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Hace una semana saqué a la groupie que llevo dentro y me fui al fútbol. A eso de las doce de la mañana, en pleno puente de mayo, con dolor en los pies por bailar en una boda el día anterior, también saqué a la canapera que llevo dentro. Por eso fui al fútbol. Porque vi que con la entrada al partido te daban unas gambas. Mis hijos, que han salido a madre, apoyaron la idea con tanta fuerza que las dudas acerca del plan del padre acabaron de inmediato. A eso de las doce de la mañana una familia madrileña, urbana y segura de sí misma entraba en el estadio municipal Antonio Pérez Ureba, de Conil de la Frontera.
“Los niños gratis, los hombres siete euros y las mujeres cinco”, nos dijeron. Soltamos los doce euros y yo recogí mi entrada de “señorita”, de un color bollo Pantera Rosa estremecedor. “Queréis igualdad pero luego bien que entráis gratis en las discotecas”, pensé que diría algún tuitero pesao si estuviera delante. Hombre, y con descuento en el fútbol. Menos mal que el móvil lo tenía en el bolsillo y me abalancé a la vida analógica en forma de gambas cocidas.
Me senté en una grada con enorme alborozo a ver si mi nuevo equipo favorito, el Conil, machacaba sin piedad al UP Viso. Me senté delante de un señor que no paraba de protestar por la llegada de la época de comuniones y bodas, el terror de los camareros. Otro, en silla de ruedas de unos sesenta años, regañaba a unos niños que no paraban de jugar con un balón y colarlo en el campo en pleno partido. Y así, entre una cosa y otra, hubo expulsiones, un gol del rival y yo me comí las gambas. Pero para entonces, yo ya había hecho mis propios amigos. En el descanso me fui a por una cerveza y un montado de carne mechada por dos euros del tamaño de la Plaza Monumental de México DF y al volver me cambié de sitio. Entonces la descubrí a ella.
Me senté en una grada con enorme alborozo a ver si mi nuevo equipo favorito, el Conil, machacaba sin piedad al UP Viso
Una señora de unos 50, pelo largo, castaño y rizado, botines de tacón, pañuelo al cuello y perfectamente preparada para el partido con un cartón del tamaño de su tafanario para sentarse sobre él y no mancharse el vaquero. “Esta mujer es una profesional, vente conmigo”, le dije a mi hija. Tardé unos 15 segundos en descubrir que era la madre de uno de los jugadores y un prodigio de risas. Esa mujer, a la que yo auguraba una furia maléfica contra todas y cada una de las madres del equipo rival, animó como una loca, no paró de decir “vamos, amarillos” y acusó al árbitro de teatrero, que es un adjetivo delicioso por el que apostaría cualquiera del gremio.
Entonces marcó el Conil y estuve a punto de darle un beso, pero me pareció excesivo y además no quería provocar la vergüenza ajena de mi menor. Aun así, mi entusiasmo estuvo a punto de costarme una caída en la grada, ante lo que ella me dijo: “Quilla, cuidao, y eso que no vienes en tacones”. Y se partió de risa, y yo también, y entonces se puso a contarme que la semana anterior, con el Jerez, había sido mucho mejor partido. El entrenador retiró a su criatura y ella se puso de pie a aplaudirle mientras se sentaba en el banquillo: “¡Muy bien, hijo!”. Y yo quise que esa mujer dominara el mundo y todas las redes sociales posibles con esa actitud tan poco bélica y a la defensiva. Luego recordé la última vez que estuve en un partido de fútbol y prometí no volver tras comprobar la ira y la bilis de un señor con el equipo rival al que acompañaba su hijo de unos diez años. Qué bueno volver de esta manera.
Ha pasado una semana de ese partido, yo guardo mi entrada rosa chicle en la cartera y me sigo acordando de esa madre que parió al Conil. Una mujer que no necesita verbalizar sus frustraciones para ir a un partido de fútbol. La imagino hoy, celebrando su día, yendo a ver jugar a sus amarillos. Nada del otro mundo, ninguna heroicidad al respecto, bendita normalidad.
Justo todo lo contrario que las cinco mujeres que se han disfrazado de hombres para ir a ver un partido de fútbol en Irán. Cinco mujeres que se han puesto unas barbas y pelucas de pelo corto para colarse en un estadio a ver ganar a su equipo, el Persépolis. Porque en Irán, a unos cuantos kilómetros de Conil de la Frontera, prohíben la entrada de mujeres cuando se enfrentan a equipos masculinos. No vaya a ser que sientan cosas o algo así. O se les vayan a pegar las actitudes de ellos. Una medida que lleva en vigor desde 1981 y que convierte a Irán en el único país del mundo con semejante restricción. “Mucho hablar de las mujeres de aquí pero de las de Irán no decís nada las del 8M”, dirá el mismo tuitero pesao de hace tres párrafos. Si es que hay que salirse de twitter cuanto antes. La de gambas que nos estamos perdiendo.
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Autor >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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