Crónica
Yerai Cortés, un tocaor de espaldas
El guitarrista, acompañado por el cantaor Ismael de la Rosa, protagonizó un concierto salvaje
Esteban Ordóñez 20/06/2018
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Fue el azar, no un afán performativo. En esta modalidad simple, guitarra y cante, el flamenco es uno de los géneros en que mejor se ve cómo el amar la sustancia del arte y no su imagen inculca una sana pereza, un recelo hacia el exhibicionismo. No hace falta más: guitarra, voz, palmas. Esa noche del 1 de junio, además, ocurrió un imprevisto: el errático diseño de la pequeña sala del Teatro Fernán Gómez hizo que cayéramos en unas malas localidades, laterales, esquinadas. Esa casualidad redondeó la experiencia de una de las actuaciones más sorprendentes que he visto en tiempo. Salieron a escena dos veinteañeros: el cantaor Ismael de la Rosa y el tocaor Yerai Cortés. Cortés, para esa ala trunca de la sala en que nos sentábamos, permanecía de espaldas, no veíamos las cuerdas ni los dedos… Ahí, la maravilla. Redescubrir el flamenco al verlo fraccionado; sentirlo, a la vez, más completo, más salitre, más estambre.
Antes de su primer disco, allá a finales de los 70, Eddie Van Halen, propagó el tapping: un quebradero de cabeza para los guitarristas de rock; un truco. Para mantener el misterio actuó como esos chefs que elaboran sus salsas secretas de madrugada con las persianas bajadas. Cuentan que Halen tocaba de espaldas. El sonido del tapping era indómito, irresoluble. Parecía una técnica imposible, pero era una treta. Se oía como el producto de una mutación, rompía las leyes de la anatomía, no era achacable a una mano humana, pero la práctica era demasiado humana porque, básicamente, se trataba de un atajo para conseguir más con menos. Halen rompía las normas de cómo las manos deben atacar el instrumento. Comprendió (dicen que no lo inventó, que tomó el tapping de otros y lo sofisticó) que la derecha podía invadir el mástil y pulsar agudos, ligarlos, acelerarlos. Sencillo. Inimaginable. Halen, de espaldas, picoteando notas histéricamente, hizo creer que tenía más de cinco dedos, dedos fantasma, de materia oscura.
Cristina Cruces Roldán, en su libro Más allá de la música: antropología y flamenco, habla de estrategias de ocultación también dentro del flamenco: Manolo de Huelva tocaba de espaldas y se marchaba cuando reconocía entre el público a otro tocaor. Antiguamente, los flamencos usaban una expresión: “agarrar/ coger una falseta”. Esto nos dice dos cosas. Que la música era salvaje; empezaba y se escapaba –hoy, cualquier guitarrista tiene los fraseos de otros en Youtube: son falsetas en cautividad. Pero, además, ese agarrar/ coger nos habla de cómo se construía la música: el tocaor observaba y luego, de madrugada, en casa, fermentado en vino, concentrado, tomaba su guitarra y peleaba por reproducir lo que había escuchado. Cazaba la falseta, o no, o a medias. Probablemente se equivocaba, fallaba en algunas notas, y eso sería el principio de una cosa más suya: suya sin pretender ser único desde el principio. Perfilar un alma propia con retales de otras almas. Ser uno con la humildad de saber que se lo debía a otros. Pocas cosas resumen mejor lo que el flamenco tiene de comunidad.
Volvemos al teatro Fernán Gómez, era el Festival Flamenco de Madrid. El toque de Yerai Cortés estaba, para unos pocos, de espaldas; su cara, de perfil. Desplegó un universo asombrosamente creativo, disfrutón, emboscado, de asalto. Cortés acompañaba a Ismael de la Rosa, ambos nacieron en 1995. Se comprenden bien. Tienen un disco juntos: Flamenco Directo. Por el enfoque de este artículo, podría inferirse que el guitarrista se comió al cantaor, pero eso no sucedió. Por un lado, Ismael brilló bien. Ismael dará que hablar. Por otro, Cortés no pretendió estar por encima de su compañero: su acompañamiento fue, en todo momento, compañía. Una compañía total. ¿Cómo decirlo? El cantaor cantó dos veces. Una con su garganta y otra desde la caja de resonancia de Cortés. En esa segunda voz vivía lo no dicho, la crepitación, la base del iceberg.
Cortés, con pendiente de aro, no presumía de virtuosismo; sospecho que podría hacerlo pero no lo necesita. Su genialidad consiste en la pura musicalidad. Columpiaron una bambera dentro de lo que recordaba a un fandango de Huelva... Aquel toque respiraba, se asentaba, susurraba, se encorajinaba, fantaseaba, se desplumaba y recogía después, una a una, las plumas para hacerse con ellas una corona india. Y Yerai se reía mientras tanto con esa guapura pilla de los tipos a los que le sienta bien la sombra del bigote.
De espaldas: alcanzábamos a ver solo el pulgar tras el mástil. No sabíamos cómo ejecutaba lo que sonaba, pero buscábamos el truco sin querer resolverlo de verdad. Descubrimos la sombra de la mano derecha en la tabla del suelo: el foco proyectaba una extremidad enorme. Se la veía obrar, moverse, pero muy poco, solo nos servía para confirmar que la música ocurría ahí, en ese momento.
Había que fijarse en otras cosas a falta de índices, corazones, meñiques y anulares. Por ejemplo, en el calcetín de la pierna izquierda de Cortés, con la que clavaba el compás al suelo. Casi bailaba. Un calcetín negro, correcto, de tocaor formal que en los repechos del tempo fue descolgándose hasta revelar arriba, en el elástico, una franja roja o naranja, una línea abrasiva en plena pulcritud: una declaración de principios.
Cuando terminó la actuación y saludó y lo vimos de frente, supimos que su cara era muy otra. Nos habíamos equivocado al completar (al inventar) el rostro completo a partir de una sola mitad. La parcialidad había creado una realidad paralela, y entonces dudamos de si había habido dos conciertos, uno de frente y otro de espaldas. Fuera como fuera, nos marchamos sin haber atrapado nada. La música empezó y se escapó. Fue una actuación salvaje.
Queremos sacar a Guillem Martínez a ver mundo y a contarlo. Todos los meses hará dos viajes y dos grandes reportajes sobre el terreno. Ayúdanos a sufragar los gastos y sugiérenos temas
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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