Obras y sombras
Henry D. Thoreau. Los bosques van por dentro
El autor de ‘Walden’ y ‘Desobediencia civil’ planteó una revolución incruenta: liberarse de la cárcel de la propia vida
Miguel Ángel Ortega Lucas 9/05/2018
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Heredamos una cárcel; habitamos una cárcel. Pero antes de que nos demos cuenta ya hemos mamado las costumbres que nos harán fieles a su hormigón, las leyes que justifican los barrotes, la moral que bendice cada celda y la vocación general de ampliarla (lo llaman “progreso”) hasta donde se pierda la vista: más miedo, más ruido, más territorio para construir más cárcel. Y un besito feliz a los grilletes, cada noche, antes de irnos a dormir.
Henry David Thoreau, un hombre cualquiera nacido en los Estados Unidos en 1817, y que desempeñó oficios tan poco sospechosos como “maestro de escuela, agrimensor, jardinero, granjero, carpintero...”, pasó una noche en la cárcel de su pueblo natal, Concord (Massachusetss), cuando contaba 39 años. Su arresto fue consecuencia de pensar, y llevar a la viva práctica, cosas como ésta: “¿Tiene el ciudadano que entregar su conciencia al legislador? ¿Para qué entonces la conciencia individual? Creo que antes que súbditos tenemos que ser hombres. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer siempre lo que creo correcto”.
El ciudadano Thoreau no consideró correcto, durante años, pagar a la administración su impuesto de empadronamiento: porque no consideraba correcto que su dinero fuera cómplice y sufragador de un Estado que amparaba la esclavitud, la guerra contra México y el ostracismo –eufemismo suave– de los indios. (De igual modo, había dimitido tiempo antes de su puesto como profesor en un colegio tras azotar a varios alumnos contra su voluntad.) Ya había resumido esta postura antes, por escrito, al explicar a la burocracia por qué no pensaba contribuir a la manutención de un cura: “Sírvanse enterarse de que yo, Henry Thoreau, no deseo ser considerado miembro de ninguna sociedad [la Iglesia en este caso] a la cual yo mismo no me haya unido”.
Nacer en este mundo ya supone una inscripción en diversas, respetadas instituciones llamadas Familia, País, Sociedad; que son, además, quienes te ponen el nombre. Thoreau –apellido francés; nieto de un protestante emigrado a América– cambió su nombre de pila: en algún momento, David Henry pasó a ser Henry David. Puede que porque le llamaran más Henry que David. O puede que por hacer la puñeta y establecer su parcela de conciencia desde el mismo mantra de su identidad.
Thoreau, Henry David, es historia (viva) de la literatura norteamericana sobre todo por un volumen llamado Walden, que es el nombre del entorno natural –propiedad de su amigo el poeta Emerson– en que fue a refugiarse en 1846, el mismo año en que fue encarcelado, huyendo de esa otra cárcel más sutil, etérea, llamada Sociedad. El Walden físico es un territorio; el Walden obra literaria también, porque la escritura en este caso es radicalmente la vida, la vida verdadera; ésa que pareciera estar siempre en otra parte, ¿verdad?, la que parece titilar allí lejos, siempre allí lejos, siempre más allá, esperándonos en algún lugar del bosque –pareciera que nos lleve esperando toda la vida:
Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido.
Allí, “a una milla de cualquier vecino”, en una casa construida por él “a orillas de la laguna”, Thoreau dio aire, luz, tiempo y espacio a su vida física y a su vida espiritual, a su trabajo con las manos y a su conciencia a través de ellas, manchándose de tinta igual que podía haberse manchado horas antes de resina, de barro, de lluvia, de planeta palpitante. Pero ya al comienzo de la redacción de ese libro, que le ocuparía los dos años que vivió en Walden, vio también los “hechos esenciales de la vida” en esa celda de Concord.
Tras pasar una noche de verano allí, con las ventanas abiertas, escuchando los sonidos de la aldea casi como por primera vez, a la mañana siguiente fue puesto en libertad (“alguien”, quizás una tía suya, “se atravesó y pagó el impuesto” de marras), y “un cambio se presentó” ante sus ojos: “Vi más claro el Estado en que vivía. (...) Vi que no eran [sus vecinos y amigos] tan nobles, sino que trataban al ladrón como éste los había tratado, y confiaban en que por cierto cumplimiento externo y algunas oraciones, y por seguir una senda particularmente recta e inútil, salvarían sus almas”.
Todo esto fue consignado en una conferencia que después se imprimiría y se haría célebre bajo el título Desobediencia civil (1849). Donde el autor decía también cosas como éstas:
La ley nunca hizo al hombre un ápice más justo, y, a causa del respeto por ella, aun el hombre bien dispuesto se convierte a diario en el agente de la injusticia. Resultado corriente es el ver filas de soldados marchando contra su voluntad... Otros –como la mayoría de los legisladores, políticos, abogados, clérigos y oficinistas– están dispuestos, sin proponérselo, a poner una vela a Dios y otra al Diablo.
...
Toda votación es un jueguecito entre lo correcto y lo incorrecto con preguntas morales... El carácter de los votantes no entra en juego. Deposito mi voto, por si acaso, pues lo creo correcto, pero no estoy comprometido en forma vital con que esa corrección prevalezca. Se lo dejo a la mayoría... Aun votar por lo correcto no es hacer nada por ello. Es simplemente expresar bien débilmente ante los demás un deseo de que eso (lo correcto) prevalezca. El hombre sabio no deja el bien a la merced del azar, ni desea que prevalezca por el poder de la mayoría.
...
¿Cómo le conviene a una persona comportarse frente al gobierno americano de hoy? Le respondo que no puede, sin caer en desgracia, ser asociado con éste. Yo no puedo, ni por un instante, reconocer una organización política que como gobierno mío es también gobierno de los esclavos. (...) Bajo un gobierno que encarcela injustamente, el verdadero lugar para un hombre justo está en la cárcel.
Se dirá que suena todo muy bonito, pero que “no es tan fácil”. Se podrá decir que tiene toda la razón, pero “qué hacemos entonces”. Se podrá decir que el contexto histórico en que Thoreau se expresaba no era tan complejo como el actual; y por supuesto: porque hemos ampliado el octopus de la cárcel social de manera monstruosa y exquisita, y la opción entre el no y el sí éticos rara vez puede ya contemplarse fácilmente –ni siquiera él podía hacerlo en su momento sin caer en contradicciones inevitables–. Pero también es cierto que todo esto, toda esa presunta complejidad, o confusión deliberada más bien, no hace sino acomodarnos aún más a la hora de ser consecuentes con los hechos esenciales de nuestra vida: los de nuestra vida inmediata de cada día, más allá de la coartada abstracta de los gobiernos, los sistemas y las cenas de empresa por navidad.
Este hombre valiente, de una pieza (de rigidez espartana, incluso antipática a veces en su trato, según testimonios), de coherencia salvaje, irritante por lo que nos puede suponer de espejo acusador, no pretendió en realidad tener respuestas para todos, para todo: se contentaba con tenerlas para sí mismo. Y ahí es donde empieza el baile. Porque dónde, si no desde uno mismo –desde todos los unos mismos que somos–, podemos llegar alguna vez a algún sitio distinto. Cómo escapar de la cárcel comunal, sino empezando por la propia.
Él no salió en manifestación, no se fue a poner bombas, no se hizo bandido: sólo se fue a Walden, lejos de la civilización; precisamente para no dejar de pensar y escribir sobre qué significa la civilización. Después de dar clase, colaborar durante “largo tiempo” en un diario en el que apenas publicaron sus crónicas y que sólo le dio “dolores a cambio de esfuerzos”, y de comprobar que sus congéneres tampoco iban a darle ningún estipendio por sus trabajos en el entorno rural de Concord, recaló junto a aquella laguna en la convicción de que “si un hombre no marcha a igual paso que sus compañeros puede que sea por escuchar un tambor diferente. Que camine al ritmo de la música que oye, aunque sea lenta y remota”.
¿Qué música había escuchado toda su vida Henry Thoreau, eso que la intemperie, la soledad y el sonido del silencio iban a dejarle escuchar ahora de manera diáfana? Puede resumirse en una sola palabra: la verdad. La verdad con minúsculas, si se quiere, la suya propia: pero una verdad que bien vale para salvar la vida de un hombre, más que todos los caminos rectos, diabólicamente simétricos, del rebaño con látigos y biblias mal traducidas que dejaba atrás. Si, según ese otro rebelde lúcido que fue Albert Camus, el hombre rebelde es el que dice “no”, y en ese no afirma otra cosa, Henry D. Thoreau es una de las más evidentes pruebas de ello: en Desobediencia civil dice “no”: a todo un sistema de vida del cual se niega a ser cómplice; en Walden dice “sí”: al único sistema de vida incontestablemente justo, que es el conquistado a través de la propia conciencia personal en armonía con todo lo que la vida auténtica significa:
Debemos aprender a despertar de nuevo (...) No sé de un hecho que anime más que la incuestionable capacidad del hombre para elevar su vida gracias a un esfuerzo consciente. Es algo poder pintar un cuadro, o esculpir una estatua, y de esa forma hacer bellos unos objetos, pero mucho más glorioso es esculpir y pintar la atmósfera a través de la cual miramos, cosa que podemos realizar moralmente. La más elevada de las artes consiste en alterar la calidad del día.
Alterar la calidad del día, es decir, transformarse a uno mismo, como “la más elevada de las artes” porque “todo ser humano tiene como tarea hacer su vida digna hasta en sus menores detalles”. Lo cual implica sin condición triturar todo ápice de mentira en uno mismo (de lo que “no es” porque nada tiene de útil para vivir en paz):
Por un aparente destino comúnmente llamado necesidad, los hombres se dedican, según cuenta un viejo libro, a acumular tesoros que la polilla y la herrumbre echarán a perder y que los ladrones entrarán a robar. Ésta es la vida de un idiota, como comprenderán los hombres cuando lleguen al final de ella, si no lo hacen antes.
Ésta es su revolución. Ésta es la guerra incruenta que plantea Henry D. Thoreau a su sociedad, a sus estudios de Harvard, a la historia y a la política contemporánea de su país; a sí mismo, en última instancia, que es a quien hemos venido esencialmente a vencer aquí (dijo un pariente lejano suyo, Lao Tzu: “Vencer al otro requiere fuerza; vencerse a sí mismo requiere fortaleza”). Pero todo esto no es en absoluto una escapatoria: es que no habría sistema en la tierra, por férreo que fuere, que resistiera a toda una comunidad de seres humanos tomando consciencia de esta forma de sus propias vidas: todos los unos mismos que somos.
Cuando Thoreau dice no a ese sistema de organización social de su país, de su tiempo, está diciendo sí a otro posible, más lejano, pero mucho más inspirador
Cuando Thoreau dice no a ese sistema de organización social de su país, de su tiempo, está diciendo sí a otro posible, más lejano, pero mucho más inspirador. El mismo que había inspirado el sueño justo y legítimo de tantos muy poco antes, en el tiempo de los llamados “padres fundadores” [digno de leer lo que escribió el presidente Jefferson sobre los bancos, por ejemplo]. El que animó a toda una sociedad formada en su origen y en su mayoría –conviene recordarlo– por perseguidos o refugiados o nómadas de todos los rincones del mundo. Aquellos Estados Unidos eran el futuro: no el lugar de los límites sino el de los paisajes inabarcables, con aquel único, fantasmagórico límite de “la frontera” para determinar dónde terminaba la conocido y empezaba la promesa del peligro o la fortuna; de la libertad en cualquier caso. Cierto que aquella idea ya venía manchada de sangre desde bien pronto, con el asesinato masivo (o limpieza étnica) de los indígenas americanos. Pero –dijo el mismo Thoreau–: “Lo que importa no es qué pequeño pueda ser el comienzo: lo que se hace una vez bien, se hace para siempre”.
No sabemos si para siempre, pero desde luego de manera tenaz, discontinua pero imparable, como uno de esos ríos infinitos de América, el legado moral de Thoreau (que es lo mismo que decir su legado vital, y su legado literario) continuó después de él y hasta mucho después de que se hubiera ido: influiría decisivamente en el gran cantor de la democracia universalista, Walt Whitman, e inseminaría la tradición más sana, hermosa y libre de su país, pasando por la música folk de principios del XX hasta la generación beat, la canción del pícaro de carretera Bob Dylan y todo ese suceso de color y furia que hoy conocemos como los años sesenta. Todavía hoy sigue inspirando obras de arte (como la reciente película de culto Into the wild).
Aquellos que no conocen una fuente más pura de verdad, que no han buscado el manantial más arriba, se apoyan, y lo hacen sabiamente, en la Biblia y en la Constitución, y beben de ellas con reverencia y humanidad; pero aquellos que observan de dónde esa verdad vierte gota a gota a este lago o a aquel estanque, siguen su peregrinaje hacia el nacedero.
Nunca ha faltado quien dijera que todos los escolares de este mundo deberían leer esos libros de Thoreau. Pero cómo iban a dar a cada preso, tan alegremente, un plano de la cárcel en tecnicolor.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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