar.

1 de octubre

He intentado pasear, no he podido. He intentado leer, cocinar, contestar algún correo y no he podido. En este diario deberían empezar a suceder cosas espectaculares o espantosas. Una de dos, pero una.

2 de octubre

Treinta y nueve. Negro, impar y pasa.

8 de enero de 2018

Llegué aquí con la idea de llevar un diario. Este diario, este y no otro. Desde hace meses quiero encontrar el motivo, el empuje, la cuesta abajo deslizante que ponga en marcha la escritura, pero hasta el momento han sido todo falsos comienzos. No he conseguido hacerme con el hábito, y sin hábito no hay ritmo, ni monje, ni dirección en la escritura.

Escribir es acallar el pensamiento y yo llevo tres meses pensando. Tres meses de borrado, de desleimiento, de disolución progresiva. Escribir es, antes que nada, un efecto de llenado. Luego ya veremos.

9 de enero

El núcleo operativo de los últimos tres meses ha sido la aparición –el padecimiento– de un acúfeno en el oído derecho. Empezó una madrugada a principios de octubre. Me desperté a las cuatro de la mañana con él. Él –o ello– me despertó. Era morse. Código morse. Piiiicricripiicriripipipiii. Algo martilleaba el tímpano desde adentro. Me levanté y fui al baño y probé a reajustarme la mandíbula, a abrir y cerrar la boca en sucesivos y sobreactuados y patéticos bostezos, a poner un dedo sobre el oído y hacer presión. Basculaba la cabeza de un lado a otro pensando que podía ser agua, un tapón, un insecto metálico y arrítmico. Nada dio resultado y ya no pude dormir antes de mis clases. Estuve escuchando el pitido durante todo el día y durante toda la noche y así a lo largo y ancho y más profundo de los dos meses siguientes. Sin variar nunca su volumen, terco e igual a sí mismo las veinticuatro horas del día.

Un grillo, un grillo blanco; no sé si existen los grillos blancos, pero este lo imagino así. Blanco como el ruido del que me servía para mitigarlo. Noches inabarcables en las que ponía audios de white noise que lo enmascaraban y me dejaban dormir. El ruido blanco que, como en la novela de DeLillo, salva –porque aliena, porque aplaca– nuestras vidas.

Un grillo, un grillo blanco; no sé si existen los grillos blancos, pero este lo imagino así. Blanco como el ruido del que me servía para mitigarlo

Podía ser otubaritis (la opción más amable), podía tener un origen psicosomático, podía ser un trauma acústico, podía ser un tumor. Para descartar el trauma y el tumor los médicos me propusieron comenzar un tratamiento para la otubaritis. El tratamiento empezó a surtir efecto a principios de diciembre. El pitido ha disminuido su intensidad y se ha desplazado. Ya no es molesto, pero sigue ahí, como un recordatorio, como la página que doblamos en un libro para señalar que encontramos algo que, por nuestro bien, no deberíamos olvidar.

Había perdido el silencio. Hay un silencio que he perdido para siempre, me decía. Es imposible huir de un ruido que te habita. Las primeras semanas, además del silencio, perdí el apetito y el humor. Estaba agotado y harto. Pared con pared con la locura. Y leía. Claro. En mis insomnios leía todo lo que encontraba sobre acúfenos y tinnitus. Así descubrí algo muy inquietante que después comprobaría durante las pruebas médicas, y es que hay dos ruidos de fondo que nos acompañan, pero que nuestro cerebro se ha acostumbrado a esquivar: el rumor de la sangre y el rumor de los nervios. El primero es un zumbido, un avispero pulsátil, el segundo es una interferencia, un pitido al final de la emisión.

11 de enero

Ayer comenzó el semestre de primavera. Primer día de clases. Presenté los temarios y me gané un lugar de honor en la lista del paro cuando les dije a mis alumnos que no tenía nada que enseñarles. No tengo tampoco muy claro qué es lo que hay que aprender, les dije también. Enseñar es un imposible (Freud), un equívoco resplandeciente. Lo que sí intuyo es que solo lo que está atravesado por el goce es susceptible de ser aprendido, pues quien goza sabe hacer. Y todos gozamos, de alguna manera.

17 de enero

B. me manda poemas leídos por él. Y eso es la maravilla. No me cree. Lo escribo aquí, en este sitio al que vengo, de vez en cuando, a confesarme.

23 de enero

Muere Nicanor Parra. Si es que ha muerto, si es que mueren los poetas y no –como decía su paisano Gonzalo Rojas– quedan encantados. Muere Ursula K. Le Guin. Lo que la muerte une no hay dios, ni conflicto matrimonial, que lo separe.

24 de enero

Así que aporreas el teclado como si aporrearas la puerta de una fiesta a la que no te han dejado entrar. No, no es cierto eso, no es que no te hayan dejado entrar o no te hayan invitado o que el aforo esté completo y nadie se quiera ir aún, es simplemente que la fiesta no es ahí y que, detrás de esa puerta a la que llamas, solo hay un edificio enorme y vacío, un hueco descomunal en el que tus golpes no tardan en perderse.

25 de enero

Hablo con H. y ambos echamos un vistazo a nuestro alrededor, al entorno generacional que compartimos y que implosiona a base de no tener hijos. ¿Qué es eso que nos ha quitado la confianza en dar más vida?

“No hagas que esto dure más en otro ser”. Qué dictado ha sido ese y cómo nos ha permeado, a nosotros, hijas, hijos –tantos– de familias numerosas.

5 de febrero

La escritura prolija, despreocupada, que se puede dar de pronto y prolongarse durante horas por cualquiera de las redes sociales o dispositivos de mensajería. Pienso en L. L. no lo sabe pero, cuando veo que se avecina una sesión maratoniana de mensajes, pongo en marcha el ritual: té o regaliz, ordenador contra la ventana, manta sobre los hombros y teclado y más teclado. Conversaciones que merecerían ser pasadas a limpio por lo que tienen de elusivas. Nos hablamos como si alguien, una conciencia superior o la CIA, nos vigilara. No son mensajes lo que nos mandamos, sino largas cadenas jeroglíficas, dobles códigos, intersecciones. Reducimos las partes comprensibles a lo mínimo y, de vez en cuando, monologamos o nos contamos un sueño, de punta a punta.

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Rubén Ángel Arias (Zamora, 1978) es geólogo inacabado, técnico superior en química ambiental y doctor en Filología.


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Rubén Ángel Arias

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