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“El infierno son los otros”, dijo Jean Paul Sartre. Porque uno, por supuesto, jamás; sobre todo siendo de aquí.
¿A quién quiere usted condenar hoy, en “este país” nuestro? Tiene usted surtido Cuétara. La expresión este país, por cierto, es maravillosa para lo que nos ocupa; guarda uno la sospecha de que, más allá de correcciones políticas, cuando alguien dice “este país” se refiere exactamente a su país personal, visceral: “este país” de aquí, mi entrepierna santa y española, donde cada cual hace, no para sí mismo, claro, sino para el exterior, las leyes que de ahí mismo le broten.
¿Quiere usted meter en la cárcel a alguien porque ha hecho algo que a usted, como jefe supremo del Reino, o como lacayo del sistema, o como Víctima pasada o potencial de lo que sea, no le gusta, le ofende, le hace pupita? Pues por supuesto: su entrepierna le ampara. Siempre la ha tenido usted larguísima (la jurisprudencia moral). ¿Es usted, yo qué sé, un torero, de los que ponen el alma en el ruedo, “más valiente que tú, más torero y más gitano”, decía Lorca, y resulta que le han hecho un dibujito en una revista que no le ha gustado, que ofende a su nobilísima, épica figura? Pues métale un puro en el juzgado al libelo de marras; ni lo dude. Estocazo y que no pueda el toro levantarse ya. ¿Dicen algo malito de usted (absolutamente verídico, aunque eso es irrelevante) en algún artículo, libro, intervención pública? Tome medidas cuanto antes, buen hombre, señora mía; que para eso están las leyes. Para voltearlas siempre en contra del otro y a favor del Espíritu Santo. Que resulta, jaté, divina casualidad, ampararle siempre a usted.
Pero cuidadín: cuando escribo “usted”, escribo también sobre el usted concreto que me está leyendo ahora; y también sobre el usted que resulta ser yo. Este patio lo hacemos entre todos. Porque lo mismo es, usted, de los indignadísimos al saber que condenan a un rapero al trullo, o que han puesto a una revista una multa que les ha dejado temblando. Pero resulta que fue usted la semana pasada a la puerta de un juzgado a escupir y a gritar y, si le dejan, estrangular sin complejos a una infeliz que cometió un crimen (o lo hace en su casita frente al televisor): hay injurias que no tienen, según su entrepierna jurídica, ningún fundamento, pero hay otras que por su naturaleza, por tratarse de un crimen contra toda la tribu, le dan a usted barra libre para convertirse justo en eso que condena, y asesinar, o pedir asesinar, si hace falta. Ojo por ojo porque lo de la justicia según y cómo y lo de la venganza pues depende, según cómo lo mire usted, oiga, todo depende.
Qué escándalo, verdad, que este Gobierno nuestro plantee sin complejos el hermoso eufemismo “prisión permanente revisable” (con toda mi ignorancia legal aventuraría que tratan de decir “cadena perpetua”, y ya revisará cada caso la entrepierna correspondiente). Y claro: pues claro que sí. Porque a ese gobierno le ampara toda esa masa indignada y enfurecida que, ante el horror incomprensible que no puede gestionar, exige Soluciones Finales, en mayúscula. Como las que siempre pretendieron las dictaduras. Que por eso existieron y existirán; porque a muchos les encanta en el fondo el alpiste totalitario, del color que sea.
Incapaces de aceptar que hay cosas ante las que no cabría más que el silencio prudente de cada cual, y la actuación más ponderada, más libre posible de visceralidades, más humana (¿o no es a eso a lo que aspiramos?) por parte de quienes tienen la bien jodida labor de juzgar a otros seres humanos, aquí lo que se pide es Que le Corten la Cabeza al sujeto. Hay que solucionarlo, quitarlo de la vista cuanto antes. Porque –ah– se acepta cada vez menos lo que no va con nuestras tablas de la ley, en el palo que sea. Hace poco, cierta presunta lectora pedía la condena a los infiernos de esta revista por publicar un artículo sobre la prostitución (fundamentadísimo, por cierto) porque no entraba dentro de sus esquemas de blanco o negro, conmigo o contra mí. “Nunca más” iba a entrar en este sitio, clamaba, Scarlett O’Hara. Tu opinión a favor o la vida, pudo llamarse también este texto.
Porque no son ellos, no son los otros ese infierno: somos nosotros, todos. En un artículo de esta semana, los colaboradores en el extranjero repasaban qué sucede en varios países europeos respecto a las “injurias” a los altos estamentos del Estado (sitios que tampoco son el Edén, por cierto). Pero, con todo, siguen pensando muchos cándidos paisanos que España se puede equiparar en tradición cívica a Francia o Inglaterra. Permítanme que tosa. Casi cuatro siglos oficiales, cuatro, de Santo Oficio de la Inquisición operando aquí, y muchos más de iglesia católica a secas, intoxicando la psique colectiva con un engrudo espiritual e intelectual de mierda, no se olvidan en dos telediarios, ni en dos millones. Que de dónde, sino, proceden no sólo los escuadrones de la muerte gubernamentales, sino los comités de actividades anti-moralina políticamente correcta de aquí abajo. Aquí nadie quiere ir cambiando el mundo, sino verlo arder y construirlo después a su estricta imagen y semejanza, sobre las cenizas de los opositores si es menester (porque no hay discrepantes sino enemigos). Hay que purificar, eliminar el pecado colectivo suprimiendo al que no piensa como yo: “una purga de sangre”, dijo alguien sobre nuestra última guerra civil. Y eso es: la limpieza de sangre inquisitorial; el que piensa como yo no es digno de mi sangre bendita. Y la sangre llama a la sangre para defender ese espanto tan de aquí llamado la honra.
¿Cree usted, querido, querida, que no participa de esa honra? Haga la prueba. Intente reírse públicamente de sí mismo; o compruebe qué siente cuando alguien, aun con la mejor intención, hace una broma sobre usted, pone algo muy suyo en evidencia. Si no salta usted como una folclórica, besándose la medallita, o como un torero de raza, le felicito. Pero habría que verlo. Porque resulta que en el país más graziozo del mundo, con to el arte que tenemos, la gente se cree en el pleno derecho de reírse del otro (no con el otro: del otro), pero cuidado con que sea al revés. Ahí la liamos. Al salir te esperas, me decían en el colegio.
Cómo no se va a censurar entonces el humor, la crítica, la disidencia, en este patio (de colegio). Lo que siempre ha sido aquí permanente, y jamás revisable, es la estupidez gregaria, el cretinismo cejijunto de los ungidos. Nacionalistas mentales, fanáticos de nosotros mismos, ni Dios puede meterse con la bandera de nuestra entrepierna incorrupta. Con una hipocresía incluida que da asco. Hay una escena maravillosa, sobre el particular, en la recientemente estrenada La peste. Una serie de televisión modélica por muchas cosas; también por esto: cierta escena en que una chusma numerosa acude a la plaza para escupir, insultar, ultrajar y pegar con frenesí a los condenados ese día a la hoguera por la Santa Inquisición. Purgando su miseria moral contra ésos –aristócratas entonces, más tarde señoritos– cuyas botas habrían lamido antes con igual talento. La escena se desarrolla a finales del siglo XVI. La única diferencia con el XXI es que ahora nos duchamos más, llevamos teléfono móvil y nos creemos cultísimos.
Les desearía, para despedirme y suavizar, una feliz semana santa. Pero cuándo carajo no es aquí semana de pasión, en este Reino de Caín. Con éste, son cuatro artículos, cuatro, los que llevo en mes y medio, junto con éste, éste y éste, hablando en el fondo de la misma historia.
Si hubieran pillado a Cristo en España no hubiera resucitado jamás. De las hostias que le hubieran caído como el as de bastos de la baraja española.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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