Obras y sombras
Letizia Ortiz, locutora del silencio
¿Estará haciendo la reina de España una crónica diaria, narrada con gestos, que no podemos descifrar (aún)?
Miguel Ángel Ortega Lucas 4/04/2018
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Posee un atractivo diabólico el escribir sobre cierta gente. Esa fascinación que da el saber de antemano que no llegaremos a ninguna parte. Pero –fascinación mayor–, si llegásemos, tampoco lo sabríamos nunca. Como tratar de descifrar una esfinge: imposible traducir su silencio, su belleza derruida; imposible también apartar la vista del secreto que no conoceremos nunca, y que sabemos se oculta detrás. (Pero, si lo conociéramos, ¿qué podríamos contar realmente?)
Tiene también su aquél escribir sobre alguien cuyo nombre no está uno seguro de cómo escribir. ¿Hay que escribir Doña Letizia Ortiz Rocasolano (Asturias, 1972)? ¿Hay que escribir Su Majestad la Reina Doña Letizia? ¿Hay que no mencionarla de forma explícita, como al malo de Harry Potter, como no permiten la representación de sus dioses algunas tradiciones, aunque sea sólo por si las moscas? –que tal y como está el patio, nunca se sabe...
La llamaremos Letizia Ortiz a secas y no por bajarla del trono, sino porque lo que nos interesa aquí no es la corona, sino el alma que llegó a sostenerla. ¿Qué podemos saber de ella? Nada, o casi nada. Y sin embargo ahí está, continuamente; incluso antes de estar, ya estaba. No hacía pareja con Felipe VI sino con Alfredo Urdaci –que también valía una misa–, en el telediario, cuando nosotros los de entonces aún estábamos en la facultad. Era periodista (esto sí lo sabemos). Un día este mismo plumilla la vio justo allí, en la legendaria cafetería de la facultad de C.C. de la Información de la UCM, cuando ya salía en la tele, comiendo con lo que supuse serían profesores. No hubo nada memorable. Pero recuerdo que le tuve piedad en aquel momento; una piedad de clasismo inverso si quieren: de algún modo era diáfano que aquella hermosa efigie treintañera no estaba hecha para el arroz a la cubana de los lunes en aquel sitio. Aunque su gesto fuera de exquisita cortesía. O precisamente por eso.
¿Qué podemos saber de Letizia Ortiz realmente, quienes no la conocemos, quitando anécdotas irrelevantes como ésa? Nada, casi nada: sólo otras anécdotas irrelevantes pero supuestamente importantísimas para algunos, y una biografía canónica que no vamos a glosar, porque está a un golpe de clic. A un golpe de clic: si entra usted en Google, comprobará que las primeras sugerencias que le aparecen, seguidas de Letizia Ortiz (es decir, lo más buscado sobre ella, presuntamente), son, por este orden: edad; altura; joven; boda; telediario; hoy; periodista... Lo cual viene a demostrar, si es que no miente ese chisme, de qué va la vaina. En Telecinco hicieron una miniserie sobre cómo surgió el encantamiento entre la plebeya y el principito, y el mero hecho de que les dejaran hacerla señala qué clase de revelaciones reales aportaría el invento.
Sí hay algo que sabemos a ciencia cierta, sin embargo, porque es un hecho en frío: que renunció a una vida profesional de éxito fulgurante en lo que podemos suponer su vocación, su pasión, por otra vida cuyas pasiones, y miserias, son, de nuevo, un enigma para todos aquellos que nunca cruzaremos ese umbral; es decir, casi todo el planeta. De periodista a estadista consorte. (Y si se casó o no “por amorrr” es algo que vamos a dejar ya para los antropólogos y Peñafieles del futuro).
A veces, sin embargo, ocurren cosas en esas vidas de distancia galáctica con el resto que nos llegan, a la plebe, como el brillo de una supernova. Alguien, hace poco –es absolutamente verídico, pero usted podría pensar que no lo es y no habría, qué divertido, manera de demostrar ni una cosa ni la otra–, refería, a gentes de confianza y mal vivir entre los que estaba servidor, que coincidió en cierto sarao oficial con Letizia Ortiz. Y que ésta, ante algo que ese alguien dijo, replicó a ese alguien con unas maneras y unas palabras que no vamos a desarrollar aquí, pero que quizá revelan mucho más sobre su carácter de lo que habitualmente sabemos.
No es una broma; en todo caso una ironía colosal. Resulta que, en cierta forma, para hablar de Letizia Ortiz, o de cualquiera en su extremadamente rara posición, hay que convertirse en una especie de Letizia Ortiz; o sea: no decir nada. Sólo sugerir, indicar, hacer así con la cabeza (contar ciertas cosas puede comprometer a esas ciertas gentes). Una política de gestos, basada en cosas como las que al parecer busca la peña en Google; vestidos, premios asturianos, portadas del ¡Hola! Nada más. Una política o, mejor dicho, una poética de gestos. Esa anécdota que en realidad no cuento no hablaba de ningún magno asunto de Estado; pero, si así hubiera sido y lo supiéramos, ¿podríamos contarlo tranquilamente?
Que ahí, también, supongo –lo dije ya hace un tiempo–, la gran tragedia de Letizia Ortiz: una adicta al tuétano de las historias que al meterse en la mejor historia de su carrera no puede ya contarla, porque si la cuenta, se acaba la historia; la suya al menos (quizás también esta Historia, con mayúscula). Y otro chiste trágico para este oficio: una de las mejores entrevistas que podrían hacerse ahora sería precisamente a una periodista, pero no puede hacerse porque la periodista no puede dar entrevistas; ni hacerlas ella siquiera.
¿...Las hará a su marido, cuando no oiga nadie más, para arrojarlas al fuego del silencio nada más hechas...?
Esta sección de perfiles se llama Obras y sombras –en su primera época, Gentes de mal vivir–. Al principio no iba a incluir éste en la colección, porque no tiene a priori mucho que ver Letizia Ortiz con Janis Joplin o la familia Panero. Pero claro que tiene en realidad: Letizia Ortiz lleva muchos años siendo una sombra (como si ya hubiese sido: como una supernova), y creando una obra, hermética pero definitiva, igual o más influyente que la de otros, consistente en un teatro de mímica, una poética del gesto. Que es exactamente en lo que consiste una monarquía, ese nobilísimo arte del sonajero. Una dinastía de esfinges. Su fascinación y permanencia se basan, de manera soterrada, en ese secreto que nunca llegaremos a desvelar, y que desarrollado con astucia, como un cuento que no cuenta nada pero sugiere todo, una película o narración que no revelará jamás al monstruo (una anécdota que se cuenta sin llegar a contar lo único que importa), nos mantiene en vilo hasta hacernos olvidar qué carajo es lo que nos están contando, por qué.
Maquiavelo, en El Príncipe: “Me parece que es más fácil conservar un Estado hereditario a uno nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por los príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan producirse”. Algo así como cambiar de caras o de postura en una foto de familia hecha exactamente igual, en el mismo sitio, año tras año.
Entre el primerísimo gesto de Letizia Ortiz como prometida real y el más reciente, ya como reina, que vimos esta semana, quiere levantarse una obra de teatro fascinante, quizás aterradora. La de alguien que empieza exigiendo a su marido en ciernes, en la ambrosía del jardín y ante la prensa, “Déjame hablar a mí”, y acaba bailando una contradanza insólita, como un ballet diabólico sobre el escenario (hacía ballet de niña), para evitar al parecer que saquen una foto de su suegra, o reina emérita, con sus hijas. ¿Era necesario ese gesto –más propio de una parodia de José Mota–, ese pizpireto intento de eclipse? ¿Es “propio” de alguien en su posición? Seguramente no. Pero cobra más sentido si se aventura que quizás sea la manera de “hablar” de alguien que no puede realmentehacerlo desde hace años.
Es decir: cabe la posibilidad de que Letizia Ortiz nos esté haciendo una crónica diaria, pero encriptada, en clave gestual, de su vida. Pero –ah, tragicomedia–, si esta hipótesis es cierta, no lo sabremos nunca. Y si lo sabemos, si algún día nos diera la razón (un saludo, Majestad: beso su mano de mármol, sus ojos de verde esfinge), si algún día supiéramos esa historia, sería entonces porque algo se habría acabado en esta Historia nuestra contemporánea. En estas obras y estas sombras reales de cada día.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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