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Pepita está a punto de tener una crisis de ansiedad. Pregunta por una de sus hijas, una y otra vez. María intenta calmarla. Le pide que entre a merendar, que Eva (una intuye que es una de sus hijas, luego deduce que es la chica que la acompaña) llegará enseguida. Pepita tiene unos 80 años y va en silla de ruedas. María trabaja en la recepción de la residencia de ancianos en la que Pepita pasa sus días y sus noches. María es algo más que una recepcionista. Mucho más.
Coge las manos de Pepita. Le pide que se calme, que así de nerviosa no logrará solucionar nada, que lo único que conseguirá es que le suba la tensión y el azúcar. Pepita le pide que llame a su casa. María lo hace obediente y paciente. Nadie contesta. La anciana se pone aún más nerviosa. “No puede ser, si Fernando está enfermo, tiene que haber alguien en casa”. Le tiemblan las manos. María vuelca en su voz toda la dulzura de la que es capaz: “Así no puedes hablar con nadie, les vas a preocupar”. Pepita se calma y entra en el comedor a tomarse un café con leche.
Yo apenas conozco a Pepita, pero la veo todos los días, coqueta y presumida, con sus pendientes de perla y su pelo teñido café con leche, el color de consenso de más de la mitad de las ancianas de España. No sé qué genio tiene, no sé nada de su pasado, a veces coincido en misa con ella, cuando yo acompaño a mi madre y ella se sienta con sus vecinas de silla de ruedas. Aguardan pacientes a que el sacerdote les de la comunión, de fondo se oye el motor de la máquina de oxígeno que les asiste a más de una de ellas. “Madre mía, los oxígenos, qué ruido tan tremendo”, dice el sacerdote, que vuelca su humor y hasta cierta dosis de sarcasmo en los sermones, viendo la parroquia que le acompaña. Entre todos suman más años que la catedral de Burgos y Atapuerca, me digo para mí misma. No quiero hacerle la broma porque apenas le conozco, y me han educado en tener el máximo respeto por este tipo de autoridades (incluye médico y notario).
Apenas conozco a Pepita y tampoco al resto de residentes. Sólo sé que piropean a mis hijos cada vez que van y que alguno que otro me pide favores: un vaso de agua, acercarle el periódico, confirmarles lo que van a cenar… A veces tengo ganas de preguntarles por su vida. Muchas veces, la verdad. Me pregunto si entre alguna de ellas (las mujeres son mayoría abrumadora) habrá alguna Josefina Aldecoa (1926), la que fundó en 1959 el Colegio Estilo, cuya base ideológica es la Institución Libre de Enseñanza. Me pregunto si habrá alguna Carmen Amaya (1918), esa gitana que empezó a bailar a los cuatro años por las tabernas con su padre, que actuó en 1941 en el Carnegie Hall y en el Radio City Music Hall de Nueva York y que fue portada de la revista Life.
Me pregunto si alguna de esas ancianas tendrá un pasado parecido al de Rosa Regás, nacida en noviembre de 1933, a la que veo ahora sonriente y flaca junto con Salvador Dalí en una foto de Xavier Miserach en 1965. Una mujer viajera, libre, editora, la favorita de mi suegro entre las 64 que aparecen en el libro ‘Mujeres de posguerra’, de Ediciones Guerra de la Vega y que acabó en mi mesilla y en mis manos entre las decenas de libros que se venden en el Museo Reina Sofía, con una portada en la que aparece Lucía Bosé y una contraportada en la que luce esplendoroso el perfil de Carmen Sevilla.
Mujeres a las que el estúpido esnobismo de estos tiempos reducirá a un par de apariciones en la prensa rosa y un envejecer lleno de histrionismo (pienso en Sara, Saritísima Montiel, pienso en Maruja Díaz y hasta en Serena Vergano, a la que yo recordaba únicamente como madre de Ricardito Bofill). Leo a la fabulosa Colita, a Teresa Gimpera y Ana Diosdado, leo a Carmen Martín Gaite y Pilar Miró, leo a Lola Flores, Ana María Moix y María Moreno, mujer de Antonio López. Y a Teresa Berganza, esa voz prodigiosa cuyo segundo marido, antiguo sacerdote, “acabó retomando los hábitos tras la ruptura, causando una gran sorpresa en Teresa Berganza y un cierto escepticismo hacia los hombres”.
Mujeres que trabajaron, leyeron y se divorciaron, que renunciaron al papel que la época y el franquismo les tenía destinado. Que decidieron romper con lo establecido y con lo esperado. Me pregunto si entre las Pepitas a las que veo a diario habrá alguna así. Si los últimos años en el fondo no son una forma de democratizar todas las vidas, cuando fallan las piernas y la cabeza, cuando preguntas una y otra vez si va a venir alguna de tus hijas a verte. Cuando todas seamos Pepita.
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Autora >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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