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Nos pasamos la vida hablando, como puñeteras cotorras, blaaablaablaa..., pero ¿cuándo decimos lo que verdaderamente debemos decir, lo que hay que decir?
Nos faltan huevos, así en general, y perdón por la expresión (nos faltan ovarios, si así lo prefiere). Propongo un sencillo experimento: reflexionar un rato sobre la cantidad de circunloquios que solemos dar verbalmente hasta decir, o siquiera sugerir, lo que pretendemos. La idea, la opinión, la crítica, la declaración de amor o de odio, suelen suponer para la mayoría un ejercicio de elipsis y vacilación y balbuceo que rara vez llega a tocar la esencia de lo que tratamos de transmitir. Bla-bla-bla: nos pasamos la vida rajando por los codos, cuando en la mayoría de casos una sola frase bastaría para decir lo que pretendemos, lo que queremos del otro, sin necesidad de alcanzar la capacidad de síntesis de un monje zen.
nos pasamos la vida rajando por los codos, cuando en la mayoría de casos una sola frase bastaría para decir lo que pretendemos
Por supuesto, hay de todo. También especies que hacen de esa tara una forma de vida, de arte incluso: los que usted vota cada cuatro años, cobran de su bolsillo, y cuya chapa escucha con alegre sumisión en la tele (hay que tener ganas) todos los p. días; hablando, efectivamente, “en diferido”, porque no cuentan lo que hay que contar, lo que deben contar, sino lo que previamente les han aconsejado que cuenten: es decir, nada. Y en el fondo es a lo que parece que aspiramos los demás iluminados en nuestra vida cotidiana, a politicuchos incapaces de llamar a las cosas por su nombre, no vaya a ser que perdamos un voto, un saludo o un me gusta en Facebook –redes sociales llaman a esas pasarelas cibeles virtuales de las vidas guays.
No se trata de ir por ahí sin filtro, en plan doctor House; ése que sentenciaba, con toda la santa razón por cierto, que “todo el mundo miente”. O de esa conmovedora tribu del Es que yo soy así (“Es que yo soy así”, te dicen, creyéndose House pero quedándose en jurado de reality show, tras soltar la primera cretinez o descortesía que se les pasa por la cabeza. Y entonces uno tiene que responderles: “Ah, bueno, haberlo dicho antes, hombre: pase, pase; invada usted Polonia tranquilamente”). Se trata de la frontera, bien sensible, entre la obligada cortesía y la cobardía, entre el tacto necesario y el miedo a decir lo que uno legítimamente quiere decir. De estos sujetos del yo soy así, sin complejo alguno –benditas, envidiadas criaturas–, hasta los que se lo piensan setenta veces antes de decir algo, y acaban no diciéndolo, por no molestar, media esa distancia de la que habló alguna vez Muñoz Molina, según el cual el mundo podría dividirse entre acreedores y deudores: los que van por ahí convencidos de que el mundo les debe algo continuamente, y los que se creen en deuda continua, casi pidiendo perdón por existir.
Esto tiene muchas implicaciones. Entre ellas, que sean a la postre los que menos educación tienen aquéllos cuya opinión más se acabe escuchando, porque está empíricamente demostrado que, en un grupo de diez personas, si hay dos imbéciles, se oirá más a los imbéciles, al ser generalmente los que más gritan. De igual forma, serán también ésos, los más zafios, a los primeros que despachen en una tienda: van como un tiro al mostrador a decir aquí estoy yo porque he venido, mientras los que tienen buena educación, cortesía y etcétera discuten gentilmente entre ellos diciéndose no, por favor, señora, usted primero; no, caballero, qué va, qué va, llegó usted antes.
Son, los de la primera estirpe, los que más suelen atreverse a hablar, a dar el paso, a significarse; sobre todo en un país con un miedo cerval, hijo de la persecución de toda laya, a destacar de entre el rebaño. Entonces, quizás, usted, que sí tiene educación, que a lo mejor ha leído algo, que quizás tiene talento pero no mucha confianza en tenerlo, que es inteligente y justo por eso no querrá molestar jamás a nadie, y creerá que siempre habrá otros mejores que usted, entonces, quizás, un día se encuentra en el telediario al más tonto de su clase, diciendo polleces “en diferido”, pero con un brío y una seguridad (y un sueldo a su costa) que da gusto verlo; o a ésa que no sabe de lo que habla erigida en maestra universal de la materia de la que está hablando (destrozando), encantadísima de haberse conocido; o a ése que es un mediocre, pero que no tiene vergüenza ni la va a conocer, en el lugar que debieran ocupar otros, pero es que resulta que esos otros jamás creyeron merecer estar ahí, y el cretino, por supuesto, sí.
No tenemos huevos, en general, en esas situaciones en las que sería necesario, legítimo, tenerlos, para levantar la voz, para dar un paso al frente, para decir tú puedes pero yo también, para decir hasta aquí. No hay huevos a decirle al payaso que va radiando su conversación telefónica en el tren que baje la voz –cuarenta personas aguantando, por vergüenza, al que no la tiene ni la conoce–, o a decirle a tu jefe que deje de mirarte las tetas y de tratarte como a una cría –aquí el miedo es más comprensible: también suelen ser los cretinos los que más poder tienen–, o a decirle a tu pareja lo siento, cariño, no me atreví a decírtelo hasta ahora pero resulta que, prepárate, siéntate, hazte una tila, echo de menos salir con mis colegas; llámame reaccionario.
No tenemos huevos, en general, en esas situaciones en las que sería necesario, legítimo, tenerlos, para levantar la voz, para dar un paso al frente
Todo esto de los huevos me recuerda, para acabar, una hermosa anécdota propia de hace un tiempo que creo ilustra, de manera esperpéntica, lo que trato de decir. Me ocurrió un día, en un supermercado de Granada, cuando vivía allí. Estaba haciendo la compra y no había manera de encontrar los huevos. Los huevos de comer, quiero decir, los de hacer tortillas. En un momento dado divisé a un reponedor. Iba a acercarme a él, para preguntarle “dónde tenían los huevos”, pero esa frase, formulándose en mi cabeza con todo su sentido profundo, me hizo parar de golpe y escabullirme a otro pasillo, y casi volcarme al suelo: retorciéndome de la risa, quiero decir, como si estuviera sufriendo un cólico nefrítico. Juro que no me lo invento. Cada vez que conseguía erguirme y limpiarme los lagrimones, recuperar la visión y la calma, regresaba a mi cabeza la misma diabólica escena: a ver cómo lograba acercarme ahora a un reponedor, o cajero, o cajera, y decirle Disculpa, ¿dónde están los huevos?, o Perdona, ¿los huevos?, o ¿Y los huevos, señora?, sin retorcerme de la risa ahí mismo, antes siquiera de formular la pregunta, y quedar como el feliz gilipollas que soy.
Conclusión: me acabé yendo sin huevos de allí. Sólo por no tener huevos a preguntar, sin reírme, dónde estaban los huevos.
Y así se pasa la vida, así se viene la muerte: tan callándonos estas cosas.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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