OBRAS Y SOMBRAS
Pepe Viyuela: la revelación era el absurdo
El ser humano es ese payaso subido a una escalera
Miguel Ángel Ortega Lucas 20/06/2018
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Hay un hombre, en el escenario, subido a una escalera. Lo ha logrado finalmente; ha alcanzado la cima de la escalera. Después de mucho tiempo preparándose, cayéndose y volviéndose a levantar, quizá de años esforzándose, sudando sangre y sufriendo: ahí está, en la cumbre de la escalera. Pero tras la breve euforia inicial sobrevuela una pregunta –terrorífica– sobre su cabeza, y la del espectador: ¿Para qué? Para qué, al final, tanto esfuerzo, tanto ruido, tanta escalera.
El público, sin embargo, se parte de risa con ese hombre ahí subido porque Pepe Viyuela (Logroño, 1963), que lleva treinta años subiendo esa escalera, manejándola ora como una cuna, ora como un potro endemoniado, es un payaso profesional, un bufón. Un clown, que dio en decirse luego, en inglés, seguramente tratando de prestigiar por la vía anglosajona un apelativo que en España, sobre todo en España, siempre sonó a insulto: ya se sabe que, en el país de la honra, el más solemne es el rey. O sea, el que menos sabe reírse de sí mismo.
Pero el rey casi siempre va desnudo, como en el cuento del Decamerón. Quizá sea casualidad, quizá no; el caso es que Pepe Viyuela está al borde de llamarse Vihuela. Que era el instrumento, antecedente de la guitarra, que tañían los juglares que sabían tañirla por los caminos medievales. La diferencia es que aquellos nómadas, cómicos de fortuna, eran a veces tratados como príncipes: su llegada a las aldeas, a las posadas o haciendas, se celebraba por todo lo alto porque venían a reventar el tedio. Alborotaban, hacían reír y soñar con sus relatos de otros lugares, y eran los únicos a quienes se permitía, según y cómo, burlarse del amo de todo aquello.
El amo de un teatro, mientras sucede una función, viene a ser el público. El público del Teatro del Barrio, en la función de Pepe Viyuela –Encerrona– del pasado 13 de junio, en Madrid, correspondía al juglar de la forma más gratificante posible, que era, primero, llenando el teatro, y luego riéndose; partiéndose de risa; carcajeándose con esas carcajadas que pueden confundirse fácilmente con el horror. Y no está mal traído: en el fondo, lo que Viyuela había planteado, mucho antes de la escalera, al entrar en escena con esos andares –que borda– de tontico bueno, era una estampa horrible: caer en un escenario (negro) del que no puede salir, ante un público (real y figurado) que le observa y supuestamente le pide que haga algo, y espoleado entre bastidores por un director (dictador) fantasmagórico que le va ordenando lo que tiene que hacer, lo que se espera de él.
O sea, la vida misma. Eso es lo que podía uno interpretar, aunque a lo mejor no era ésa la intención. El caso, en fin, es que, antes de llegar a la escalera gloriosa, Viyuela había tenido serias batallas estratégicas a vida o muerte con una silla y con una guitarra. La primera había cobrado vida, literalmente, y casi lo deglute y mastica en directo. La segunda, algo más dócil, resultó sin embargo igual de diabólica, porque no había forma de que el humano cuerpo de Viyuela consiguiera encajar con la postura canónica del instrumento para poder tocarlo. Describirlo con palabras es prácticamente imposible, e inútil. Y verlo luego en algún vídeo en internet, una trampa mayor que la silla aquella: porque algo sucede ahí, entre líneas, entre el silencio y los estertores de ese desgraciao y las carcajadas del público, que sólo permite percibirse en directo, en el mismo instante en que sucede.
A lo mejor no es ésa la intención, pero sucede, quizás en más de un espectador, algo parecido a la piedad. Empieza uno a entender cosas, viendo cómo ese torpe sublime, de ineptitud celestial, es incapaz de ponerse de acuerdo con el comportamiento físico de una silla, invalidado para entender su funcionamiento: “Pero si soy yo”, puede empezar a escuchar por dentro el espectador, en Iluminación creciente; “y esa silla es este mundo”. La silla, la guitarra: las leyes. Las leyes físicas, metafísicas, normativas si usted quiere, de este mundo: incomprensibles, incomprensibles... Ese pobre diablo que no entiende cómo funciona una silla, y acaba atrapado en ella, estudiando cómo zafarse de su maleficio (“Ay qué peeenaaaa, qué penaaa...”: a punto siempre de conseguirlo) es usted. A un nivel esencial, básico, los que siempre tuvimos conflictos con el funcionamiento de la materia podemos vernos instantáneamente reflejados. Pero los que no tienen ese problema, a otro nivel, también: porque no se trata de manejar la silla; se trata de saber por qué carajo es así una silla. La sospecha: ¿no será la silla la que me sienta a mí, y no al revés, así como decía Cortázar que es el reloj el que le lleva a usted, y no al contrario...?
A lo mejor no era ésa la intención –a lo mejor delirábamos–. La cuestión es que, una vez que Viyuela había conseguido hacerse con el mecanismo macabro de la guitarra, y de soltar varios quejíos que deben de estar ahora mismo escuchándose en Tokyo, nos puso a cantar. Al principio de muy buenas formas, celebrando emocionado la eficacia con que tarareábamos a coro “a-e-i-o-u”. Pero luego empezó a cabrearse, porque en algún punto ya no podíamos seguir tan bien el hilo de aquello que él llamaba canción. A una que no podía dejar de reírse, y que se reía aún más cuanto más se indignaba él, casi la echa, como a una escolar. Y efectivamente: ahí estábamos, un centenar de personas humanas, un rato largo ya recitando en voz alta la lección que el tipo aquel se empeñaba en endosarnos. Todos como ovejas: béeee. Él nos insultaba, nosotros nos reíamos, pero emergía una nueva sospecha: ¿no sería él quien se reía de nosotros, en realidad, haciéndonos aguantar aquello sin cuestionar el para qué? ¿No estaríamos desnudos, los reyes de ese tinglao, ante el espejo de nuestra propia estupidez?
Después de esa estampa, y de algunas más, el pobre hombre del escenario ha alcanzado finalmente la cima de la escalera contra la que ha estado luchando unos minutos larguísimos que puede ser una vida entera. Después de mucho tiempo preparándose, cayéndose y volviéndose a levantar, sudando sangre, sufriendo (“Ayyy, qué penaa...”): ahí está, en la cumbre de la escalera. El caso es que, tan empeñado en subir la escalera, se ha olvidado de que el objetivo de subirla era colocar en el techo un farol. Sobrevuela entonces ese silencio pavoroso, entre las carcajadas: ¿Para qué? ¿Para qué, al final, tanto esfuerzo, tanto ruido, tanta escalera?
El ser humano es ese pobre diablo conmovedor subido a la escalera: ése que ya ha olvidado para qué carajo la subía, y que además se olvidó al subir, dejándose la vida casi en el empeño, la razón supuesta de su esfuerzo.
El ser humano es ese payaso subido a una escalera. Pero –¡ah!– en realidad sólo es un payaso si se da cuenta del absurdo. El ser humano medio no se da cuenta casi nunca del absurdo de su vida, entre otras cosas, por no saber reírse de sí mismo. Por eso seguirá hasta el final tratando de subir hasta la cima de la nada. No ha alcanzado la sabiduría, la grandeza del bufón. Porque el bufón, el payaso, al contrario que el idiota solemne, sabe que un primer paso para conjurar el absurdo de esta vida es reírse de su propia sombra.
Queremos sacar a Guillem Martínez a ver mundo y a contarlo. Todos los meses hará dos viajes y dos grandes reportajes sobre el terreno. Ayúdanos a sufragar los gastos y sugiérenos temas
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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